Asunción, 18 de abril del 2003


Querida Hannelore:


Hoy Viernes Santo la tristeza me embarga, al pensar que no puedo estar en la aldea por lo menos para mirarte desde lejos y contemplar tu felicidad fabricada por tu tradición y el férreo fariseísmo de tu padre.
Siempre recuerdo cuando éramos aún niños y jugábamos con tus muñecas hechas de palo santo y mi pelota de trapo hecha por tu madre, quien con la caridad a flor de labios me daba un poco de saft y stollen mientras mi padre se quebraba el lomo trabajando para tu padre en la estancia por un poco de comida para mis hermanitos.
Hannelore, hoy sólo el recuerdo me hace compañía. Tú estás distante como ese primer beso que te di aquella tarde de enero en nuestra picada secreta al cumplir tus quince años.
–Ich liebe dich Francisco.
–Ich auch Hannelore.
Después nuestros labios se unieron en un amor que llevaremos hasta la tumba. Un amor que no puede ser realidad porque mi raíz salvaje y mi color se interponen ante tu cabellera venida de Holanda y tus ojos celestes de las praderas de Rusia.
–¿Qué importa la diferencia, Francisco? Te amo y sólo eso basta.
–Para ti y para mí tan sólo el amor basta, pero no para tu gente.
–¡Mi gente!
¿Te acuerdas cuando tu padre nos descubrió besándonos detrás del algarrobo aquella tarde de octubre cuando el viento norte soplaba sin misericordia y tú te escapaste de la siesta obligada para verme? Y mi padre tuvo que soportar nuestro dolor.
–¡Ramón! Tu hijo es un mal hijo.
–¿Por qué, señor?
–Porque estuvo besando a mi hija. ¡Cómo se atreve! ¿Qué se ha creído? Mi hija no puede ni debe relacionarse con los indios y que tu hijo no vuelva a pisar mi casa porque…
La voz de tu padre tronó como la de un impío. Sus predicaciones domingueras en nuestra aldea sobre el amor al prójimo cayeron al vacío y fueron llevadas por las ráfagas calientes del viento norte hasta el templo de los fariseos. No pude entender cómo un hombre que me hablaba del amor de Cristo podía al mismo tiempo rechazarme por ser un niño nacido bajo el arrullo de la selva y el manto de una noche estrellada.
Después me enteré de que te enviaron al Canadá para casarte cuanto antes con alguien que tuviera tu mismo color de pelo y su piel fuera tan blanca como la misma leche de las colonias. Tu raza y tu cultura separaron nuestro amor tejido en las marañas chaqueñas.
Yo recibí las consabidas reprimendas de los pastores chulupíes y como castigo fui enviado a estudiar en el seminario bíblico con la consigna de no volver a posar los ojos en ninguna mujer blanca.
Ser pastor nunca fue mi sueño y atrás dejé Homilética, Griego y Hebreo para dedicarme a luchar por los indígenas que andan sangrando miserias por las calles de Asunción. Están tan solos como yo, perdieron la razón de su existencia, como yo, y sólo sueñan con una tierra en que el odio, las diferencias y la hipocresía no tengan lugar, como yo.
Hannelore, la última vez que te vi fue el año pasado, el domingo de Pascuas. Tú salías de la iglesia del brazo de tu marido y tus dos hijitos rubios, no mestizos. La alegría se paseaba entre todos ustedes y el sol resplandecía en tu cabellera de oro, mientras una triste sombra se encargaba de llenar mis ojos de lágrimas.
Hoy Viernes Santo, cuando recordamos la muerte de Nuestro Maestro, quien proclamara el amor al prójimo y al enemigo, yo te escribo esta carta para decirte que te perdono, por no haber expugnado las fortalezas que separaban nuestro amor y por permitir que mis sentimientos sigan llorando su funeral inconcluso.
Se despide quien siempre te amará,


El indio Francisco

Nelson Aguilera

Publicado en Héroes y antihéroes, 2004


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