Por Mateo Niro.

Entre las distintas y profusas tradiciones de la escritura epistolar, hay una -la amorosa- que se distingue intensamente por sus usos y costumbres de todas las demás (la comercial, la protocolar, la policial). ¿Por qué se escriben cartas de amor? ¿Qué sentido tiene esa sucesión reiterativa de palabras previsibles pero imprescindibles? ¿Cuánto hay de sentido, más que en la literalidad de las palabras, en el gesto? ¿Cuánto hay de vacío inmanejable en la espera cruel antes que se produzca la respuesta? Quizá el único motivo que tenga la carta amorosa es la necesidad de su respuesta, la correspondencia desesperada de ese amor. Podemos ensayar algunas respuestas y para todo este ejercicio, acompañarnos con una serie de cartas* que Tito le escribió a su amada, desde la ciudad de Buenos Aires, en los primeros años de la década del 30, hacia Mar del Plata, hallados en un baúl de un mercado de objetos de segunda mano.

La carta de amor es mucho más que un montón de palabras con un significado literal que se traslada de una persona, la que escribe, a la otra, la que lee. Parece, más bien, una pretensión de quien escribe de “encarnarse” en el papel y llegar así al otro/otra como algo que se es más que como algo que meramente se dice. Es por eso que, cuando se habla de carta de amor, el dicho parece incontenible del hecho que se requiere, que se intenta, que se necesita. Sin ir más lejos, Tito le cuenta acá en su carta del 22 de febrero de 1933 que se pasó la hoja por su cara (“Las ondulaciones indican que anduvieron por toda la carita”) para dar testimonio de esa relación intrínseca entre papel y cuerpo. De igual modo, cuando se despide quien escribe de quien leerá, más que una mera fórmula de despedida, lo que se manifiesta es un desgarro. En el recorrido inverso, en el orden de la lectura más que en el de la escritura, la fusión signo/elemento se da de manera similar: “Leer tus queridas cartitas es como estar a tu lado, tan naturales son”, le dice Tito a su enamorada. Kafka decía en sus célebres cartas a Milena que el intercambio epistolar era como un diálogo con fantasmas. La ausencia física del otro/la otra es lo que justifica la comunicación epistolar y también su flagelo.

¿Qué se dice en una carta de amor? Básicamente lo mismo, muchas veces, como letanía. Esa acumulación retórica parecería querer espantar a esos fantasmas de la ausencia pero también a otra amenaza producto de esta misma distancia: la mentira. Tito, por ejemplo, repite una y otra vez en la sucesión de las innumerables cartas, lo mismo. Y sabe, cuando reflexiona sobre su propia escritura, que esto sucede y lo justifica: las reiteraciones “denotan un estado de ánimo real y verdaderamente enamorado”, dice de él mismo. ¿Cuántas veces hay que decir “te amo” para que el dicho represente a ciencia cierta el hecho? ¿Tres? ¿Cien? ¿Mil?

Es por esto mismo que la carta de amor se desliga del aspecto informativo y se aproxima, más bien, a uno poético. Tito, en los momentos de mayor exacerbación, se dirige a su amada como tú (“¿Recuerdas?”), no como vos. El aniñamiento es otro recurso de proximidad amorosa (“conmiguito”). De igual modo, el adjetivo calificativo es lo que prima en esta correspondencia. Así, Tito suele relamerse en esta valoraciones: “Mi mujercita querida, adorada, preciosa, mimosa y moderna”.

La ilusión de la palabra como reflejo del “alma” es un tópico de la poesía y de la carta de amor. Lo que no está del todo claro es el recorrido. ¿Qué es consecuencia de qué? ¿La palabra bien dicha del alma tan enamorada o viceversa? Tito le dice al leer la carta anterior de su Bebita queridísima: “¡Qué bien dices las cosas cuando muestras tu alma! ¡Cuánto cariño hay en esa queridísima hojita de papel! ¡Estoy seguro que tan bien reflejada estás!”

El tema recurrente de la carta de amor es la ausencia, el dolor por la separación, el deseo de encuentro inmediato. Por eso la carta de amor tiene un destino paradojal, porque cuando logra su cometido (el encuentro) está condenada a su extinción. ¿Para qué seguir escribiendo cartas? Pero en esa distancia que justifica la comunicación epistolar, los dos puntos no se encuentran en una valoración equilibrada. El lugar de destino (donde se halla la enamorada/el enamorado) tiene una calificación ligada a la dicha mientras que el lugar desde el que se enuncia es más bien gris, frío, soso. En el caso que nos convoca, el sitio desde el que se escribe está signado por la melancolía (Buenos Aires ya no tiene ningún interés para mí / la veo como algo que hay que dejar inevitablemente) y el otro (Mar del Plata) por la dicha profunda.

El tiempo de respuesta en la carta amorosa es otro de los elementos más significativos de la comunicación que van más allá del mero signo lingüístico. Según lo que se tarde en la devolución de la carta, será la medida justa de la correspondencia en el metejoneo del otro con uno. Tito sabe de esto y lo expresa de manera fehaciente al comienzo mismo de esta carta: “Recién llego y ya te escribo”. Pero, también sabe del otro gesto riesgoso, quizás el que justifica todo lo que él esta diciendo en cada carta, en cada recorrido apurado hacia el correo, en cada espera inquieta hasta que llegue una respuesta después de haberle dicho lo inmensamente mucho que la quería, que la adoraba: el de la pregunta “¿y vos?”

Fuente: https://www.infobae.com/america