Noviembre 6 – 1959.
Elba:
Me apresuro a escribirte (y ten en cuenta que son casi las dos de la madrugada) porque luego de leer tu carta, colijo que estás un tantito disgustada conmigo.
Perdóname si en mi carta anterior te he ofendido -cosa que no tuve ni la intención-, porque me parece recordar ahora que tienes razón, que en alguno de sus párrafos he agusado un poco la ironía y que hasta he sido cruel, sahiriendo ideas que constituyen tu acervo afectivo e intelectual. Ultimamente, y tal vez porque en cierta manera he vuelto a ganar la calle, he recuperado mi infatigable don de pelear, de inclinar a la gente en la búsqueda de las verdades que esconden, y consecuentemente de reirme (sin derecho, claro) de quienes profesan el repetido culto de las formas, sean estas manifestables de piel adentro o de piel afuera.
A nadie he confesado estas cosas (que ya ves, representan un serio defecto), y tal vez tampoco te lo hubiera hecho a tí, de no mediar este pequeño conflicto que se ha suscitado y en virtud del cual me dices que acabé defraudándote.
En principio, voy a hacerte una aclaración. No recuerdo exactamente los términos que he empleado, pero respecto de las “provincianas” quizá me he referido erróneamente. No es que crea en la inferioridad de las mujeres del interior, ni que éstas sean incapaces de sentir la vida como lo hacen las de la capital, ni que su sensibilidad ofrezca rasgos de notoria diferencia. Yo he viajado bastante por las provincias y sé bien que las diferencias son más bien “de aspecto”. Personalmente, tú ya lo sabes, me identifico mejor con la muchacha de tierra adentro que con la muy sofisticada de Corrientes y Esmeralda. En suma, no he querido rebajar a las provincianas, sino decir lo siguiente: que el medio ambiente las torna hurañas, falsamente concentradas, asidas a viejas fórmulas, a caducos y viejos regímenes morales. No es que ellas sean asi, como tampoco la mujer de la ciudad es tan sofisticada cuando está en su casa, a solas.
Esto lo digo sin ánimos de ganar tu voluntad, puesto que te reconozco el derecho de preservar tus creencias, incluso más allá del razonamiento y de la lógica.
Nuestro temita “Los tramposos” traería inevitablemente semejante lio. Yo creo no haberme referido en especial a la circunstancia que vive la protagonista cuando dije que no me extrañaba que una mujer variara de amantes. Y no me extrañaba por esta sencilla razón: porque a mí me gusta variar de mujeres. Y partiendo de esa premisa (y aceptando que las mujeres también son seres humanos), no veo razón por la cual deban ellas someterse a una traba a la que se debe renegar por gravitación de su propia naturaleza.
Si, claro… Tú me dirás: Y el amor? Y entonces a partir de aquí yo podría escribirte cuarenta páginas tratando de explicarte -y explicarme- qué es en definitiva el amor. Las definiciones están siempre condicionadas a los estados de ánimo por los que uno atraviesa. Yo podría decirte que es el noventa por ciento de ganas de acostarse con una persona del otro sexo, y el diez por ciento de comprensión, tolerencia y afinidades varias. Pero de esto no estoy bien seguro tampoco. (He leído Tratado de Amor, de José Ingenieros, y con todo de ser una obra magnífica, terminé pensando que Ingenieros tampoco sabe bien qué es el amor.)
Me dices que soy la mar de impertinente. Bueno, la verdad es que eres una chica bien educada. Otra en tu lugar me hubiera mandado a pasear.
Pero lo que yo pretendo es ésto: poner las cosas en su justo término. (No me interrumpas…) Sé que las personas que sienten por mí algún aprecio – mi madre, tú, algunos parientes, algunos amigos- tienden generalmente a magnificar cualidades que me son ajenas, creyendo (sanamente, si, pero equivocadas) que con ello se pagan a sí mismos la cuota que mi “admiración” les exige. Y más de una vez he pasado momentos violentos ante personas que ansiaban ponerme bajo el microscopio, como si fuese un bicho extraño o un diamante en bruto.
Convéncete que soy como tú y como tus amigas y como tu hermano y hasta como tus alumnos. Si me acuerdo, en la próxima te contaré cómo transcurro el día y trataré de prescindir solo de lo superfluo. No es que pretenda rebajarme gratuitamente; sé que no encajo dentro de la vulgaridad que me rodea, pero creo que vulgaridad no es “normalidad”. Y yo pretendo eso: ser un tipo normal, más o menos equilibrado, más o menos pensante.
Dejo para la próxima, para la que espero ya tener noticias concretas, las informaciones de carácter literario que tú -a pesar de todo- tienes la amabilidad de requerirme.
No vi “Almas en subasta”. Vi “Ascensor para el cadalso” e “Intriga internacional” (de Hitchcock, mala). Fueron las últimas. La próxima será una polaca: “Eva quiere dormir”.
En el último párrafo de tu carta pones: “Las demás virtudes que creo que tienes las rumio yo sola y antes podía haberlas comentado con Emilse (ahora no).” No sé si preguntarte, porque sería entrometerme (pero tú me seduciste), qué significa ese “ahora no”.
Estimada Elba, será hasta pronto.
Norberto
Olvidaste decirme si llegaron las revistas que compré.