El tercer hombre.

Se escriben dos, se implican tres

Eduardo Grüner 

Hoy quiero que Rilke hable a través mío. Esto, en lenguaje popular, se llama traducción… Nachdichten: abrir de nuevo el camino siguiendo las huellas que han sido inmediatamente cubiertas por la nueva hierba. Pero la traducción tiene otro significado. Trasladar no sólo a (la lengua rusa, por ejemplo), sino a través (del río). Yo traslado a Rilke al ruso, así como algún día él me trasladará a otro mundo (carta de Marina Tsvietáieva a Boris Pasternak, verano de 1926). Es decir: Tsvietáieva le traduce a Pasternak la voz de Rilke (que le ha escrito unos días antes): su voz, no su escritura.

Aquí hay, sin duda no de manera consciente, una teoría no sólo poética, típicamente romántica (es el lenguaje del Otro, del dichter, el que habla a través mío, yo soy apenas su portavoz, su parlante). Hay, también, una teoría sobre el género epistolar: toda carta es una traducción, una traslación, a través de la cual habla un tercero ausente. El género epistolar es un juego que por definición se juega entre dos, pero implica a tres: Rilke, Tsvietáieva y Pasternak se escriben durante todo ese verano de 1926, y en cada «entredos» se escucha la voz del tercero.

El epistolar es, también por definición, un género privado, pero que parece requerir un público (de uno). Desde luego, no es indiferente que los corresponsales sean -o aspiren a ser- «famosos»: ellos saben, de alguna manera, que existe la posibilidad -o el peligro- de que su epistolario conozca una póstuma publicidad. El rol del «tercero» es, en ese sentido, anticipatorio: si todo escritor -se dice- tiene necesariamente, cuando escribe, un imaginario lector modelo al que aspira alcanzar en vida, cuando escribe cartas a otro escritor o escritora, ¿puede acaso no pensar en que su carta será leída quizá cuando él o ella se hayan trasladado a «otro mundo», «a través del río», conducidos por la voz del «tercero» -Caronte parlanchín- que intentan «traducir»? 

Ese «tercero», entonces hace las veces (hace las voces) del Otro, del garante de la «comunicación». Aunque, por supuesto, hay que pagar el precio del malentendido: «En la correspondencia amorosa los corresponsales no se corresponden con precisión, las respuestas caen de lado», escribe Carlos Correas en el prólogo de su traducción a las Cartas del noviazgo entre Sóren Kierkegaard y Regina Olsen. También allí hay un tercero, Emil, el fiel amigo con el que Kierkegaard discute la separación y el abandono a que someterá a Regina. Es notable que en el marco del modelo kierkegaardiano de las «tres etapas» -la estética, la ética y la religiosa- ese abandono surja como efecto de haber alcanzado la última, y que el cuerpo de Regina aparezca entonces como imposible totalidad bajo la forma del nombre: «Mi Regina, a ti te gusta escuchar este nombre y a mi me gusta pronunciarlo; sin embargo quizá tenemos en ello ideas diferentes. Tú pones allí el humilde pensamiento de que eres tal como yo deseo, la verdad de la imagen que mi deseo ha buscado; y yo pongo allí el orgulloso pensamiento de que tú me perteneces, no por un instante fugitivo, sino toda entera y para siempre». El tercero es la Eternidad , la «enteridad’ inalcanzable, encarnada en la garantía de a aprobación de Emil, que sanciona la no- correspondencia, el equivoco constitutivo de la relación epistolar entre lo amantes. 

Y el tercero es también -está claro- la condición erótica: «No hay dos sin tres», porque a partir de tres se puede empezar a contar , a ordenar la serie, a «separar», para poder amar. Y poder amar es, en algún momento, y casi indefectiblemente, poder abandonar. La distancia , construida por el rodeo del tercero ausente, es desde luego el espacio escénico definitorio de la dramaturgia epistolar, pero es también la «otra escena» en la que se juega el diálogo deseante. Diálogo desviado, descentrado del objeto: aquélla no correspondencia es, de nuevo, el soporte de la «correspondencia». Hay que escribir siempre más para sostener el equívoco. Carta de Kafka: «Crueles malentendidos nacen de esto, Milena, sobre algunas cartas de las que usted se queja de darles vuelta en todas direcciones y que nada cae de ellas, y son sin embargo, justamente aquellas en las cuales me sentí tan cerca de usted…». Y unos días después: «¿Adónde estoy tratando de llevarla con todo esto? Extravié un poco mi camino, pero no importa, porque tal vez usted ha estado siguiéndome y ahora estamos los dos perdidos». Encontrarse en el extravío de las palabras: en el malentendido epistolar entre Franz y Milena el «tercero ausente» es, decididamente, la Literatura. Y no lo es menos en las cartas escandalosas de Joyce a Nora Barnacle, en las que la «obscenidad» es, justamente, la puesta en escena de los cuerpos atravesados por la palabra: «Nora, adorna tu cuerpo para mí. ¿Recuerdas los tres adjetivos que utilicé en Los muertos al hablar de tu cuerpo? Eran éstos: musical, extraño y perfumado». 

Con mucha más razón, la «terceridad» literaria articula la ficción del deseo en la novela epistolar. Las relaciones peligrosas de Laclos es, claro está, el ejemplo canónico. Pero la operación es mucho más sutil en Zoo, o cartas no de amor de Sklovski: allí, la «motivación» del corresponsal es la prohibición, por parte de la amada, de hablar de amor. Naturalmente, es ese tabú el que permite fortalecer la alusión, por el vértigo de una interminable contigüidad: «Un hombre escribe cartas a una mujer. Ella le prohíbe escribir sobre el amor. Él se resigna y comienza a hablarle de literatura rusa. Para él esto es una manera de cortejarla». Correspondencia amorosa en la que el tercero excluido es, precisamente la palabra amorosa. Y, por lo tanto , la literatura:»Y yo quisiera escribir como si nunca hubiese existido literatura.»

El triángulo -como ha mostrado René Girard- es, en literatura, la metáfora espacial que expresa al deseo como posibilitado por un mediador. Se podría agregar que la trianguIación es la figura retórica privilegiada del genero epistolar. Es el lugar «tercero» que empuja un permanente desplazamiento por el cual el deseo se permite fabricar la imagen de un objeto imposible de obtener en lo-real: En la triangulación epistolar esa presencia ausente no puede ser disimulada, no puede ser negada. Más aún: su explicitación es, lo hemos visto a propósito de Marina Tsvietáieva, la condición de posibilidad de la propia existencia del género, condición que se sufre (Lacan juega con la expresión francesa en souffrance, que se utiliza para la correspondencia detenida por ausencia del destinatario), así como se soporta la distancia que genera el deseo de disolver el cuerpo amado en la letra escrita, que hace de la carta una espera de otra oportunidad: con una agridulce, a veces trágica pasividad, término (nunca terminado) en el que puede rastrearse el enigma etimológico de la palabra pasión.

Publicado en Primer plano, suplemento de cultura del diario Página/12, el 8 de noviembre de 1992