Julio 7- 1959
Elba:
Realmente, es apasionante el tema de la educación del niño. No solo por lo que significa “educar” a alguien, sino por la ulterior responsabilidad que ello entraña.
Estimo que la cuestión es tan fundamental como más de cuatro maestritas (de éstas que se recibieron porque la mamá les dijo “o estudian o aprenden a cocinar”) pueden siquiera imaginarlo.
Ser maestro es aceptar ejercer la paternidad intelectual del alumno. Y las paternidades me aterran por el enorme voltaje de responsabilidad que encierran. 
Decía vez pasada que nuestra enseñanza está plagada de vicios inherentes al conocimiento global, a ese enciclopedismo -como tú dices- por cuyo conducto no se va sino a la confusión y a ese desorden de ideas -vagas todas, rudimentarias y mal asimiladas- que acaba poseyendo al estudiante secundario. De ésto hablábamos el sábado con un amigo. (Y yo recordaba lo que nosotros veníamos diciendo).
Nos reíamos recordando los años de escuela, por lo mucho que en ella nos hemos divertido y reconociendo lo poco que al fin hemos sabido aprendiendo. Lo poco útil, sobre todo. 
Nos acordábamos de las clases de inglés. Es ridículo y vergonzante que en 6° año y luego de otros cinco de venir aprendiendo el idioma, supiéramos tan extremadamente poco. Y pensábamos que en el nacional, en el mismo período, “enseñan”, además francés e italiano. 
Recordábamos las clases de historia antigua. Grecia y Roma ¿Para qué sirve eso? ¿No es una pena desperdiciar dos o tres clases semanales en hablar de Ramsés II o de Las Termópilas? 
Con este muchacho, al fin de cuentas llegamos a un acuerdo demasiado evolucionado para la mojigata mentalidad de nuestros ministros de educación. Pensamos que en lugar de enseñar tantas pavadas, sería mejor que enseñaran a jugar al ajedrez. ¿Suena ridículo, no? Y bien; honestamente, creo en la utilidad del ajedrez como elemento del desarrollo intelectivo. Creo en él más que en la geometría del espacio. Y no es cosa mía. En Rusia opinan lo mismo y el ajedrez es juego de enseñanza obligatoria. 
Con este muchacho nos pasamos las horas jugándolo. El sábado empezamos a las 9 de la noche y dejamos el domingo a las 6 de la mañana. ¡Cosa de locos! (De este amigo creo haberte hablado: es Ernesto, el único casado de mis amigos, gran aficionado a este juego- ciencia y un jugador de bastantes méritos. 
Tienes razón al decir que deben reajustarse los cuadros del personal docente. Más que nada, debe dignificarse el concepto “maestros”. Está muy manoseado y es demasiado accesible. Además, las maestras corren el grave riesgo de “hacerse al oficio”, y para lo que un carpintero sería una ventaja, para ellas es un defecto. Un defecto que perjudicará a quienes no tienen culpa alguna. En rigor, los únicos culpables son los que permiten a las “maestras del oficio” ejercer su función. Y digo “maestras” como puedo decir “maestros”. Pero uno está más cerca de la palabra “maestra”.
A propósito de educación, he ido a ver la película “Los tramposos”, una auténtica lección de cine social, de cine al servicio de una causa moral de viva actualidad.
La vez que la veas me gustará polemizar contigo acerca de algunas secuencias en las que presumo defenderemos puntos de vista distintos. 
La película es de Marcél Carné y protagonizada por Pascale Petit y un tal Jacques Charrier, esposo n°2 de B.B., según he leído. Cinematográficamente cuenta con dos o tres liderazgos, pero el valor fundamental del film reside en lo que significa como documento y como denuncia. Una película de avanzada, sin concesiones baratas. Tenían que ser los franceses…!
El miercoles 1° he vuelto a la Caja. Había concurrido días antes a firmar un acta y luego me llamaron para tomar servicio. 
El ambiente reinante es de resentimiento y represión. A mí me cambiaron de oficina y me mandaron a la peor de todas: cuentas de ahorro, quinto piso. Es difícil reorganizar el sistema gremial, ya que hemos quedado muy pocos -las filas han sido barridas- y las relaciones entre jerarcas y empleados  son abiertamente beligerantes.
En el personal, los “carneros” y los huelguistas se valían tanto como Montescos y Capuletos (ver Shakespeare). Y mientras tanto los mártires -1100 cesantes- aguardan que San Alsogaray diga: “Sea!”, como César.
A mí no me cesantearon en virtud de las muy buenas calificaciones que merecí el año pasado y el primer trimestre de 1959. Pero unos mejores compañeros aún no han sido reincorporados. 
A decir verdad, este asuntito de Epifanio y Dorotea no me parece un tema que esté a la altura de nuestra relación. No quiero caer en la vulgaridad -tú tampoco, estoy seguro- de andar imaginándonos posiciones más o menos rebuscadas, que acaso no adoptaremos, puesto que somos serios para jugar a la frivolidad. Serios y grandes. 
Quiero aclarar, si, que todo cuanto llevo dicho al respecto, está dicho en broma. Incluso la cuestión de las cartas, cosa que dije remedando a esos novios que llegado el momento de la ruptura, se restituyen todos sus efectos, incluso la foto y el clavel aplastado que generalmente se guarda entre las páginas de las Ruinas de Bécquer (o en el Libro de doña Petrona, da lo mismo).
Lo del enojo… bueno, lo debo haber puesto porque me encantan las chicas enojadas. Pero enojadas conmigo. Y furiosamente. ¿Y sabes por qué? Porque soy bastante hábil para “des enojarlas” y porque luego sobreviene la reconciliación. Las reconciliaciones son algo maravilloso. Y vuelvo a lamentar estos 350 kilómetros que se interponen entre tus ganas de pegarme y “mi otra mejilla”. (ver Biblia).
Escribí al señor Dhers. (Había recibido carta suya).
Hoy salió en Estampa “Estos padres!”
Mi padre anda un poco mejor. ¿Cómo anda el tuyo?
Es inevitable que con la G y la J me haga unos líos tremendos. Por ahí escribí “mojigata”. En realidad no sé si es así o “mogigata”. Me suena más con J. 
¿No querrías darme unas clases de ortografía a domicilio? Estipule condiciones. 
Con todo cariño.
Norberto.