Por Karina Echevarria

Cecilia y Alberto se pusieron de novios en el último año de la escuela secundaria. Pero un año después, en 1981, a él le tocó el Servicio Militar Obligatorio y, sin teléfonos celulares ni internet, el único modo de permanecer comunicados son las cartas.

Se escriben casi a diario. Se cuentan la vida que transcurre a pesar de la separación. Se cuentan lo que leen, lo que ven en la tele o el cine, lo que conversan con los amigos o compañeros de cuartel. Los parciales, las clases de teatro, el trabajo, los amigos, por un lado; los “bailes”, los gritos, los insultos, el hambre, las formaciones, por el otro.

A través de sus cartas vemos escenas de una época que se muestra velada o escondida, pero que asoma por las rendijas de lo cotidiano. Cada palabra se carga de un peso y una densidad particular. Lo que dicen y lo que callan nos deja entrever (o recordar) un tiempo de silencios y de ruidos ensordecedores. En el centro, sin embargo, solo están ellos: dos jóvenes que se quieren y que se ven obligados a separarse y posponer su propia vida.

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