Un amigo mío escritor que descubrió que la mujer lo engañaba con un empleado de banco cuando lo más común es que las mujeres de los empleados de banco sueñen que engañan a sus maridos con escritores, se fue un día de su casa y después de vagabundear un tiempo por la cordillera, trabajando en un diario de Mendoza, Los Andes , creo, y viviendo a costillas de un bodeguero que protegía a los poetas y a los pintores, desapareció por completo, sin que yo o algún otro de sus amigos tuviese la más mínima idea de dónde podía estar, hasta que una mañana de marzo en que tuve que levantarme temprano para ir a la ciudad (yo vivo en las afueras, en Colastiné Norte), cuando abrí la puerta de calle, me encontré de golpe con un hombre de a caballo que me dijo que había pasado por la estafeta y que como había dicho que venía en dirección de mi casa le dieron para que me la trajera una carta que amarilleaba en la estafeta desde hacía más de dos meses: era correo aéreo, porque el sobre, de papel fino, estaba bordeado de franjas coloradas y azules, y cuando lo abrí comprobé que traía una postal -la reproducción de un cuadro de Hans Memling, el retrato de Sibylla Sambetha- al dorso de la cual mí amigo, desde Brujas, Bélgica, me mandaba decir que estaba lo más bien, que había rejuvenecido diez años, y que vivía con una japonesa chiquitita que no hablaba nunca y que había aprendido a cebarle mate.

La gente que no vive en la zona puede imaginarse el calor que hace todavía en marzo, así que al sol de las ocho el rocío desde hacía horas ya no estaba en las hojas y la luz me calentaba la cabeza mientras esperaba el colectivo, al costado del camino, mirando el retrato de Sibylla Sambetha, tan familiar para mí aunque era la primera vez que lo veía, que la cara de la que me hacía acordar, aún cuando yo no supiese exactamente de quién era, crecía en mí desde la amplia y rígida mancha de rosa marmóreo, extendida todavía más porque los cabellos tensos desaparecían hacia atrás recogidos en un rodete cónico cubierto por un tul que caía en pliegues geométricos hacia los hombros, y porque el vestido de un color que llamaré petróleo se abría alrededor del cuello en un escote circular. Tenía la revelación de ese recuerdo, la identidad de ese rostro, en la punta de la lengua, por decirlo de algún modo, y con todas mis fuerzas trataba de saber por fin de quién era, trataba de conseguir que por fin el recuerdo avanzara desde las bambalinas negras hacia el círculo errático de luz en el gran escenario de la mente, que dejara de ser recuerdo que no tenía de qué acordarse y se convirtiera en una imagen palpable y actual. Estaba todavía en eso cuando llegó el colectivo, semivacío, lento, plateado, solitario en la cinta azul del asfalto, brillando al sol y lleno de ruidos de metal y motores. Saqué el boleto y me iba a sentar cuando de golpe vi a Sibylla, sola y plácida, mirándome con sus ojitos pensativos desde el último asiento. La luz oblicua y porosa del sol le daba en la cara en la que el rosa marmóreo se había convertido en un resplandor dorado. Toda la piel estaba salpicada de pecas y de granitos, algunos coronados por un puntito blanco de pus. Pero la frente amplia era la misma y el cuello se elevaba también, libre, desde el escote redondo de un vestido de algodón estampado en grandes flores verdes y coloradas. Yo la había visto muchas veces -la cara estragada, el pelo oscuro y tenso recogido hacia atrás, la mirada más plácida y pensativa que una mano golpeando a la otra con un ramo de glicinas mojadas-, sentada en un banquito de madera, mirando el río desde la puerta del rancho de su padre, un pescador que yo iba a ver de tanto en tanto para encargarle un amarillo o una yunta de patos salvajes. Estuve a punto de mostrarle el retrato pero soy un hombre tímido, casi débil de carácter, y después de todo ¿qué importaba?

He visto gemelos muy parecidos entre sí, pero nunca tan parecidos como Sibylla Sambetha y la chica de la costa. Y sin embargo, ¿puede haber dos personas más diferentes? Nada me hizo pensar que eran tan diferentes como el hecho de verlas tan parecidas. Durante muchos días ese parecido me inquietó y me hizo sentir, por contraste, la realidad de lo diverso más que la de lo semejante, porque la realidad de lo diverso revela la realidad de lo único, de la que Marx se burló, y, melancólicamente, pensé mucho en la infinidad de las piedras y de los árboles, de las caras, de los pájaros, de los excrementos, de las raíces, cada uno irrepetible y solitario, único; experimenté el lugar común de las impresiones, la de las infinitas olas del mar y la de la arena innumerable la del pasado, el presente y el porvenir que fluyen, según cómo se los mire, en distintas direcciones y se entrechocan entre sí formando nudos y colisiones que creemos inteligibles, y de golpe (era mediodía y yo estaba echado desnudo, al sol, para que la luz me socarrara, los ojos cerrados y los poros abriéndose lentamente con un estridor secreto), eufórico, deseé por un momento ser una clase especial de cantor, el cantor del mundo visible, el cantor de todas las cosas, considerándolas una por una, el cantor de las dos Sibyllas, para darle a cada cosa su lugar con una voz ecuánime que las iguale y las recupere, para mostrar en el centro del día un mundo completo en el que estén presentes todos los paraísos y todas las hojas de todos los paraísos y todas las nervaduras de todas las hojas de todos los paraísos, para que el mundo entero se contemple a sí mismo en cada parte y en el honor de la luz y nada quede anónimo.

Publicado en La mayor , Buenos Aires, CEAL, 1982


0 comentarios

Deja una respuesta

Marcador de posición del avatar

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *