Sábado 20 de junio de 1942
Querida Kitty:

        Estoy bien dispuesta: hace buen tiempo y la calma reina, pues papá y mamá han salido y Margot ha ido a jugar al ping-pong con otros compañeros a casa de una amiga.
        Yo también juego mucho al ping-pong en estos últimos tiempos. Como todos los jugadores a mi alrededor adoran los helados, sobre todo en verano cuando el ping-pong hace sudar a cualquiera, el partido termina generalmente con una visita a la confitería más cercana y permitida a los judíos, Delphes o el Oasis. No es menester pensar en el dinero; hay tanta gente en el Oasis, que siempre se encuentra un caballero o un admirador de nuestro círculo de amigos para brindarnos más helados de los que podríamos ingerir en una semana.
        Debe sorprenderte el oírme hablar, a mi edad, de admiradores. ¡Ay! Habrá que creer que es un mal inevitable en nuestra escuela. Tan pronto como un compañero me propone acompañarme a casa en bicicleta, se entabla la conversación y, nueve de cada diez veces, se trata de un muchacho que tiene la costumbre emponzoñante de transformarse todo fuego, todo llama; ya no deja de mirarme. Al cabo de un momento, el arrebato comienza a disminuir, por la buena razón de que yo no presto demasiada atención a las miradas ardientes y que sigo pedaleando a toda velocidad. Si, por casualidad, empieza con rodeos mientras habla de «pedir permiso a su papá», yo me balanceo un poco sobre mi bicicleta, se cae mi cartera, el muchacho está obligado a bajarse para recogerla, tras lo cual me ingenio para cambiar en seguida de conversación.
        Este es un ejemplo de los más inocentes. Hay, naturalmente, los que me envían besos o tratan de apoderarse de mi brazo, pero esos equivocan el camino. Bajo diciendo que puedo pasarme sin su compañía, o bien me doy por ofendida, rogándoles claramente que se vuelvan.
        Dicho esto, la base de nuestra amistad queda establecida. Hasta mañana.
        Tuya. Ana.