Buenos Aires, editorial Salim, 2012
Unamuno es uno de los autores fundamentales que tematizó, a través de su obra, el sentimiento trágico de la vida. De hecho, una de sus obras ensayísticas más reconocidas lleva ese título justamente. En la novela Abel Sánchez,
un amigo cela al otro de manera obsesiva: envidia su vida, su suerte,
su mujer. Joaquín Monegro es quien padece de manera enfermiza la
envidia que tiene por su amigo Abel y, a partir de tanta complejidad
interior (y exterior), es en quien se fija el punto de vista de la
novela. Esto se transforma en demasía cuando Abel decide casarse con
Helena, aquella joven de quien Joaquín había estado desde siempre
enamorado. Tanto que el propio Joaquín deja a un lado el interés en su
propia esposa y en su prometedora carrera profesional de médico.
En paralelo con la narración, se insertan sus llamadas “Confesiones”,
que no son más que la interpretación íntima del tormento que le
escribe, para una lectura póstuma, a su hija. Ahí, en esa carta
fatalmente sin respuesta, se iluminan los pliegues de la personalidad
del protagonista, la justificación de tanto odio.
Esta novela de Unamuno, Abel Sánchez, lleva por
subtítulo “Historia de una pasión”. “Pasión” llamaban los griegos a las
emociones, es decir, aquel aspecto irracional de los seres humanos que
provocan intensas alegrías y devastadoras tempestades. Si no fuese así,
¿cómo puede explicarse lo de Joaquín con Abel en esta novela?, ¿lo de
Caín con el otro Abel en el viejo testamento? La carta que sobrevive a
la muerte del remitente, otra vez, se transforma en radiografía de esa
pasión, coartada del atormentado y del relato.
(M. N.)
“No es posible,
hija mía, que te explique cómo llevé a Abel, tu marido de hoy, a que
te solicitase por novia pidiéndote relaciones. Tuve que darle a
entender que tú estabas enamorada de él o que por lo menos te gustaría
que de ti se enamorase sin descubrir lo más mínimo de aquella nuestra
conversación a solas, luego que tu madre me hizo saber cómo querías
entrar por mi causa en un convento. Veía en ello mi salvación. Sólo
uniendo tu suerte a la suerte del hijo único de quien me ha envenenado
la fuente de la vida, sólo mezclando así nuestras sangres esperaba
poder salvarme.
Pensaba que acaso un día tus hijos, mis
nietos, los hijos de su hijo, sus nietos, al heredar nuestras sangres,
se encontraran con la guerra dentro, con el odio en sí mismos. Pero ¿no
es acaso el odio a sí mismo, a la propia sangre, el único remedio
contra el odio a los demás? La Escritura dice que en el seno de Rebeca
se peleaban ya Esaú y Jacob. ¡Quién sabe si un día no concebirás tú
dos mellizos, el uno con mi sangre y el otro con la suya, y se pelearán
y se odiarán ya desde tu seno y antes de salir al aire y a la
conciencia! Porque esta es la tragedia humana, y todo hombre es, como
Job, hijo de contradicción.
Y he temblado al pensar que acaso os junté, no
para unir, sino para separar aún más vuestras sangres, para perpetuar
un odio. ¡Perdóname! Deliro.
Pero no son sólo nuestras sangres, la de él y
la mía; es también la de ella, la de Helena. ¡La sangre de Helena! Esto
es lo que más me turba; esa sangre que le florece en las mejillas, en
la frente, en los labios, que le hace marco a la mirada, esa sangre que
me cegó desde su carne.
Y queda otra, la sangre de Antonia, de la pobre Antonia, de tu santa madre.
Esta sangre es agua de bautismo. Esta sangre
es de redentora. Sólo la sangre de tu madre, Joaquina, puede salvar a
tus hijos, a nuestros nietos. Esa es la sangre sin mancha que puede
redimirlos.
Y que no vea nunca ella, Antonia, esta
Confesión; que no la vea. Que se vaya de este mundo, si me sobrevive,
sin haber más que vislumbrado nuestro misterio de iniquidad.”