Señor Director:

No es tan fácil matar. La inmensa mayoría de las personas que viven en el mundo jamás lo ha hecho y probablemente nunca lo hará. Por otra parte, esos millones de personas no suelen pasar sus días discurriendo sobre la «fatalidad histórica» de arrancarle la vida a otros seres humanos. Milagrosamente, y desde un principio, la necesidad imperiosa de conservación de la propia vida no condujo a la extinción de la especie sino a la comprensión y aceptación de la simétrica necesidad de autoconservación ajena, y es por eso que la historia humana no puede ser relatada únicamente como la crónica de un matadero. Para poder matar, primero es preciso estar enrolado en profesiones legitimadas o especializadas en el arte de matar: se debe ser verdugo, policía, militar, mercenario, linchador, sicario, terrorista, torturador, o bien revolucionario -según se desprende de ciertos argumentos enviados a La Intemperie a modo de contestación a Oscar del Barco. Y cada una de esas profesiones viene pertrechada con su correspondiente preámbulo justificativo. Pero, sobre todo, a fin de erradicar a un ser humano de este mundo es preciso disponer de permiso para matar, es decir de una venia para hacerlo. Así, hay quienes matan en representación de un partido o de una nación; y otros en nombre de una religión o de una ideología; y aún otros en nombre del Estado o de una etnia; y no faltan quienes matan en nombre de la raza o del «contexto histórico de la lucha de clases». Unos matan para mantener el viejo orden y otros con el objetivo de conquistar y luego salvaguardar un orden nuevo. En cambio, las personas que deben darse permiso a sí mismas para matar, raramente se lo conceden. Casi nunca.

Sin embargo, en varias de las respuestas a la carta de Oscar del Barco publicada a fines del año pasado en La Intemperie no sólo se evoca a las muertes causadas en el pasado en nombre de ideas de izquierda como «históricamente necesarias» sino que, además, se legitiman en forma antedatada a las ejecuciones que pudieran ocurrir en el camino a un porvenir redimido, y eso porque las «leyes» de la historia así lo reclamarían. Esta pretensión no transmite solamente una filosofía de la historia; mucho más alarmante es esta sombría prédica de la muerte ajena para el futuro, acto que solo a las víctimas, o a sus representantes, les sería lícito cometer. Como ese acontecimiento es de concreción improbable en la Argentina, la discusión concierne, más bien, a la historia y la ética de la izquierda. Se diría que los millones y millones de asesinados en los campos de concentración soviéticos, bajo Lenin y bajo Stalin, habrían bastado para exigir de quienes difundieron esas ideas, o que aún las difunden, un acto de contrición del pensamiento; o bien el millón y medio de sacrificados por el comunismo camboyano hace apenas tres décadas; o bien los cientos y cientos de fusilados y torturados en las cárceles de Albania o de Cuba en nombre de la inmunización de sus respectivos regímenes; o al menos habría bastado el asesinato de esos dos muchachos del Ejército Guerrillero del Pueblo en el norte argentino. Pero no. Aparentemente «la historia» requiere más. ¿Qué más? ¿Acaso la toma de partido por las víctimas es el principio ético innegociable que habilita el derramamiento de sangre? El apotegma «Yo, por haber optado por los oprimidos, soy bueno, y por lo tanto mi contrario es malo», es una presunción infantil.

Se dice en una de las réplicas que la «toma del poder» es la bisagra necesaria que posibilitará cambiar la historia. Pero entiendo que la carta de Oscar del Barco supone poner en cuestión el hecho mismo de la «acumulación y toma del poder», por causa de sus consecuencias fratricidas. La experiencia histórica conocida permite pronosticar que los muertos eventuales de ese futuro redimido no serán únicamente aquellos en quienes se exterminaría, además, «el emblema y la función del poder» del antiguo régimen, sino también los propios, cuando sus actos resulten impropios. Así, quienes alguna vez liquidaron a un zar se la tomaron inmediatamente contra el ala izquierda de su bando, y la exterminaron; enseguida la guadaña se descargó contra los antiguos miembros de la propia facción, que fueron despanzurrados; y al fin siguió el turno de cualquiera que tuviera cara de contrarrevolucionario, y entonces se colmaron las cárceles, pues a esos siempre se los encuentra por miles, incluso por millones. Son escenas que suceden una y otra vez en los vértices de las pirámides, señaladas a veces por el recurso a la zancadilla y otras por el del puñal. Se dice también en esas contestaciones que no existen valores fuera de la historia. Cabe agregar que tampoco existen fuera del cuerpo y el alma de quienes los encarnan. En otras palabras, cada uno es responsable del daño hecho a otros, y aquel que diluye esa responsabilidad en la «historia» se está amnistiando a sí mismo por adelantado así como también indulta a quienes debería concernirle la inevitable deliberación ética posterior a los hechos sucedidos. Caín se andaba con menos vueltas a la hora de dar la cara: «¿Acaso mi hermano está a mi cuidado?».

Esas respuestas evidencian un pobre aprendizaje de la experiencia revolucionaria, como si las erratas históricas cometidas en las diversas «tomas de poder» sucedidas en el siglo XX solo interesaran a modo de correctivos, en función de serles restadas sus «ineficacias» -sectarismos, errores, voluntarismos, excesos, reduccionismos, vanguardismos- para la próxima vez. Eso se desprende de los calificativos con que se interpreta lo ocurrido al proyecto de las organizaciones de izquierda en los años setenta: «derrota» y «fracaso», que se oponen necesariamente a su triunfo y éxito no logrados: ¿Y si se hubiese triunfado? ¿Habría valido ese acontecimiento como prueba de la bondad del proyecto y de los medios a los que se recurrió para llevarlo a cabo? ¿Firmenich habría terminado siendo el mandamás del país y Galimberti su jefe de policía? Era una de las posibilidades que traía aparejada la «victoria». ¿Tan defendible era ese proyecto? En caso de victoria, los propios refutadores de Oscar del Barco podrían haber tenido que optar por el bando de los asesinos o el de los asesinados, si es que su edad se los hubiera exigido. León Trotsky, Ahmed Ben Bella y Camilo Cienfuegos así lo supieron. En fin, lo que está en discusión es la legitimidad de la existencia de la izquierda si es que sus predicadores no remueven las viejas certezas, una de las cuales supone que hay personas en el mundo a las que es lícito matar, sean ellos enemigos, subordinados, antiguos aliados, descontentos y así hasta llegar a los indiferentes y los tibios.

Los autores de esas respuestas no parecen haber reflexionado mucho acerca del fundamentalismo historicista que oponen al así llamado «fundamentalismo místico» que estaría implícito en la carta de Oscar del Barco. Abundan -y abultan- los dogmas de fe sociológicos: «la complejidad de las contingencias históricas», «el marco ideológico, político, social», «las lógicas concretas de la historia humana», «los procesos históricos concretos», y en alguna respuesta incluso se explica a la violencia humana como «una situación social de causa-efecto», rebajando de este modo a la ética al rango de perro de Pavlov. Pocas veces he leído justificaciones más jergosas del acto de matar, declamadas como si fueran hechos positivistas y no posibles supersticiones modernas, al igual que lo son las concepciones de historia y tiempo que parecen estar implícitas en las objeciones antepuestas a Oscar del Barco. Son, por repetidas, trivialidades sociológicas aprendidas en segundo año de humanidades o en manuales ideológicos, difícilmente en la confrontación con las «condiciones reales de existencia humana» pues en ellas esos conceptos repetidos como si fuesen verdades autoevidentes, y no demasiado distintas de las reveladas, deberían ser confrontados contra sí mismos, o bien ser aceptados como lo que son, mitos conceptuales que, en tanto justifican el asesinato, revelan su uso bestial. La guerra -el medio ambiente de la «acumulación de poder»- fanatiza y embrutece el alma, sin exceptuar el alma y la conciencia de los más esclarecidos. Ojalá que a los hombres del futuro todo esto les resulte poco menos que jeroglíficos, solo pertinentes para los académicos que se interesen por la historia de estas ideas, así como hoy ya hay quienes se ocupan de descifrar, analizar y disecar las siglas que las promovieron.

Por cierto, existe gente que disfruta de matar, así como hay otros que sólo gustan de mostrarse violentos, y en los momentos febriles de la historia ambos tipos de personajes suelen acoplarse a los procesos acelerados de cambio social, sin excluir las revoluciones. Son personas que, en el fondo, no necesitan manifestar que han ejecutado «trágicamente» a alguien en nombre de una idea o de la «historia». En cambio, en una respuesta a Oscar del Barco se dice que, para un revolucionario, la ejercitación de violencia fatal sobre otro supone la asunción de una «conciencia trágica». Presuponemos que se refiere a la tragedia del ejecutador, no a la del ejecutado. Pero, justamente, quien asume la condición trágica del acto de matar a otro no puede escudarse en los dioses, la historia, la familia o lo que sea: esa persona está absolutamente sola junto al acto cometido y no puede hacer conciencia de lo ocurrido más que desde sí mismo, bien para justificarse, bien para incomprender lo hecho, bien para realizar un acto de contrición. En cambio la muerte ajena provocada por motivos de fundamentalismo historicista sólo admite esta pequeña queja: «¡qué lástima que sea históricamente necesario hacer algo tan feo!». Es curiosa la ausencia total de la palabra asesinato en las refutaciones enviadas -abundante en cambio en la carta de Oscar del Barco- como si el exterminio de otro pudiera ser amortizado a título de equivocación funesta o de efecto no-querido de la lógica social. Pero las ejecuciones no son errores. Suelen estar precedidas de una larga premeditación.

En vista de la gravedad de estos temas, no es comprensible que algunos se lamenten por el lenguaje a que recurrió Oscar del Barco. En ese tono de furia santa está contenida la voz tronante de los viejos profetas revolucionarios, que solían llamar a las cosas por su nombre. A lo largo de la historia humana ya demasiada gente ha sido pasada a degüello, y no hay disculpa legítima para una redención de los sufrientes si se pretende, por anticipado , justificar unas cuantas muertes más. Porque nunca le llega el turno al último. Siempre hay uno más.

Lo saluda a usted,

Christian Ferrer


15 de abril de 2005 
Publicado en www.elinterpretador.net