Buenos Aires, Cántaro, 1997.

Traducción de Gabriela Massuh

Qué hace que un hijo le escriba una carta larguísima a su padre que anda por la vida en las mismas calles y los mismos pasillos, que puede hablar de frente a frente sin el cansancio que produce escribir 45 páginas una detrás de la otra con máquina de escribir y a mano. Qué hace que esa carta ni siquiera sea dada en mano, sino a través de un correo intermediario -mujer en este caso, madre del remitente, esposa del destinatario. Qué hace que se llegue a saber que el padre nunca la leyó y sí, después de años, millones de lectores que ni siquiera conocen de refilón el cuerpo de ese padre autoritario sino a través de esta carta, o las miles de biografías de este hijo escritor. Lo antedicho no constituye más que un rosario de anomalías del pacto epistolar que se trastoca -una vez más- tratándose de quien se trata, escribiendo como escribe.

La «Carta al padre» fue escrita por Franz Kafka en 1919 y publicada por primera vez, como casi toda su obra póstumamente, en 1952. La carta recorre con una exhaustividad obsesiva la relación de padre-mandón-distante-engreído con hijo-temeroso-tartamudo-culposo. Pocas cosas le endilga; sí la falta de cariño («Después de aquello fui más obediente, pero ya había adquirido una herida interior.») y la arbitrariedad de sus normas («Percibía en ti el extraño enigma que rodea a todos los tiranos cuyo derecho no está fundado sobre el pensamiento sino sobre su propia persona.»).

Qué gana un hijo diciendo todo esto al padre. Quizás el sosiego de la catarsis. Quizás la paz interior de la expiación. En ambos casos, ahí queda la carta. Certera.

(M. N.)

Es cierto que casi nunca me pegaste. Pero tus gritos, el enrojecer de tu cara, el rápido desabrochar de tus tiradores y su imagen amenazadora al verlos dispuestos sobre la silla, todo eso era casi más insoportable. Es como el momento en que alguien va a ser ahorcado. Si realmente lo cuelgan, muere y todo ha pasado. Pero si debe soportar todos los movimientos previos a su ejecución y recibe el indulto cuando ya siente la soga al cuello, deberá penar toda su vida acosado por esa sensación. A esto se agregan todas aquellas oportunidades en las que, según tu opinión, yo era merecedor de castigo y gracias a tu indulgencia no lo recibía; mi sentimiento de culpa volvía a acrecentarse. Todos los caminos conducían a la culpa que sentía por ti.

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