Quito, editorial Libresa, 2009

Violeta es una nena de once años que debe mudarse con su madre a un pueblo muy pequeño, Pozo Borrado, lejos de la ciudad donde vive y de su padre. Su madre no le da explicaciones de la decisión pero Violeta sabe que las cosas no andaban bien entre ellos. Por los retratos y por las pocas palabras que le dice su mamá, sabe que su “nueva” casa era la que fue de los abuelos de su madre, es decir, de sus bisabuelos. Y, por las primeras recorridas por el pueblo, se da cuenta de que no hay cable ni Internet y, encima, seis horas por día no hay siquiera luz eléctrica.
Poco a poco Violeta va reconstruyendo su historia familiar a través de lo que su mamá le va contando a cuentagotas y lo que descubre en un baúl escondido con libros y cartas. Sabe que sus bisabuelos criaron a su madre porque sus papás habían muerto cuando ella era chica. Y que su madre, cuando era joven, había estado escondida porque la dictadura militar la perseguía. Violeta se hace amiga de Lautaro, que tiene un mono, Aurelio, y un acceso secreto a la casa del crimen. Allí, por supuesto, van los tres para descubrir el misterio de esa casa abandonada.
Es en ese lugar, el que da nombre a la novela (se la llama “la casa del crimen” porque parece que allí habían asesinado a sus moradores hacía mucho tiempo), donde van a suceder las cosas más importantes: que los fantasmas que se suponían que la habitaban no eran fantasmas sino hombres de carne y hueso; y, además, que esos hombres elucubraban un plan siniestro para el monte (la riqueza más importante de Pozo Borrado).  Para resolver el asunto, Violeta y Lautaro recurrirán a la imaginación, al ánimo de pesquisa y a unos periodistas que conocieron, Mariano y Agustina. Ah, y a Aurelio, el mono héroe. 
Las cartas van en paralelo con la historia que narra Violeta. Y así, las cartas se van dando a conocer a través de los ojos y la curiosidad modosa de Violeta que va leyendo una por vez. Allí va revelando una parte de la historia pero, por sobre todas las cosas, la relación intensa y un poco triste de mamá con los abuelos y de mamá consigo misma. Y como la historia policial tiene un desenlace sorprendente, en la novela también hay una carta que desata el nudo de un amor que va más allá de la vida y de la muerte.

(M. N.)

Otra vez hay apagón. Encendí una vela gorda y perfumada para leer un libro de aventuras.
Las cartas ya las terminé, pero algún día voy a releerlas. Muchas veces, hasta grabármelas para siempre en la memoria.
Hablando de cartas, hoy el cartero me trajo un sobre con mi nombre escrito: Violeta Girales. Del otro lado, en el remitente, estaba escrito el nombre de papá. Mamá le avisó que como todavía no hay Internet en el pueblo, podía escribirme una carta.
La verdad, que esta rebueno esto de las cartas, abrir el sobre, desdoblar el papel, y encontrarte con la letra verdadera y hasta con una manchita de mate sobre los renglones.
Lo que más me gustó leer en la carta de papá, es que pese a todos los cambios me quiere igual que siempre, que me extraña, y que muy pronto volveremos a vernos.
La guardé en la cajita que parece un libro. La que hizo Quito. En el cajón de las medias. Junto a las otras.

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