Buenos Aires, agosto de 1925.

Mis queridos amigos:

Tengo motivos para suponer que esta carta los va a sorprender grandemente. Desde ya les pido que no rasguen Uds. sus ropas como los deudos del Antiguo Testamento, ni que «tiren contra el suelo» el gorro, exclamando en buen porteño: ¡Per la Madonna! Tampoco desearía que se entregaran a una desmedida alegría de jazz-band afro-americano, pataleando sobre mi resolución. 
Ahí va el tiro: 
Renuncio a Proa. 
¡Sí! 
Renuncio a Proa, de proa a popa, con todo mi individuo puesto de acuerdo. Esto me ha venido desde hace un tiempo, tan irremediablemente, que hoy estoy lleno hasta la pluma, por la cual me desinflo hacia Uds. Me voy cuerpo y bienes con la música a ninguna parte y no habrá quien me tape la boca para impedirme callar. 
«El llanto, la alegría, son de hombre a hombre, no de hombre a desierto. ¡Y cuántas horas ante la tierra muda!», ha dicho Ricardo Güiraldes en uno de sus hermosos Poemas Solitarios y yo tomo por mía esta declaración porque siento que la hubiera podido escribir y porque cuadra a mi vuelta al silencio al cual ya estaba tan poco acostumbrado. 
Yo no sé si Uds. dudarán de mis malas intenciones, al mandarles esta renuncia, pero desearía no dudaran. Abrigo la secreta intención de que Proa se «vaya al bombo» con tanto denuedo como le sea posible, dado que sabe la salvación de todos sus tripulantes a quienes sobra la pequeña embarcación de su personalidad para proseguir navegando victoriosamente: «Mi barco es pequeño pero viajo en mi barco». 
¿Quieren que les explique por qué entré en la dirección de Proa? 
¿No? 
Entonces les explico. 
Hasta el año pasado he existido salvo inevitables amistades que quiero, completamente solo como escritor y estaba ya acostumbrado a esa soledad, vertiéndola en poemas, (¿recuerdan el caballo que murió cuando se estaba acostumbrando no comer?) cuando Oliverio me habló de una juventud literaria. 
¿Juventud en este país Joven? Indignado, le dije que no fuera tan imbécil como para tomarme a mí por otro. Me tiró por la cabeza un libro que traía en la mano. Su Fervor de Buenos Aires Jorge Luis, me convenció de entrada. 
Conocí el «frente único», las discusiones en el Rlchmond, los desplantes de unos, la modestia de otros, Martín Fierro, los epitafios que no invitan a morir porque morir era como retirarse imprudentemente de una reunión de solteronas. 
Se iniciaba Sergio (Chicho). Raúl y Enrique González Tuñón tenían la cabeza llena de libros inéditos. Tallon ya prometía buenas por medio de su Garganta del Sapo. Evar evangelizaba a los jóvenes y les preparaba una «historia de los que todavía no son escritores»; Paco Luis llegaba de España muy castizamente, Oliverio gesticulaba membretes… irrumpían también los muchachos de Boedo apocalípticos, vomitadores de insultos gordos, de los cuales tal vez alguno surja fuertemente un día. 
Los escritores jóvenes se daban el brazo y se felicitaban por sus ensayos, poemas o simplemente proyectos. 
¿Posible? ¿Podrían existir escritores en este país, que no fueran cada uno un genio hirsuto y una anticipación de estatua? 
No pensé más que en mi entusiasmo, y cuando inesperadamente el petiso Brandán Caraífa me propuso la fundación de una revista, que todavía no se llamaba Proa, en compañía de él, Rojas Paz y Jorge Luis, respondí: SI, con un calderón en la S. 
Después pensé: 
En seguida me reproché el haberme metido en una revista de la cual ignoraba hasta el nombre. ¡Qué inconciencia! ¡A la edad en que aquí todo el mundo cuida las pequeñas inflaciones de su vientre y de su posición! ¿Pero tenía yo una? Me consolé pensando que toda mamá -y a veces las hay mayores que yo-, hace lo mismo respecto al hijo, ignorando si será o no un sinvergüenza y no sabiendo aún si le pondrá Juan o Telémaco. 
Pensé todo esto de golpe sin sacar de ello ninguna consecuencia. 
Los hechos no daban tiempo a dudas. En cuatro patadas (una por cabeza) largamos Proa a la calle, lo que tal vez fue equivocado, pues toda botadura tiene por destino el mar. Después hemos seguido tirándola a la calle: costumbre. 
En la primer reunión sentí que debía decir algo inmortal y me ejecuté: «Entro -dije- en esta sociedad anónima que todavía no se llama, porque habiendo sufrido de la mala fe y del silencio de los calzonudos, quiero rehabilitarme haciendo por los jóvenes cuanto me sea posible». 
Ante esta noble declaración a Brandan, que es y seguirá siendo siempre muy chico, se le llenaron los ojos de lágrimas, a Jorge Luis se le empañaron los anteojos porque todavía es muy poeta, y a Pablo se le humedecieron las pupilas porque desde las selvas de Tucumán todavía es muy jugoso. 
En verdad ése era todo mi programa sin contar algunas cartas sobre poetas franceses que ya tenía escritas y que deseaba colocar en cualquier parte. 
Y bien, debo a la verdad del decir que éste se ha cumplido. En Proa han aparecido escritos que no tenían cabida en otra publicación. En Proa se ha hablado por primera vez en este país de algunos ases del pensamiento y la poesía del extranjero. En Proa se ha hecho literatura sin pretextos políticos. Eso era en el fondo lo que deseábamos como programa mínimo. Lo hemos llevado a cabo. Pero sucede que ni bien una idea desemboca en la vida en forma de existencia constatable, la vida tiene imperio sobre ella y le señala imposibilidades y posibilidades entre las que tendrá que buscarse el camino. 
Al poco tiempo de fundada Proa, vi la posibilidad de encaminarla hacia un programa más máximo. 
Entramos en cordial relación con poetas de otros países americanos. «No existe el río; no existe la Cordillera (no existen las altiplanicies ni los límites de país a país». (Frase recogida en el bolsillo de uno de esos señores que preparan conflictos y cobran sueldos de paz, con mucho oro en las casacas y que deberían llamarse biplomáticos -honni soít-. El río, la Cordillera y la altiplanicie seguían en buen estado de presencia a pesar de la frase. Lo único que varió fue la actitud de los poetas jóvenes que, creyéndose aún en el colegio, empezaron a tirar hacia el canasto de Proa pelotillas de papel apelotonadas sobre un verso o un ensayo. 
Hacíamos americanismo y pongo americanismo con minúscula para distinguirlo del gritado Americanismo Oficial que tan beneméritamnte se ocupa en juntar a todos los imbéciles de América. 
Además de americanismo hicimos cenaculismo. Nuestra revista publicaba en todos los números una prosa de cada director. Afuera eso significaba que nos elegíamos a nosotros mismos de entre todas las colaboraciones. Adentro eso significaba que no recibiendo casi ninguna colaboración en prosa, nos obligábamos mutuamente en parturar sendos artículos. He aquí por qué aparecíamos como un grupo de tendencia hermética, cuando sólo nos preocupábamos de hacer el más sano de los ismos, y el único que por mi parte admito: buenismo, o mejorismo más bien, pues se trata en esta escuela, de hacer lo mejor posible. 
Este aislamiento nuestro, resultó uno de los mejores chistes apuntados contra Proa. No sería mal para completarlo que acusáramos de misantropía a los presos que viven al margen de la sociedad y se encierran «lejos del mundanal ruido» en un hermetismo orgulloso de cerrojos, trancas y rejas. 
Parece que nosotros no queríamos saber nada con nadie; nos trataban como sarnosos y nos acusaban de querer ser príncipes. 
Pero todo eso va a pasar muy pronto, ¿no es cierto? Nos esperamos con demasiada impaciencia desde las hojas blancas del cuaderno que con el trabajo irá siendo nuestra próxima obra. Allí cada cual con su destino (¡oh palabrota!), y tomen profesores quienes quieran desasnarse. 
Y no insistamos. ¿Qué puede hacer Proa en Buenos Aires sino lastimarse contra los adoquines? 
¡Adiós Buenos Aires que te quedas sin Proa! 
De todos modos, si así no fuera, mi querido Jorge Luis y Brandán, insisto en mi categórica e imperativa renuncia. 
Cuánto más amigos vamos a ser, cuando nos quitemos esta manera de co-directores. 
Abrazo a la segunda potencia del que fue tercer potencia. 

Ricardo Güiraldes

Publicado originalmente en la revista Capricornio , Nº 8, noviembre-diciembre de 1954. Extraído de Las revistas literarias. Selección de artículos, Buenos Aires, Centro editor de América Latina, 1980