Tengo que escribirle esta carta, Teófilo. Es ridículo, lo sé. Nos vemos todos los días, estamos siempre juntos. ¿Qué necesidad hay de apelar a una carta? Entre nosotros una carta parece una cobardía o una hipocresía, como si le tirase una piedra parapetado detrás de la pared. Un cross a distancia para que no me lo devuelva. Y sin embargo tengo que escribirle esta carta, Teófilo. ¿Sabe por qué? Porque así puedo reflexionar tranquilo: su presencia me embarulla las ideas. Así puedo juzgarlo fríamente, objetivamente: cuando estoy a su lado el cariño me enmudece, me deshace los escrúpulos, termino perdonándoselo todo. En cambio ahora me hago la ilusión de que me dirijo a otro, no a usted, a un desconocido al que puedo cantarle mis verdades sin que me corrija la indulgencia. Escribiendo, las palabras me salen redondas. Gritárselas en la cara me costaría. Soy un débil, de acuerdo. Nuestro amor es una sórdida complicidad. Vea: hasta lo trato de usted, para que la ficticia distancia que momentáneamente nos separa me parezca mayor y mis sentimientos maniobren con desenvoltura. 

Usted es un canalla. Como lo oye, quiero decir, como lo lee: un canalla. Abandonó a Teresa. ¿Por qué? A todos, a mí, a sus amigos, también a ella, nos dijo que la abandonaba por su bien, porque a su lado no sería feliz. Lo dijo con una expresión de mártir que se encamina al patíbulo, con esa cara que tiene perfectamente ensayada, la misma que ponía de chico cuando lo pescaban en una travesura y quería hacerle creer a sus padres que la paliza que le daban eran una injusticia porque otro, nunca se sabía quién, tenía la culpa y usted se la aguantaba y callaba de puro sacrificado. Ahora nos vende la historia de su renunciamiento. Miente, Teófilo. Miente como una prostituta.

Abandonó a Teresa por amor a mí. La abandonó porque usted no podía soportar que esa muchacha valga más que yo y me eclipsase delante de los demás, y lo peor sin proponérselo. Usted quiere que sólo yo me luzca y no admite competidores. Yo le notaba la mueca de perdonavidas, el rictus de desdeñosa condescendencia que se le pintaba en el rostro cada vez que, en alguna reunión, sus amigos rodeaban a Teresa y se mantenían pendientes de sus labios. Usted decía: 

-Sí, Teresa es un caso de chaleco. 

Y miraba a los que festejaban el ingenio, la gracia, la simpatía de Teresa como si Teresa fuese un bebé que les meaba encima y ellos unos botarates que se dejaban mojar los pantalones. En seguida usted procuraba desviar la conversación, obligarlos a que me escuchasen a mí, me hacía sacar pecho, pasar al frente, me arreglaba la corbata, me alzaba el mechón (ese mechón que a usted tanto le gusta) y yo, dócil, hablaba. Pero nadie se ocupaba de mí y usted sufría. Se ponía verde. Miraba a Teresa como con deseos de estrangularla. A pesar de que Teresa, cuando yo empezaba mi discurso, inmediatamente se callaba, hasta decía:

-Silencio, silencio. Escuchen.

Nadie me escuchaba. Todos protestaban a coro:

-Teresa. Teresa. Queremos que Teresa siga contando. Entonces usted, furioso, se iba conmigo a un rincón y allí vomitaba en voz baja improperios contra su mujer.

-Es una loca. No la aguanto. No tiene educación. Es una torpe.

Después entrecerraba los ojos, me acariciaba disimuladamente, me aseguraba que yo era el más inteligente, el más hermoso y que allí nadie estaba a mi altura.

Recuerdo las veces en que algún amigo suyo entraba en su casa y exclamaba:

-¿Y este adefesio?

Invariablemente, señalaba uno de mis regalos. Usted apretaba las mandíbulas y en seguida observaba si Teresa hacía causa común con su amigo. Pero Teresa, muy seria, decía:

-Por Dios, si es una obra de arte.

Lo que a usted lo encolerizaba aun más. O cuando los amigos elogiaban un cuadro, una película, los mismos de los que yo había un rato antes:

-Un bodrio.

Los mismos de los que Teresa había dicho:

-Una maravilla.

Y no había agregado más porque usted la había hecho callar de mala manera, reprochándole contradecirme sólo por ganas de fastidiarnos a los dos.

Nuestras reuniones, a solas, Teresa, usted y yo, eran horribles simulacros, un duelo de humillaciones y perfidias. Usted, sutilmente, me empujaba a tocar los temas en que sabía que Teresa disentía de mis juicios. Ella, primero, me escuchaba sin terciar en el diálogo entre usted y yo. ¿Diálogo? Un monólogo mío que usted perpunteaba con interjecciones de aprobación. Fatalmente, cuando usted lanzaba sus grititos admirativos se volvía hacia Teresa y la miraba como provocándola, como diciéndole: ¿Ves, ignorante? Hasta que Teresa entraba en su juego y murmuraba tímidamente, para no herirme:

-Sin embargo a mí me parece.

Entonces usted se encrespaba como una fiera, se vengaba de los amigos que descalificaban mis regalos y mis opiniones, se desquitaba de mis fracasos sociales, le hacía pagar a su mujer el infalible buen gusto, la sensata inteligencia que le ganaba prosélitos. Sin nadie más que yo entre usted y ella, usted sabía que Teresa estaba en minoría, que usted y yo nos impondríamos por las buenas o por las malas. Y yo, cobardemente, secundaba esas maldades.

Ahora se separó de Teresa, por fin. Ya Teresa no me relegará a segundo plano. Seré el único protagonista y usted, mi empresario. No nos importará que la ausencia de Teresa haga ralear a los amigos. No nos importará que terminemos hablando entre nosotros, a solas, sin nadie que nos escuche. Lo que nos importa es haber eliminado a Teresa.

Sé que, cuando dentro de unos instantes esté nuevamente a su lado, mi amor le hará olvidar todo lo que en esta carta le digo. Sé que el amor que leeré en sus ojos me entregará, inerme, a su voluntad. Pero ahora, lejos de usted, quiero decirle, Teófilo Cosma, que a pesar de mi amor lo desprecio.

TEÓFILO COSMA 

Marco Denevi

Publicado en Parque de diversiones , Buenos Aires, Emecé, 1970.

Categorías: Cartas de ficción

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