Sr. Director:

En una línea casi inadvertida de su carta publicada por La intemperie del último diciembre, sobre el final, dice Oscar del Barco: «este no es un razonamiento». ¿Qué significa que no es un razonamiento? ¿Qué es, si no un razonamiento? Esta pregunta me parece central para saber ante qué estamos. Si de repente nos encontramos frente al mingitorio invertido y firmado en su base con el que en 1917 Marcel Duchamp dejó una de las marcas decisivas de la historia del arte, sería desacertado querer orinar en él, pues lo que ese objeto está diciendo es, precisamente, «esto no es un urinario». Tengo la impresión de que la carta de Oscar del Barco es como un urinario invertido en el que, por desconcierto, sólo se ve un lugar donde orinar.

«Este no es un razonamiento». A lo mejor, por eso mismo, se sustrae a las dinámicas más corrientes de la vida intelectual como el debate, la discusión y la crítica -que sin embargo, como es obvio por el último número de LI , ha tenido la virtud de promover. Según creo se trata de un texto que se presta más bien a un diálogo -como Luis Rodeiro, también yo entiendo que es la manera mejor, si no única, de aproximarse a ciertas cosas que sólo dejan decirse por el balbuceo y la media voz. Porque el pensamiento no admite ser reducido a la argumentación, ni a la comunicación, ni siquiera a la inteligencia, por eso mismo no siempre el debate es su mejor formato. En el sentido que confirma nuestra condición de hombres, el pensamiento no está exclusivamente reservado a los locuaces, ni a los inteligentes, ni a los expertos, ni a los intelectuales; pensar puede cualquiera . Propongo que prendamos un fuego para continuar la conversación en torno a él, como si se tratara de una escena arquetípica en la que un conjunto de seres humanos a la intemperie buscan desentrañar el sentido de las cosas y procuran construir una lucidez que ayude a enfrentar lo que consterna.

Desde hace treinta años, una minoría decisiva de argentinos no ha dejado de repetir: «aparición con vida».

Hace tres años y medio, una mayoría de argentinos se pronunció en la expresión: «que se vayan todos».

El año pasado, el mismo en el que el Estado argentino reconoció por primera vez haber sido terrorista -y esta coincidencia, o más bien esta oportunidad, no es insignificante-, Oscar del Barco arroja en una revista de izquierda, como si fuera una piedra en un estanque demasiado tranquilo, la frase «no matarás».

No se trata de forzar aproximaciones ni, por eso mismo, de salvar distancias. Pero se impone una primera evidencia: «aparición con vida», «que se vayan todos», «no matarás», no son razonamientos. Pero no por ello «reducen» (como erróneamente dice Hernán Tejerina en su carta) sino más bien expresan lo imposible, lo inexpresable y lo inaccesible para el léxico científico-social, la fraseología periodística o los debates. Por eso mismo se trata de sintagmas que no resisten la literalidad; quien los somete a ella simplemente no los pone a foco. En su imposibilidad, en su puro estado contrafáctico, en su simplicidad, «aparición con vida» y «no matarás» a mi modo de ver dicen lo mismo; no sólo no son enunciaciones reductivas sino que logran presentar lo impresentable, designar la decantación de un dolor común que de ninguna manera puede decirse si no así. Más aún, «no matarás» denota exactamente el significado último de todo lo que, en su fragilidad, desde hace ya varios decenios es protegido por los organismos de los derechos humanos en la Argentina y en el mundo.

Resulta curioso que el problema más importante planteado por la carta de Oscar del Barco, haya sido casi pasado por alto en los textos que le contestaron -me refiero al problema de la «responsabilidad»: abandonar la coartada de la Historia , asumir la primera persona y hablar en primera persona. La discusión se concentró casi exclusivamente en el mandamiento de no matar y su pertinencia o no. El núcleo -insisto: más allá de toda literalidad- al que apunta la expresión «no matarás», tal vez no es aprehensible empíricamente ni políticamente, ni, en efecto, se verifica en lo real -aunque sin embargo quizás ilumina los hechos, la política y la realidad en la que interviene. ¿Es por ello una posición «fundamentalista», «mística» o «histérica», como se repite con insistencia en algunas de las respuestas que obtuvo? ¿Ayuda en algo, en orden a la comprensión, esa adjudicación de términos? A mi modo de ver el interrogante correcto frente a esa carta es: ¿piensa o cierra? ¿Produce pensamiento -lo que no quiere decir acuerdo- o sólo tiene voluntad de efecto y expresa un interés privado? ¿Anula el deseo de igualdad y de libertad o es capaz de componerse positivamente con él? ¿Bloquea la comprensión o la enriquece agregándole una dimensión imprescindible de aquí en más?

Entiendo que no se trata -ni es el sentido de la carta de Oscar- de condenar anacrónicamente a quienes en los años setenta se vieron envueltos en la lógica de la violencia o creyeron que la vía armada era la mejor, sino de contribuir para que el relato actual que seamos capaces de forjar sobre todo ello no sucumba a la mentira, la deshonestidad, la autocomplacencia, el (auto) engaño o la simple ingenuidad. No creo que el Che haya sido un «asesino serial» -sí me parece que en tanto manera de entender la política y la acción política el guevarismo ha tenido efectos desastrosos, aún no adecuadamente revisados por la izquierda. Por muchas razones no comparto la «teoría de los dos demonios» -aunque tampoco la que presenta las cosas como si hubiera habido demonios de una parte y ángeles de la otra.

Habrá un momento, tal vez, en el que el urgente y necesario reclamo de justicia (o más bien de castigo, pues ¿qué podría significar hacer justicia?) ceda terreno a la posibilidad de pensar por fuera de esa urgencia. Probablemente lo único que puede producir ese momento liberador es, precisamente, el castigo. Y entonces, a lo mejor, seremos capaces de plantear interrogantes nuevos. ¿Es posible sustraerse a la guerra de las interpretaciones -que es potencialmente infinita, por más que como en cualquier guerra haya vencedores y vencidos? ¿Hay manera de salir de la guerra? De la respuesta a esta pregunta -que no es epistemológica, ni tampoco solamente teórica- depende la posibilidad de producir una comprensión más extensa y más intensa de las implicancias que reviste actuar con otros y contra otros -eso que llamamos política. Tal vez ese tránsito ha comenzado, muy lentamente, a tener lugar. Si no me equivoco, la carta de Oscar del Barco -con idependencia de si acordamos o no con ella- se orienta en esa dirección.

Otras cuestiones, tal vez indecidibles en lo profundo, son convocadas aquí ¿Es posible la transmisión en política? ¿Es posible la experiencia y una acumulación de la experiencia? ¿Afecta la voluntad de quienes repiten el anhelo de cambiar el mundo la palabra decantada y desencantada de los que la han malogrado -o la historia ha malogrado- y sólo disponen de su lucidez? Las respuestas no son obvias. Lo que se halla en juego es el problema del legado y su posibilidad. Ese legado, si es posible, deberá estar a la altura del deseo, la experiencia y la derrota de lo que tal vez haya sido la mayor y más extraordinaria voluntad de justicia vivida por la historia.

Quizás la expresión «no matarás» sea el legado paradójico de ese tesoro perdido.

Diego Tatián

Publicado en www.elinterpretador.net