Al bajar del coche para la ejecución, se le dijo a Luis Capeto (nombre que los revolucionarios habían dado a quien se negaban a reconocer como rey) que tenía que quitarse la casaca. Opuso alguna dificultad, diciendo que podían ejecutarle conforme estaba.

Al hacerle presente que aquello era imposible, ayudó él mismo a quitarse la casaca. También opuso dificultades cuando se trató de atarle las manos, las cuales presentó él mismo cuando la persona que le acompañaba le hizo presente que aquel era el último sacrificio que se le pedía.

Entonces preguntó si los tambores seguirían tocando. Se le contestó que no se sabía, lo cual era cierto. Subió al patíbulo, y quiso avanzar hacia adelante, como si fuese a hablar. Pero se le dijo que aquello también era imposible.

Se dejó llevar al sitio donde se le ató y donde gritó muy alto: ‘¡Pueblo, muero inocente!’ Después, volviéndose a nosotros, nos dijo: ‘Señores, soy inocente de todo aquello de que me acusáis. Deseo que mi sangre pueda cimentar la felicidad de los franceses’.

Estas fueron sus últimas y verdaderas palabras. La conversación que tuvo al pie del patíbulo fue exclusivamente sobre si era necesario quitarse la casaca y que le atasen las manos. También propuso cortarse él mismo los cabellos.

Y para hacer honor a la verdad, debo agregar que sostuvo todas aquellas conversaciones con sangre fría y con una firmeza que nos asombró a todos. Estoy plenamente convencido de que había sacado aquella firmeza de los principios de la religión, de los cuales nadie parecía más penetrado ni más persuadido que él.