Barcelona, Océano grupo editorial, 2001
El texto de esta compilación asume más un tinte de crónica
que de mera suma de cartas tristes de personas famosas. Por ejemplo, en
la «introducción» se cuenta, en primera persona, el arribo casi
azaroso del narrador a una exposición en el Centro de Cultura
Contemporánea de Barcelona y, a través del folleto de mano que él mismo
va leyendo y salteando, un anticipo de lo que el lector leerá. Siempre
-esto se refuerza en cada uno de los capítulos que siguen- a través de
los ojos de este narrador-que-visita-una-exposición-de-cartas-tristes.
Los capítulos están divididos según la sala de ese referente plástico:
«Lágrimas venecianas», que incluye cartas de la escritora que adoptó
nombre y ropaje de varón George Sand a su joven amante, Alfred de
Musset. Inmediatamente después, cartas del epistolarísimo Rainer Rilke.
El título de este capítulo -de esta sala y de casi todas- tiene que ver
con el contexto geográfico en el que se dan sendos intercambios de
misivas. Luego le siguen «La dulce Inglaterra», con cartas de Virginia
Wolf y Oscar Wilde; » La Francia clásica», con las famosas cartas de
Madame de Sévigné y las no tan conocidas cartas de Etienne Pivert de
Sénancour; «Corazón latino», de Pablo Neruda, José Lezama Lima y Mercé
Rodoreda; más entrado el libro, en distintas dosis, cartas de Joyce,
Kafka, Chejov, Van Gogh, Henry Miller, Lawrence Durrell, Sartre y
Camus. El libro se clausura con el capítulo más oscuro, más triste y
más raro, intitulado: «Condenados a muerte». Allí, unas pequeñas y
desgarradoras misivas de cautivos en campos de concentración de
distintos países europeos durante la segunda guerra mundial.
Este último capítulo rompe cierta homogeneidad en un tipo de libro que
sólo reproduce cartas más o menos conocidas -más más que menos-, aun
atendiendo además al tono de «tristeza» que unifica la muestra y el
libro. Esa apertura final revela: o el exceso al colocar cartas de enunciadores anónimos
entre los célebres; o la carencia al dejar de lado muchísimos otros
contextos de cartas tristes ligadas, por ejemplo, a la emigración, la
guerra, la enfermedad.
El perfil de crónica le otorga al libro cierta novedad en lo que a
compilación epistolar se refiere, esquivando, de alguna manera, la
redundancia en lo que a cartas de escritores se refiere – De profundis ,
de Wilde, las cartas a Milena, las cartas de Rilke, Woolf o de Sevigne
es un material remanido; tampoco se entiende bien por qué, en medio de
casi veinte escritores, aparecen las editadísimas cartas de Van Gogh a
su hermano. El relato, entonces, permite una buena lectura,
atravesando un espacio de la mano del narrador. Escuchando, a su vez,
su desenfado, sus críticas al curador, al guía y al cansancio de sus
piernas.
Las cartas tristes
Tengo en el alma una baranda en sombras.
A ella diariamente me asomo, matutino,
a preguntar si no ha llegado carta;
y cuántas veces
la tristeza celebra con mi rostro
sus óperas de nada.
Una carta
Que me escriba una carta quien me hizo
los ojos negros y la letra gótica.
Que me escriba una carta aquella amiga
analfabeta de pasión cristiana;
duraznos de mi tierra: que me escriban,
vientos los de mi rambla: que me escriban,
y redacte una carta pequeñita
mi hermana abecedaria y pensativa.
Juan Gonzalo Rose
«Las cartas secuestradas»