Si yo hubiese tenido más herramientas, no hubiese hecho esta querella 20 años después. Mucho menos contra una persona –que aunque se piense aparentemente absurdo- ya murió. Mi intención era hacerlo mientras vivía, no me esperaba que se muriera en un accidente.

Tenía 9 años, Pedro Labarca me masturbó, me sacó de mi cama mientras dormía, me hizo dormir con él más de una vez, me privó de toda movilidad con el fin de “mejorarme”. Tengo en mi recuerdo un sinfín de detalles, pero sobre todo la angustia a que llegara la noche, de dormir durante el día sin querer despertar, de no entender por qué a ratos él me trataba como si yo “fuese su señora”. Estos hechos siempre fueron parte de mi memoria, pero me demoré años en entenderlos y más aún en ver como el contexto social no ayudó en lo absoluto.

Esta persona no solo traspasó mis límites, sino que lo hizo en un contexto de confianza familiar, en donde si yo hablaba, no solo caía él, sino que afectaba también a su familia tan cercana a mí. Recaía en mí el peso de mantener todo bajo aparente armonía. Sin embargo, yo dije esto por primera vez a los 14 años, y después a los 20 y a esta persona nunca se le trató ni consideró un criminal.

No tuve las herramientas en gran parte porque nací en un contexto social en donde por mezcla de miedo, incapacidad emocional, falta de información, se cree que estos problemas se solucionan minimizándose. Me han tildado de persona dañina, de atormentada, exagerada e incluso de histérica. “No es para tanto, han pasado cosas peores”. Es cierto que hay crímenes horribles, pero relativizar el dolor ajeno es un despropósito doloroso. Ahora entiendo que el dolor solo puede ponerse en perspectiva de manera personal, y sublimarse solo si previamente existe un reconocimiento.

Hubo falta de información básica. No solo sentí vergüenza, sino también me sentí cómplice. ¿Por qué no supe inmediatamente que no era mi culpa? ¿Por qué no supe que si un niño no se resiste activamente no se convierte en cómplice? Me sentí bastante sola, no entendía bien.

Después de racionalizar los hechos, entendí que la estructura política no era mejor a mi contexto cercano: mientras Labarca recibía un sueldo estatal vitalicio, mi caso estaba prescrito. En ese contexto los casos aún prescribían. Como si el Estado apoyara la dinámica torpe que ocurría a escala menor. Situación frustrante. Me inmovilizaban de nuevo, no tenía lugar de acción. A pesar de negar los hechos, años antes Labarca me ofreció mediante distintas vías una compensación económica, mientras a la vez me amedrentaba: si yo denunciaba, él contrataría al “mejor abogado de Chile” para defenderse. Reacción cínica y vulgar. Si un crimen debiera tratarse en la plaza pública, es porque los hilos emocionales de lo privado se tensan a tal punto, que difícilmente permiten un reconocimiento.

Entiendo la incapacidad emocional, el miedo al enfrentar el dolor, la falta de información. Todos hemos aprendido. Pero no entiendo el aparentar una falta imagen y menos aún la moralina pacata. Cuando se cree que todo lo relacionado al sexo se debe mantener en la esfera de lo mal visto y del tabú.

De a poco nuestra compresión de vuelve más prístina, más honesta. Yo ya no tengo vergüenza, y para mi esta historia está a punto de desaparecer. Si hago esta querella pública es tanto por una alineación espiritual como por un deber social básico. No quiero que ningún otro acto criminal quede impune, ni que ningún menor se sienta cómplice. Si estos problemas debieran ser públicos, es por la simple razón de intentar que ocurran lo menos posible, y en caso de ocurrir, de hacer efectivo su reparo.