Hacienda de Figueroa, en San Antonio de Areco, 20 de diciembre de 1834

Mi querido compañero señor don Juan Facundo Quiroga:

Considerando excusado extenderme sobre algunos otros puntos, porque según el relato que me hizo el señor gobernador, ellos están bien explicados en las instrucciones, pasaré al de la Constitución.

Me parece que al buscar usted la paz y orden, desgraciadamente alterados, el argumento más fuerte y la razón más poderosa que debe usted manifestar a esos señores gobernadores y demás personas influyentes en las oportunidades que se le presenten, es el paso retrógrado que ha dado la nación, alejando tristemente el suspirado día de la grande obra de la Constitución Nacional. ¿Ni que otra cosa importa el estado en que hoy se encuentra toda la república? Usted y yo deferimos a que los pueblos se ocupasen de sus Constituciones particulares, para que después de promulgadas, entrásemos a trabajar los cimientos de la gran Carta nacional. En este sentido ejercitamos nuestro patriotismo e influencia, no porque nos asistiese un positivo convencimiento de haber llegado la verdadera ocasión, sino porque, estando en paz la república, y habiéndose generalizado la necesidad de la Constitución , creíamos que debíamos proceder como lo hicimos para evitar mayores males. Los resultados lo dicen elocuentemente los hechos, los escándalos que se han sucedido, y el estado verdaderamente peligroso en que hoy se encuentra la república, cuyo cuadro lúgubre nos aleja toda esperanza de remedio.

Y después de todo esto, de lo que enseña y aconseja la experiencia, tocándose hasta con la luz de la evidencia, ¿habrá quien crea que el remedio es precipitar la constitución del Estado? Permítame usted hacer algunas observaciones a este respecto, pues aunque hemos estado acordes siempre en tan elevado asunto, quiero depositar en su poder, con sobrada anticipación, por lo que pueda servir, una pequeña parte de lo mucho que me ocurre, y que hay que decir.

Nadie, pues, más que usted y yo podrá estar persuadido de la necesidad de la organización de un Gobierno general, y que es el único medio de darle ser y respetabilidad a nuestra república. Pero, ¿quién duda que éste debe ser el resultado feliz de todos los medios proporcionados a su asecución ? ¿Quién aspira a un término marchando en contraria dirección? ¿Quién para formar un todo ordenado y compacto, no arregla y solicita, primeramente, bajo una forma regular y permanente, las partes que deben componerlo? ¿Quién forma un ejército ordenado con grupos de hombres sin jefes, sin oficiales, sin disciplina, sin subordinación, y que no cesan un momento de acecharse y combatiese contra sí, envolviendo a los demás en sus desórdenes? ¿Quién forma un ser viviente y robusto, con miembros muertos, o dilacerados, y enfermos de la más corruptora gangrena, siendo así que la vida y robustez de este nuevo ser en complejo, no puede ser sino la que reciba de los propios miembros de que se haya de componer? Obsérvese que una muy cara y dolorosa experiencia nos ha hecho ver prácticamente ser de absoluta necesidad entre nosotros el sistema federal, porque, entre otras razones de poder, carecemos totalmente de elementos para un Gobierno de unidad. Obsérvese que, al haber predominado en el país una facción que se hacía sorda al grito de esta necesidad, ha destruido los medios y recursos que teníamos para proveer a ella, porque ha irritado los ánimos, descarriado las opiniones, puesto en cheque los intereses particulares y propagando la inmoralidad y la intriga, ha fraccionado en bandos de tal modo la sociedad, que no ha dejado casi reliquias de ningún vínculo, extendiéndose su furor a romper hasta el más sagrado de todos, y el único que podría servir para restablecer los demás: el de la religión; y que en este lastimoso estado es preciso crearlo todo de nuevo, trabajando, primero, en pequeño y por fracciones, para entablar después un sistema general que lo abrace todo. Obsérvese que una república federativa es lo más quimérico y desastroso que pueda imaginarse, toda vez que no se componga de Estados bien organizados en sí mismos; porque, conservando cada uno su soberanía e independencia, la fuerza del poder general, con respecto al interior de la república, es casi ninguna, y su principal y casi toda su investidura es de pura representación para llevar la voz a nombre de todos los Estados confederados en sus relaciones con las naciones extranjeras. De consiguiente, si dentro de cada Estado en particular no hay elementos de Poder para mantener el orden respectivo, la creación de un Gobierno general representativo no sirve más que para poner en agitación a toda la república a cada desorden parcial que suceda, y hacer que el incendio de cualquier Estado se derrame por todos los demás. Así es que la República de Norte América no ha admitido en la Confederación los nuevos pueblos y provincias que se han formado después de su independencia, sino cuando se han puesto en estado de regirse por sí solos, y entretanto los ha mantenido sin representación en clase de Estados, considerándolos como adyacencias de la república.

Después de esto, en el estado de agitación en que están los pueblos, contaminados todos de unitarios, de logistas, de aspirantes, de agentes secretos de otras naciones, y de las grandes logias que tienen en conmoción a toda la Europa , ¿qué esperanza puede haber de tranquilidad y calma al celebrar los pactos de la Federación , primer paso que debe dar el Congreso federativo? En el estado de pobreza en que las agitaciones políticas han puesto a todos los pueblos, ¿quiénes, ni con qué fondos podrán en las circunstancias costear la permanencia de ese Congreso y de la administración general? Fuera de que en la actualidad apenas se encuentran hombres para el Gobierno particular de cada provincia: ¿de dónde se sacarán los que hayan de dirigir la república? ¿Habremos de entregar la administración general a ignorantes, ambiciosos, a unitarios y a toda clase de bichos?, ¿No vimos que la constelación de sabios no encontró más hombres para el Gobierno general que a don Bernardino Rivadavia, y que éste no pudo organizar su ministerio sino quitándole el cura a la Catedral , y haciendo venir de San Juan al doctor Lingotes (Se refiere al doctor Salvador María del Carril) para el Ministerio de Hacienda, que entendía de este ramo lo mismo que un ciego de nacimiento entiende de astronomía? Finalmente, a vista del lastimoso cuadro que presenta la república, ¿cuál de los héroes de la Federación se atreverá a encargarse del Gobierno general? ¿Cuál de ellos podrá hacerse de un cuerpo de representantes y de ministros federales todos, de quienes se prometa las luces y cooperación necesaria para presentarse con la debida dignidad, salir airoso del puesto, y no perder en él todo su crédito y reputación? Hay tanto que decir sobre este punto, que para sólo lo principal y más importante sería necesario un tomo que apenas se podría escribir en un mes.

El Congreso general debe ser convencional, y no deliberante; debe ser para estipular las bases de la unión federal, y no para resolverlas por votación. Debe ser compuesto de diputados pagados por sus respectivos pueblos, sin esperanza de que uno supla el dinero a otros, porque esto que Buenos Aires pudo hacer en algún tiempo, le es en el día absolutamente imposible. Antes de hacerse la reunión debe acordarse entre los Gobiernos, por unánime avenimiento, el lugar donde ha de ser, la formación del fondo común que haya de sufragar a los gastos que son cuantiosos, y mucho más de lo que se cree generalmente. En orden a las circunstancias del lugar de la reunión, debe tenerse cuidado que ofrezca garantías de seguridad y respeto a los diputados, cualquiera que sea su modo de pensar y discutir: que sea sano, hospitalario y cómodo, porque los diputados necesitan largo tiempo para expedirse. Todo esto es tan necesario cuanto que de lo contrario, muchos sujetos de los que, sería preciso que fuesen al Congreso, se excusarían, o haciendo su renuncia después, quedaría reducido a un conjunto de imbéciles, sin talentos, sin saber, sin juicio y sin práctica en los negocios de Estado. Si se preguntase dónde está hoy ese lugar, diré que no sé; y si alguno contestase que en Buenos Aires, yo diría que tal elección sería el anuncio cierto del desenlace más desgraciado y funesto a esta ciudad y a toda la república. El tiempo, el tiempo sólo, a la sombra de la paz y de la tranquilidad de los pueblos, es el que puede proporcionarlo. Los diputados deben ser federales a prueba, hombres de respeto, moderados, circunspectos y de mucha prudencia y saber en los ramos de la administración pública; que conozcan bien a fondo el estado y circunstancias de nuestro país, considerándolo en su posición interior bajo todos aspectos, y en la relativa a los demás Estados vecinos y a los de Europa, con quienes está en comercio; porque hay grandes intereses, y muy complicados que tratar y conciliar, y a la hora que vayan algunos diputados sin estas calidades, todo se volverá un desorden, como ha sucedido siempre en nuestros anteriores Congresos, concluyendo sus funciones con disolverse, llevando algunos de sus diputados por todas partes el chisme, la mentira, la patraña, y dejando envuelto el país en un maremágnum de calamidades de que jamás pueda repararse.

Lo primero que debe tratarse en el Congreso, no es, como algunos creen, de la erección del Gobierno general, ni del nombramiento de jefe supremo de la república. Esto es lo último de todo. Lo primero es dónde ha de continuar sus sesiones el Congreso, si allí donde está, o en otra parte. Lo segundo es la Constitución general, principiando por la organización que habrá de tener el Gobierno general, que explicará de cuántas personas se ha de componer, ya en clase de jefe supremo, ya en clase de ministros, y cuáles han de ser sus atribuciones, dejando salva la soberanía e independencia de cada uno de los Estados federados; cómo se ha de hacer la elección, y qué calidades han de concurrir en los elegibles; en dónde ha de residir este Gobierno Y qué fuerza de mar y tierra permanente en tiempo de paz es la que ha de tener, para el orden, seguridad y respetabilidad de la república.

El punto sobre el lugar de la residencia del Gobierno suele ser de mucha gravedad y trascendencia, por los celos y emulaciones que esto excita en los demás pueblos, y la complicación de funciones que sobrevienen en la corte o capital de la república, con las autoridades del Estado particular a que ella corresponde. Son estos inconvenientes de tanta gravedad, que obligaron a los norteamericanos a fundar la ciudad de Wáshington, hoy capital de aquella república, que no pertenece a ninguno de los Estados confederados.

Después de convenida la organización que ha de tener el Gobierno, sus atribuciones, residencia y modo de erigirlo, debe tratarse de crear un fondo nacional permanente, que sufrague a todos los gastos generales, ordinarios y extraordinarios. A la formación de este fondo, lo mismo que con el contingente de tropa para la organización del, Ejército Nacional, debe contribuir cada Estado en proporción, cuando ellos de común acuerdo no toman otro arbitrio que crean más adaptable a sus circunstancias, pues en orden a esto no hay regla fija y todo depende de los convenios que hagan cuando no crean conveniente seguir la regla general que arranca del número proporcionado de población.

Al ventilar estos puntos, deben formar parte de ellos los negocios del Banco Nacional y de nuestro papel moneda, que todo él forma una parte de la deuda nacional a favor de Buenos Aires; deben entrar en cuenta nuestros fondos públicos y la deuda de Inglaterra, lo invertido en la guerra nacional con el Brasil; deben entrar los millones gastados en pagar la deuda reconocida que había hasta el año de 1824, procedente de la guerra de la Independencia , y todos los demás gastos que ha hecho esta provincia con cargo de reintegro en varias ocasiones, como ha sucedido para la conservación de varios Congresos generales.

Después de establecidos estos puntos y el modo como pueda cada Estado federado crearse sus rentas particulares sin perjudicar los intereses generales de la república, después de todo esto, es cuando recién se procederá al nombramiento del jefe de la república y erección del Gobierno general. Y ¿puede nadie concebir que en el estado triste y lamentable en que se halla nuestro país, pueda allanarse tanta dificultad, ni llegarse al fin de una empresa tan grande, tan ardua, y que en tiempos los más tranquilos y felices, contando con los hombres de más capacidad, prudencia y patriotismo, apenas podría realizarse en dos años del más asiduo trabajo? ¿Puede nadie que sepa lo que es el sistema federativo, persuadirse que la creación de un Gobierno general bajo esta forma, atajará las disensiones domésticas de los pueblos? Esta persuasión, o triste creencia, en algunos hombres de buena fe, es la que da ansia a otros pérfidos y alevosos que no la tienen, o que están alborotando los pueblos con el grito de Constitución, para que jamás haya paz ni tranquilidad, porque en el desorden es en lo que únicamente encuentran su modo de vivir. El Gobierno general, en una república federativa, no une los pueblos federados, los representa unidos.

No es para unirlos, es para representarlos en unión ante las demás naciones. No se ocupa de lo que pasa interiormente en ninguno de los Estados, ni decide las contiendas que se suscitan entre sí. En el primer caso sólo entienden las autoridades particulares del Estado, y en el segundo la misma Constitución tiene provisto el modo como se ha de formar el tribunal que deba decidir. En una palabra, la unión y tranquilidad crea el Gobierno general; la desunión la destruye; él es la consecuencia, el efecto de la unión, no la causa; y si es sensible su falta, es muelle mayor su caída, porque nunca sucede esto sino convirtiéndose en escombros toda la república. No habiendo, pues, hasta ahora entre nosotros, como no hay, unión y tranquilidad, menos mal es que no exista, que sufrir los estragos de su disolución. ¿No vemos todas las dificultades invencibles que toca cada provincia en particular para darse su Constitución? Y si no es posible vencer estas solas dificultades, ¿será posible vencer no sólo éstas sino las que presenta la discordia de unas provincias con otras; discordia que se mantiene como acallada y dormida, mientras cada una se ocupa de sí sola, pero que aparece al instante como una tormenta general que resuena por todas partes con rayos y centellas desde que se llama a Congreso general?

Es necesario que ciertos hombres se convenzan del error en que viven, porque si logran llevarlo a efecto, envolverán la república en la más espantosa catástrofe, y yo desde ahora pienso que si no queremos menoscabar nuestra reputación, ni mancillar nuestras glorias, no debemos prestarnos, por ninguna razón, a tal delirio, hasta que, dejando de serlo, por haber llegado la verdadera oportunidad, veamos indudablemente que los resultados han de ser la felicidad de la nación. Si no pudiésemos evitar que lo pongan en planta, dejemos que ellos lo hagan enhorabuena, pero procurando hacer ver al público que no tenemos la menor parte en tamaños disparates y que si no lo impedimos es porque no nos es posible. La máxima de que es preciso ponerse a la cabeza de los pueblos cuando no se les pueda hacer variar de resolución, es muy cierta; mas es para dirigirlo en su marcha, cuando es a buen rumbo, sin violencia y por un convencimiento práctico de la imposibilidad de llegar al punto de sus deseos. En esta parte llenamos nuestro deber; pero los sucesos posteriores han mostrado a clara luz que entre nosotros no hay otro arbitrio que el dar tiempo a que se destruyan en los pueblos los elementos de discordia, promoviendo cada Gobierno por sí el espíritu de paz y de tranquilidad.

Cuando éste se haga visible por todas partes, entonces los cimientos empezarán por valernos de misiones pacíficas y amistosas, por medio de las cuales, sin bulla ni alboroto, se negociará amigablemente entre los Gobiernos, hoy esta base, mañana la otra, hasta colocar las cosas en tal estado que cuando se forme el Congreso lo encuentre hecho casi todo y no tenga más que marchar llanamente por el camino que ya los mismos pueblos de la república le hayan designado. Esto es lento a la verdad, pero es preciso que así sea, y es lo único que creo posible entre nosotros, después de haberle destruido todo, y tener que formarnos del seno mismo de la nada.

Adiós, compañero. El cielo dé a usted salud, acierto y felicidad en el desempeño de su comisión, y a los dos, y demás amigos, iguales goces para defendernos y salvar a nuestros compatriotas de los peligros que los amenazan.

Juan Manuel de Rosas

Publicado en Silva, Carlos Alberto (1937): El Poder Legislativo de la Nación Argentina, tomo I, páginas 308 a 312, Cámara de Diputados de la Nación , Buenos Aires.


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