2 de octubre de 2020

El cuento empezaba así: “Buenos Aires, martes 15 de julio 1958/ Sr. Alberto Rojas, Lobos, F.C.N.G.R. / Mi querido amigo: como siempre a esta altura del año, me invade un gran deseo de volver a ver a los viejos amigos, tan alejados ya por esas mil razones que la vida…” pensé en lo sorprendente y agradable que sería recibir hoy una carta escrita a mano, dentro de su sobre, con estampillas y sellos. Un objeto en vías de extinción que contuviera un mensaje redactado sólo para mí, sin copias, sin nubes, sin Drives, irrevivible una vez destruido, que no dejase rastros más que en mi memoria y la tuya de esa charla de tiempos tan desencontrados como los de las cartas. Piezas únicas, dignas de un museo. Hojas con dobleces, testigos de formas de contar de una persona a otra. Papeles que encierran y guardan el paréntesis de tiempo que se usó para escribirlas. No hay forma de conservar el tiempo que usamos para preparar una cena para los amigos, para ver reír a los hijos, ni para recuperar los primeros rastros del amor húmedo de la siesta. Las cosas suceden y se desintegran en el recuerdo, se evanescen o se desvirtúan salvo cuando las escribimos, reviviéndolas con las mejores palabras que se nos ocurren o en el atropello de la emoción a borbotones. El momento pasó, pero en la carta queda, preso, el tiempo del relato. Voy a escribirte. Y voy a ir al correo y mandarte la carta. Y si hubiera buzón, al buzón. No tengo nada especial para decirte pero habrá media hora allí encerrada para vos, para contarte tonterías, para que me leas en cinco minutos, en diez, una vez o mil y cuando la sostengas, por favor no te preocupes por lo que diga, pensá que ahí está mi tiempo, para vos, guardado, hecho tinta.