Cabo Juby, Marruecos, 1927
¡Qué vida de monje la que llevo! En el rincón más perdido de toda África, en pleno Sahara español, un fuerte al borde de la playa, nuestra barraca adosada a él, ¡y nada más en cientos y cientos de kilómetros a la redonda!
El mar, en las horas de marea, nos baña completamente. Cuando en la noche apoyo los codos contra mi tragaluz con barrotes de prisión –estamos en territorio rebelde– tengo las olas debajo, tan cerca como en una barca. Y toda la noche el mar golpea mi pared.
La otra fachada da al desierto.
Es la austeridad total. Una cama hecha con una tabla y un delgado colchón de paja, una palangana y un recipiente para el agua. Olvido las herramientas de trabajo: ¡la máquina de escribir y los papeles del puesto aéreo! Una habitación de monasterio.
Los aviones pasan cada ocho días. En el intervalo hay tres días de silencio. Cuando mis aviones se van, siento como si se fueran mis pollitos. No estoy tranquilo hasta que la T.S.F. me haya anunciado su paso por la siguiente escala –a mil kilómetros de aquí–. Y siempre estoy listo para salir en busca de los extraviados. Todos los días reparto chocolate a una camada de pequeños árabes traviesos y adorables. Soy popular entre los niños del desierto. Hay unos pedacitos de mujer que ya tienen aire de princesas hindúes y hacen gestitos maternales. Ya tengo viejos amigos.
El morabito viene todos los días a darme una clase de árabe. Estoy aprendiendo a escribir y ya me defiendo un poco. Les ofrezco tés mundanos a los jefes moros y ellos me invitan a tomar el té en su carpa, a dos kilómetros, en territorio rebelde, adonde ningún español ha ido hasta ahora. Y yo iría más lejos y no correría ningún riesgo porque comienzan a conocerme. Tendido sobre su alfombra, observo, por la abertura de la lona, la arena apacible, abombada, ese suelo embovedado, los hijos del jeque jugando desnudos bajo el sol, el camello amarrado al lado de la carpa. Y tengo una extraña impresión, no de alejamiento, tampoco de aislamiento, sino de una puesta en escena de fugitivos. Mi reumatismo no ha empeorado. Estoy bastante mejor que cuando partí, pero eso es lento.
Y usted, madrecita mía, ¿en su otro desierto, con sus otros hijos adoptivos? Estamos los dos lejos de toda existencia.
Tan lejos que me imagino en Francia llevando una vida familiar, reuniéndome con viejos amigos, me imagino en un pícnic en Saint-Raphael.
El 20 de cada mes, el velero de Canarias nos trae provisiones. Esa mañana, cuando abro mi ventana, el horizonte está adornado con una vela muy blanca, muy bella y limpia como el lino recién lavado, que viste todo el desierto y me hace pensar en el cuarto de lencería de las casas, la pieza más íntima. Pienso en las viejas criadas que toda la vida planchan manteles blancos que apilan en armarios llenos de aromas. Y mi vela se mece suavemente, como un gorro marinero bien planchado, pero esta suavidad dura poco.
Domestiqué un camaleón. Mi papel aquí es domesticar. Me va bien, es una palabra bonita. Mi camaleón parece un animal antediluviano, se parece al diplodocus. Sus movimientos son de una lentitud extraordinaria, de una precaución casi humana, y se sume en reflexiones interminables. Permanece inmóvil por horas, se diría que vino de la noche de los tiempos. Soñamos juntos al anochecer.
Madrecita mía, le mando un beso tan grande como el amor que le tengo.
Escríbame una nota.
ANTOINE