La nada no ocupa mi pensamiento sino mi vida, me decía, hace unos días, en una carta Pichón Garay. Durante las horas del día no le dedico el más mínimo pensamiento; y mis noches se llenan de sueños carnales. Ha de ser porque la nada es una certidumbre, y hay una raza de hombres a la que debo, presumiblemente, pertenecer, que no baila más que con la música de lo incierto.

Así me escribe a veces, desde el extranjero, Pichón Garay. O también: el extranjero no deja rastro, sino recuerdos. Los recuerdos nos son a menudo exteriores: una película en colores de la que somos la pantalla. Cuando la proyección se detiene, recomienza la oscuridad. Los rastros, en cambio, que vienen desde más lejos, son el signo que nos acompaña, que nos deforma y que moldea nuestra cara, como el puñetazo la nariz del boxeador. Se viaja siempre al extranjero. Los niños no viajan sino que ensanchan su país natal.

Otra de sus cartas traía la siguiente reflexión: el ajo y el verano, son dos rastros que me vienen siempre desde muy lejos. El extranjero es una maquinaria inútil, compleja, que aleja de mí ajo y verano. Cuando reencuentro el ajo y el verano, el extranjero pone en evidencia su irrealidad. Estoy tratando de decirte que el extranjero -es decir, la vida para mí desde hace siete años- es un rodeo estúpido, y tal vez en espiral, que me hace pasar, una y otra vez, por la latitud del punto capital, pero un poco más lejos cada vez. Releyéndome, compruebo que, como de costumbre, lo esencial no se ha dejado decir.

O incluso: dichosos los que se quedan, Tomatis, dichosos los que se quedan. De tanto viajar las huellas se entrecruzan, los rastros se sumergen o se aniquilan y si se vuelve alguna vez, no va que viene con uno, inasible, el extranjero, y se instala en la casa natal.

Publicado en La mayor , Buenos Aires, CEAL, 1982


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