10 de febrero, 1915

Manuel:

Tengo por el campo un cariño sincero, no el de la mayoría de los poetas, que no lo es tal. Tengo una ambición única que me ayuda a vivir. Alimento 10 años de servicios, casi para 11. Espero conseguir que me abonen 4 más. Jubilaría con la ½ o 1/3 de sueldo en 4 años más. Yo vivo con poco; no como lo más caro: las carnes; me visto pobremente. Procuraré tener de aquí a cuatro años un pedazo de tierra con árboles y me iré a vivir lejos de toda ciudad, con mi madre, si aún vive; si no, con mi hermana o con un niño que deseo criar.
Tengo un ansia muy grande de descanso. Quiero leer mucho, estar sin gente y sembrar y regar árboles. Es un deseo que se me hace a veces desesperación y quiero realizarlo más luego, más. La enseñanza es mecánica y es amarga. Yo que he trabajado desde los 15 años me he fatigado demasiado pronto. Esta conquista del pan ha sido para mí –antes- demasiado dura y estas cosas me han arruinado energías, alegrías, esperanzas, que hoy no puedo resucitar.
Debieran tener los hombres, Manuel, un criterio distinto para apreciar cada esfuerzo y para juzgar cada acto de los que nos hemos peleado cara a cara con la miseria para que la miseria no nos entierre en el lodo. Si con un criterio así me juzgaran, Manuel, podrían perdonarme el que hoy se haga en mí un eclipse moral y tira al suelo mi fardo y diga vigorosamente que quiero tener un paréntesis de amor y de dicha, que me lo merezco, que de los rosales del camino esta vez quiero cortar una rosa, una siquiera, para seguir después la jornada aspirándola y cantándola. Todo esto me ha venido a flor de labios y por una carta que junto con la suya recibí de mi mamá.
He aquí que me detuve en el camino a beber y que mis ojos se enamoraron de la fuente más pura, bordeada de helechos más finos, la que daba su canción más dulce, la que prometía más frescura a los labios resecos. Esta fuente era ajena; pero quería dar su cristal.
¿Cómo dejarla después de oír su clamor; ¡”Bébeme”! y después de haberla visto tan serena y tan honda? Los hombres que acusen y que lapiden; Dios quizás perdone por la heridas que daban a la viajera la fiebre que la llevó a beber; por la plenitud de la fuente, que se hacía dolorosa; porque aquella fuente quería ser aliviada de su exceso de frescura, de linfa azul.
Manuel, ¿me acusa usted? Yo no lo acusaré nunca. Abracémonos renegando del error fatal de la vida, pero amándonos mucho, porque este dolor de ser culpable sólo puede ahogarse con mucho, con mucho amor.

Lucila.

Publicada en Gabriela Mistral, Cartas de amor y desamor, Santiago de Chile, editorial Andrés Bello, 1999. Selección y recopilación de Sergio Fernández Larraín.


0 comentarios

Deja una respuesta

Marcador de posición del avatar

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *