Lunes a las cuatro

Mi amor querido, mi dulce amor, sigo en cama. Acabo de tener un sueño maravilloso, uno de esos sueños diurnos donde las emociones físicas te dejan al despertarte toda la parte correspondiente al deseo… y el deseo que arrastras después, ya despierto, se parece tanto al placer del sueño. Estaba tumbado en una cama al lado de un hombre que no puedo identificar con seguridad, pero un hombre sumiso, soñador desde siempre y para siempre y silencioso. Le doy la espalda. Y tú vienes a tumbarte cuan larga eres pegada a mí, me besas los labios dulcemente, muy dulcemente y yo te acaricio bajo el vestido los senos, fluidos, tan vivos. Y tu mano pasa, muy despacio, por encima mío, busca al otro personaje y se aposenta en su sexo. Lo veo en tus ojos, que se turban lentamente, cada vez más. Y tu beso se hace más cálido, más húmedo, y tus ojos se abren más y más. La vida del otro pasa a ti y al poco rato es como si masturbaras a un muerto. Me despierto, ligeramente ebrio, incapaz de renunciar al placer.

Confieso que el regreso a Arosa no me parece triste, que de hecho no es un regreso a Arosa sino un regreso a ti, por consiguiente a mi amor. Por consiguiente, sólo una cosa deseo: verte, tocarte, besarte, hablarte, admirarte, acariciarte, adorarte, mirarte, te amo, te amo sólo a ti, la más bella y en todas las mujeres sólo a ti te encuentro: toda la Mujer, todo mi amor tan grande, tan simple.

Estoy mejor. Esta mañana ha venido Philippon, dice que hay que ser prudente, pero que no tengo nada en el pecho. Me ha dado para la nariz, que me molestaba mucho, una pomada de cocaína que me ha calmado inmediatamente.

He pensado muchas veces en mandarte libros, pero no los he encontrado hasta hace tres días. Y los leo antes de llevármelos, por prudencia. Tendrás al menos tres, de los que dos te gustarán, seguro que te encantarán.

En todas las cartas te digo que los vestidos están bien y estarás esperando el oro y el moro. No te hagas demasiadas ilusiones. Tengo, por el contrario, la impresión de que será apenas lo justo. En fin, con tal de que mi bienamada haga el amor bien desnuda… ¡y también bien vestida!

Recibí vuestro telegrama antes del sueño descrito al dorso. «Besos», decía. Eso fue lo que me inquietó tanto. Y también unos recuerdos reavivados, ya te contaré en Arosa. Pero sufro terriblemente de tu ausencia. Tengo una voluntad cada vez más fuerte de mejorar. Me sentí muy halagado por las alabanzas de una pequeña berlinesa muy bonita que me encontré en casa de Crevel (la conocimos en Berlín; quería vender dos pequeños Rousseau. Su marido era un joven pederasta [bastante] guapo, a ti te pareció hasta «muy apuesto»): que soy «grande y apuesto, con la cintura estrecha y los hombros anchos». ¡Que conserve sus ilusiones! ¡Quitárselas me parecería un sacrilegio!! ¡Ji! , ji! Te mando más fotos de tu Jouk que «también» se comporta muy «amablemente» conmigo, se sube a la cama. Le hablo de ti. Mueve el rabo, me apoya el morro en la mano.

Saldré sin falta el viernes por la noche. Deberíais salir de Magadino el sábado por la mañana, temprano, para llegar a Arosa por la noche, a menos que prefiráis quedaros el domingo en Magadino por razones [sic]. Os aseguro que no haré ningún reproche. En ese caso lo arreglaré todo en Arosa para recibiros dignamente. Mi deseo de veros no disminuirá por ello.

En cualquier caso, lo cierto es que vuestra imagen no se separa de mí un instante, que os amo en todo: en todo, también en toda carne, en todo amor. Soy vuestro marido para siempre,

Paul

Os mando un dibujito que me gusta mucho. Para enmarcar. Y mis fotos. También me van a reembolsar un exceso de impuestos que pagó mi padre: 4 ó 5 000 frs. Voy a dormirme otra vez. Soñar con GALA. Os llevaré un poema para vos.

Publicado en Cartas a Gala, Madrid, editorial Tusquets, 2004