Os escribo por última vez y espero poner con ello en vuestro conocimiento, por la diferencia de los términos empleados y de la manera en que esta carta está redactada, que por fin me habéis persuadido de que ya no me amáis y que por lo tanto tampoco yo debo amaros. Así pues, os enviaré por el primer medio del que disponga todo lo que todavía poseo de vos. No temáis por el hecho de que vuelva a escribiros, ya que me he prometido a mí misma que no volvería a expresar por escrito vuestro nombre ni siquiera en el envoltorio que guarde todas las cosas que os devuelvo. Para ello he encargado a Doña Brígida este cometido, dado que ya está acostumbrada a todo tipo de confidencias por mi parte, incluso las que no guardan relación alguna con este hecho. Seguro que sus cuidados serán menos equívocos que los míos. Doña Brígida me ha prometido que tomará todas las precauciones necesarias para que recibáis el retrato y los brazaletes que me disteis. Sin embargo, desearía poner en vuestro conocimiento que me encuentro, desde hace días, en un estado que me incita a quemar, a romper estas pruebas de vuestro Amor que me eran tan queridas, pero dado que os hecho ver tanta debilidad en mí, estoy segura de que jamás creeríais que fuera capaz de tal extremidad. Así pues, voy a deleitarme con toda la pena que tendré por separarme de ellas y otorgaros al menos algún despecho. Os confieso, para mi vergüenza y la vuestra, que me sentía más unida a estas bagatelas de lo que jamás pueda contaros, y que al desprenderme de ellas experimenté la necesidad de reflexionar profundamente y hacer acopio de todo el valor del que fuera capaz para deshacerme de todas y de cada una en particular, a pesar de que me vanagloriaba de no sentirme ya atada a vos. Sin embargo, todo se puede lograr y más aquello que se desea por tantas razones. Las deposité en las manos de Doña Brígida, y aquella decisión me costó muchas lágrimas. Después de muchos arrebatos y muchas incertidumbres que ignoráis y que seguramente nunca os contaré, le hice prometer a Doña Brígida que nunca me volvería a hablar de ellas y que jamás me las devolvería, incluso en el caso en el que yo le suplicara que me las dejara ver una vez más. Luego me juró que os las enviara sin que yo supiera ni el cómo ni el cuándo. 
No he sido consciente de la grandeza de mi Amor hasta que deseé poner todos los medios de los que disponía para curarme, y temo que no hubiera podido llevarlo a cabo si hubiera previsto tantas dificultades y tanta violencia de sentimientos. Estoy convencida de que mis emociones hubieran sido menos desagradables amándoos a pesar de vuestra ingratitud, que al abandonaros para siempre. He podido constatar que me sois menos preciado que mi Pasión y por ello he tenido que padecer extrañas penas para combatirlo, después de que vuestro injurioso proceder os convirtiera a mis ojos en una persona odiada. 
El orgullo propio de mi sexo no me ha ayudado en absoluto a emitir dictámenes en vuestra contra. ¡Ay, cuán desgraciada fui! He tenido que sufrir vuestro desprecio, he debido soportar vuestro odio por lo celos que padecí cuando me dejasteis creer que os habíais comprometido con otra. Al menos entonces, hubiera tenido alguna pasión contra la que combatir, pero vuestra indiferencia me resultaba del todo insoportable. Vuestros impertinentes alegatos de amistad, así como la cortés redacción de vuestra última carta, me hicieron saber que habíais recibido todas las demás que os había escrito y que éstas no suscitaron en vuestro corazón ningún sentimiento, incluso después de haberlas leído. Sois un ingrato y, sin embargo, yo aún me encuentro lo suficientemente loca para desesperarme, ya que ni siquiera ahora puedo aferrarme al consuelo que me producía pensar que quizás mis cartas no pudieron llegar a vos y que nunca os las entregaron. Detesto vuestra buena fe. ¿Acaso yo os supliqué que me hicierais conocer la verdad? ¿Por qué me robáis hasta mi pasión? Bastaba con que no me escribierais. No deseaba ser informada. ¿Tal vez no soy lo suficientemente desgraciada por no haber podido obligaros a engañarme? ¿Acaso no deducís la grandeza de mis sufrimientos ya que no sois capaz de excusaros? Quiero que sepáis que os considero indigno de todos mis sentimientos y que conozco todos vuestros defectos. Entretanto (por todo aquello que hice por vos, creo que merecía que tuvierais alguna consideración para con los favores que os pido), os conjuro para que no me escribáis nunca más y para que me ayudéis a olvidaros por completo. Si pudierais testimoniarme, aunque fuese de forma velada, que habéis sentido cierta lástima al leer esta carta, podría llegar a creeros y puede que entonces vuestro deseo y vuestro consentimiento me dieran razones para el despecho y la cólera, y poder por fin irritarme. No os impliquéis en mi conducta, ya que sin duda desbarataríais todos mis proyectos al querer inmiscuiros en ellos. Nada más lejos de mis pensamientos que desear conocer el éxito de esta carta. No os inquietéis por el estado en el que me voy a encontrar, ya que creo que os sentiríais dichoso por los males que me habéis causado (parece que alguna intención os movió para hacerme tan desgraciada). No me arrebatéis la incertidumbre ya que espero, con el tiempo, convertirla en algo relajante. Os prometo que nunca más os odiaré, desconfío demasiado de los sentimientos violentos como para osar emprender alguno. Estoy convencida de que puede que encuentre en este País un Amante más fiel. ¡Pero ay! ¿Quién podría ofrecerme su amor? ¿Acaso la pasión de otro hombre podría llenarme por completo? ¿Pudo mi pasión conmover en algo a vuestra persona? Presiento que un corazón apasionado no olvida nunca aquello que le hizo conocer y sentir unos arrebatos que no había experimentado nunca y que, sin embargo, era capaz de ellos; que todas sus inclinaciones se sienten sujetas al ídolo que le proporcionó aquellas sensaciones y que sus únicas ideas y únicas heridas no pueden ser curadas ni borradas por todas las pasiones que se le ofrezcan en su socorro; y que, sin embargo, hacen grandes esfuerzos por reconfortarlo, llenarlo, le prometen vanamente una sensibilidad que ese corazón no encontrará nunca más, y que todos los placeres que busca, sin ningún deseo de encontrarlos, no servirán más que para demostrarle que nada le es tan preciado como el recuerdo de sus quebrantos. 
¿Por qué me habéis hecho conocer la imperfección y la disgregación de una relación que no debía durar eternamente, así como las desgracias que siguen a continuación de un amor apasionado cuando los sentimientos no eran recíprocos? ¿Y cuál es la razón para que un afecto ciego y un destino cruel se unan por lo general, para determinar que uno sea más sensible para con el otro? 
Incluso en el caso que pudiera esperar experimentar algún goce con un nuevo compromiso, y que pudiera encontrar a un hombre al que sólo le movieran los buenos sentimientos, siento tanta piedad de mí misma que pondría mucho cuidado en no situar, ni tan siquiera al último varón de este mundo, en el estado al que vos me habéis reducido. Dado, además, que no me siento en la obligación de velar por vos, tampoco podría decidirme a ejercer sobre vuestra persona una venganza tan cruel, incluso en el caso de que dependiera de mí, debido a un cambio impredecible en los sentimientos.

En estos momentos busco razones que me lleven a excusaros, aunque comprendo que una Religiosa debe ser amable por naturaleza. Sin embargo, creo que si uno es capaz de razonar sobre las cosas que hace, debería comprometerse con ellas por encima de todo en mayor medida que otras mujeres. Pero a pesar de ello, nada les impide pensar continuamente en sus pasiones, dado que un convento no las aisla hasta el punto de que sean insensibles a las innumerables cosas que disipan y ocupan el mundo. Creo que no debe ser agradable contemplar a aquellas a las que se ama distraídas siempre por mil bagatelas y es necesario poder contar con una buena dosis de delicadeza para poder soportar (sin llegar a la desesperación) que no hablen más que de reuniones, composturas y paseos. Una mujer se expone continuamente a nuevos celos, se ve obligada a actuar con miramientos, a complacer, a seguir determinadas conversaciones. ¿Quién puede asegurarnos que las mujeres encuentren un cierto placer en todas estas ocasiones, que no sufran y que no contemplen a sus maridos con un cierto desagrado y sin ningún tipo de complacencia? 
¡Ay! ¡Cualquier mujer debería desconfiar de un Amante que no le pidiera cuentas de todo esto, de estar siempre sujeta a todos sus deberes, que creyera ciegamente y sin recelos en todo lo que ella le contara mientras éste la contempla, con entera confianza y tranquilidad! Nada más lejos de mí que el demostraros, mediante razones de gran peso, que deberíais amarme. Estos son medios poco apropiados y limpios, y ya he esgrimido otros de mayor peso que, sin embargo, no me dieron ningún resultado. Conozco demasiado bien mi destino y sé que es imposible luchar contra él. Habré de ser desgraciada toda mi vida ¿Acaso no lo era ya viéndoos todos los días? Me embargaba el temor de que no me fuerais fiel, deseaba veros a cada momento, hecho que resultaba del todo imposible. Me preocupaban en demasía los peligros que corríais por entrar en el Convento. No viví en mí hasta que entrasteis en el ejército. Me encontraba al borde de la desesperación por no ser más bella y más digna de vos, maldiciendo la mediocridad de mi condición. A menudo creía que el compromiso que parecíais haber adquirido conmigo os pudiera traer consecuencias nefastas, incluso llegué a pensar que no os amaba lo suficiente, a pesar de que fui objeto por ello de la cólera de mis padres y que en definitiva me encontraba en un estado tan lamentable que sólo se puede comparar con el que padezco actualmente. Si me hubieseis ofrecido algún testimonio de vuestra pasión desde que partisteis de Portugal, hubiera sido capaz de llevar a cabo todos los esfuerzos posibles para salir de esta tremenda situación en la que me hallo, incluso hubiera sido capaz de disfrazarme para huir de aquí y correr a vuestro lado. Pero ¡ay de mí! ¿Qué hubiera sido de mi persona si después de encontraros en Francia me diera cuenta de que ya no os interesaba lo más mínimo? ¡Cuán tremendo error hubiese sido! ¡Qué desdichada situación! ¡Qué enorme deshonra hubiese padecido mi familia, que me es aún más querida desde que ya no os amo! Como podéis apreciar, sigo manteniendo la sangre fría y, a pesar de todo, soy consciente de que mi situación hubiera podido ser aún más lamentable que la que vivo ahora. Como veis, puedo hablaros de forma razonable, al menos una vez en mi vida. Me imagino que mi moderación os satisfará y que incluso os sentiréis dichoso por mí, pero lo cierto es que ya poco me importa. Es más, no tengo ningún interés en saberlo, ya que como os he rogado anteriormente, no deseo recibir ninguna noticia vuestra y os conjuro a ello. 
¿Acaso nunca habéis reflexionado sobre el modo con el que me tratasteis? ¿No habéis pensado nunca que tenéis más obligaciones para conmigo que para con cualquier otra persona en este mundo? ¡Mi insensatez en el amor que os he otorgado ha sido tan grande como el desprecio, con secuencia de ello, que he tenido por todas las cosas! Vuestro proceder dista mucho de la honestidad que un hombre de palabra ha de tener. Sinceramente, creo que lo que sentisteis por mí, después de conseguir lo que realmente anhelabais, fue una natural aversión ya que, en el fondo de vuestro corazón, nunca me amasteis totalmente. Ahora sé que me dejé seducir por cualidades demasiado mediocres, porque si no, ¿qué es lo que realmente hicisteis para enamorarme? ¿A qué tipo de sacrificio me habíais ofrecido? ¿Acaso buscabais experimentar otro tipo de placeres? ¿Habíais renunciado por cualquier motivo al juego y a la caza sentíais la necesidad de experimentar de nuevo sensaciones que estas artes habían suscitado en vos? ¿No fuisteis el primero en alistaros en el Ejército? ¿Acaso no volvisteis el último, después que todos los demás? Os expusisteis sin ningún motivo aparente a pesar de que yo os había rogado que velarais por vos en razón del amor que siento hacia vuestra persona. Y además no habéis ni tan siquiera buscado el medio de estableceros en Portugal donde sois estimado. Una carta de vuestro hermano os hizo partir sin tan siquiera dudarlo un instante. ¿Puede que no sepáis todavía que se me informó que durante vuestra travesía hicisteis gala del mejor humor de este mundo? Debo reconocer que estoy obligada a odiaros mortalmente. ¡Ay, cuán culpable soy de todos mis males! Primero os acostumbré a disfrutar de una gran Pasión, movida tan sólo por buenas intenciones, cuando, para ser amado, es necesario recurrir al engaño. Se requiere estar dotado de una determinada habilidad para poder inflamar un corazón ya que el amor por sí solo no conlleva al amor. Deseabais que os amara y dado que estas eran las únicas intenciones que os movían no había nada que os detuviera en el propósito de alcanzar vuestra meta. Incluso, estabais dispuesto a amarme si fuera necesario. Sin embargo, pronto os disteis cuenta de que no era menester y que podríais tener éxito en vuestra empresa sin necesidad de derramar una gota de vuestra pasión. ¡Cuánta perfidia! ¿De verdad creéis que me engañasteis impunemente? Si el azar os trajera de nuevo a este País, desde ahora os digo que os entregaría a la venganza de mi familia. Durante mucho tiempo he vivido en el abandono y la idolatría, su recuerdo ahora me causa gran espanto y mis remordimientos me persiguen con rigor insoportable. Siento una gran vergüenza por los crímenes que me habéis hecho cometer y ya no dispongo, ¡ay de mí!, de la pasión que me cegaba ante su gravedad. ¿Hasta cuándo tendré mi corazón desgarrado? ¿En qué momento seré liberada de este peso cruel? No obstante, no creo desear para vos el mal y he decidido que no me importe que seáis feliz. ¿Pero cómo podría serlo un ser que dispone de un corazón tan duro? 
Desearía escribiros otra carta para que podáis comprobar que con el paso del tiempo quizá me encuentre más sosegada. Una carta en la que encuentre placer al reprocharos vuestros injustos procederes una vez que no me sienta tan afectada por ellos, y en la que pueda poner en vuestro conocimiento hasta qué punto os desprecio y cómo he conseguido hablar de vuestra traición con absoluta indiferencia. Una carta en la que os cuente que he olvidado todos los placeres que me proporcionasteis así como todos mis sufrimientos y que sólo me acuerdo de vos cuando deseo hacerlo. Estoy de acuerdo en que contáis con más ventajas que yo y que me ofrecisteis una Pasión que me hizo perder la razón, aunque no deberíais sentiros orgulloso por ello. Yo era joven, crédula, se me había encerrado en este Convento desde mi más tierna infancia, no había visto más que a gente desagradable y jamás había sido objeto de las alabanzas que vos me profesasteis constantemente. Creí que os debía no sólo las atenciones y la belleza que veíais en mí, sino además el favor que me hicisteis para que yo las descubriera. Por todas partes escuchaba cosas buenas de vos, todo el mundo me hablaba en vuestro favor, hicisteis todo lo necesario para suscitar en mí el amor. Pero ahora, ya por fin, me he despertado de mi encantamiento y a vos os lo debo en gran medida, ya que reconozco que sólo vuestra ayuda era capaz de sacarme de mi desesperación. Cuando os devuelva vuestras Cartas me quedaré con las dos últimas que me escribisteis y las releeré mucho más a menudo de lo que leí las primeras, con el fin de no caer nunca más en la trampa de mis debilidades. ¡Ay! ¡Qué caras me costaron y cuán dichosa hubiera sido si hubieseis querido sufrir en la misma medida que yo os hubiese amado! Reconozco que todavía mi corazón alberga reproches y resentimientos contra vuestra infidelidad, pero recordad que me he prometido a mí misma un estado de ánimo más tranquilo y que debería alcanzarlo con el tiempo pues, en caso contrario, estaría decidida a tomar una resolución extrema en mi contra y que seguramente sería de vuestro agrado cuando llegara a vuestro conocimiento. No deseo nada más de vos y sé que puedo pareceros una loca cuando repito las mismas cosas tan a menudo. Debo abandonaros y no pensar más en vos. Estoy prácticamente segura de que no os volveré a escribir nunca más. ¿Acaso me debo sentir obligada a rendiros cuentas detalladas de todos mis sentimientos diversos?

Publicado en Mariana Alcoforado, Cartas de amor de la monja portuguesa, Buenos Aires, Ediciones Obelisco, 2001.


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