Por Gabriel Martinez

Mientras aparecen los títulos en pantalla escuchamos tipear en una máquina de escribir. La tipografía, en blanco sobre negro, simula el estilo de esas letras. El sonido cesa, como si eso que estaba siendo escrito fuese corto, conciso, y todavía con el fondo en negro da paso a otro, el de esa alarma-aviso que tienen algunos vehículos cuando retroceden. Entonces corte a la primera imagen. Un buzón, se escuchan pasos acercándose, y una mano, enguantada, que mete un sobre rosa. Momento exacto en que empieza a sonar There is an end (belleza de The Greenhornes con Holly Golightly como invitada en la voz). 

A partir de ahí seguimos el recorrido de ese sobre. O de esa carta, porque ninguno de nosotros pensamos que es un sobre vacío. Hay, ahí adentro, un mensaje, conciso, intuimos detonante, de importancia. Y esta idea se refuerza mientras vemos al tipo del correo vaciar el buzón sacando una caja llena y dejando una vacía, yendo en camión hasta el lugar donde las cartas son volcadas a granel y vemos el sobre rosa entre ellas. Pasan por un proceso industrial de organización según la geografía a la que están siendo enviadas, vuelven al camión y ahí la imagen se funde con la de un avión levantando vuelo.

La canción sigue mientras los títulos continúan pasando con las nubes de fondo hasta que termina.

Ahora una señora del servicio postal, con su bolso, pasa por el frente de una casa bulliciosa, con música, dos nenes y una nena jugando en el patio, juguetes tirados por todos lados, puertas y ventanas abiertas. Mucho color. La mujer se acerca, apoya un montoncito de cartas en la entrada, saluda a los chicos y sigue hacia la próxima casa sin que la cámara corte. La casa vecina es grande. Gris. Con parte del frente en piedra. Tiene una puerta de entrada que entendemos carísima. La mujer busca entre los sobres que tiene en su bolso, saca algunos. Entre ellos el nuestro. Porque a esta altura ya es el nuestro, el que está cargado de significado, el que nos tiene intrigados por saber qué dice esa carta, quién la escribió y quién es el destinatario.

La señora se acuclilla y mete la carta, entre otros sobres, por el buzón de la puerta.

Esos son los primeros cuatro minutos de película. El poder que puede generar en nosotros un sobre. Es algo que interpela nuestra curiosidad más infantil aunque con los años huela a morbo. Descubrir ese secreto, tener esa información, eso que no estaba destinado a nuestros ojos. Es ese cajón que nos dicen que no tenemos que abrir y que una vez abierto oficia de bisagra.

Entonces, conocemos al destinatario. Don Johnston (Bill Murray) ­–un juego de palabras que definen al protagonista, entre Don Johnson (símbolo sexual durante los 80´s, hoy out de esa etiqueta) y Don Juan (figura que representa al seductor)– de sesenta y pico de años y sumido en una existencia como el frente de su casa, gris.

La carta dice que es padre de un chico de diecinueve años.

Está escrita a máquina en un papel perfumado también rosa, pero no está firmada. Así como tampoco el sobre tiene datos del remitente.

A partir de ahí el protagonista, ayudado un poco por su vecino y amigo se embarca en la búsqueda de esa mujer. Como no tiene idea quién puede ser, hace una lista de las cinco mujeres más significativas en su vida amorosa y decide viajar hasta ellas. Así esa carta, representando el pasado (su peso y su paso), se convierte en la pista a seguir, o el hilo a tirar hasta desovillar eso que fue, entenderlo, procesarlo y quedar de cara (literalmente) al presente.

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