La novia (carta) robada (a Faulkner) 

Josefina Ludmer 

En la selva de La novia robada, donde se confunden el goce del reconocimiento (leer una vez más a Onetti) y el terror de lo ilegible (un delirio que penetra de insensatez el relato) es posible pensar, por lo menos, en tres lógicas madres de la literatura: la del otro texto, la de las cadenas verbales la del sueño-deseo:

I. Bisinidem

El relato se dice una carta dirigida a la novia muerta-robada: «La carta planeada en una isla que no se llama Santa María, que tiene un nombre que se pronuncia con una efe de la garganta, aunque tal vez sólo se llame Bisinidem» (1).

La carta -la forma epistolar- exhibe ciertos elementos que fundan la escritura. Es, ante todo, un diálogo escrito con lo que queda del otro (su palabra-voz, resonando) cuando se ausenta; en verdad exige del otro la desaparición elocutoria -el silencio: esa forma de la muerte- para incluirlo como destinatario y lector. Si toda escritura implica un público interno contradictorio, una figura a la cual se dedica: otro yo, modelo plagiado, padre, que se trata de seducir y destruir a la vez, la carta manifiesta en su forma misma este conocido juego del dual: supone la muerte de ese público y la suscita, pero requiere su resurrección en el momento de la lectura, que acarreará la muerte correlativa de su autor. Toda carta es una cita alternada con la muerte (de los pronombres en la correlación de subjetividad); como en el duelo, como en el juego, lleva al extremo la inversión permanente de las funciones de los participantes. Pero toda carta forma parte de una cadena que puede extenderse indefinidamente hacia ambos lados: siempre es posible responder-escribir, ser lector-autor; el juego y el duelo (el desafío: la muerte del otro y su resurrección) pueden proseguirse sin que nada cambie, en un intercambio repetitivo y circulatorio; sin represalias. En realidad, la carta es el modelo del discurso bifocal: se orienta no sólo hacia lo que dice sino hacia otro relato, incluye la palabra del otro y hace presente la cita -elíptica o tácita- del discurso de su destinatario: la otra palabra escinde y desposee al que escribe, que resulta yo (y su palabra) y otro que yo (la palabra del otro). La oscilación entre texto propio y texto (discurso, voz) del otro que produce el propio, la posibilidad de reversiones constantes en el campo de los pronombres personales, la necesidad de absorber el relato del otro para poder replicar y de suponer siempre otra carta (anterior o futura) para poder escribir, hacen de la forma epistolar un depósito de las propiedades de la escritura en campo de la propiedad: no se sabe de quién es la carta, si de aquel que la escribió, dijo yo y citó al otro, o de quien la recibe y la exhibe, de quien lee yo. La novia robada cuenta esa variante del despojo, constitutiva de la palabra bifocal; esa dialéctica de muerte y resurrección, de apropiación-cita del discurso del otro y de voluntaria despropiación: La novia robada dice que toda carta -toda escritura- es una carta robada. Como toda novia: el padre la entrega (él, que la engendró y le dio el nombre) a otro, en un pacto de sacrificio y deuda.

Entonces es coherente que la carta – La novia robada – disperse los pronombres de la enunciación, suponga la muerte de su destinataria, le cuente su propia historia (no la del que escribe sino la de Moncha, la novia) y se produzca en un diálogo intertextual. Disperse los pronombres: el texto parte de un «yo», una firma: J. C. O., dirigido al «tú» de Moncha pasa al «nosotros» (se trata de un «nosotros» exclusivo: yo más ellos», los notables, y no de la inclusión «yo más tú’), y se borra para dejar lugar a «él», el médico (el otro, el doble), que es finalmente quien consuma la carta. Supone la muerte de su destinataria y le cuenta su propia historia, acentuando el hecho de la despropiación: el que escribe desaparece y se dispersa para (y porque) dar al otro lo que es suyo, su propio relato. Y todo el relato se produce en un diálogo íntertextual, en un tejido de la palabra «propia» y de la palabra «del otro», según el modelo de la carta; La novia robada se genera en el juego de dos textos uno propio, Juntacadáveres , y un cuento de Faulkner, Una rosa para Emily .

El procedimiento es, en los dos casos, casi el mismo: una cita o reminiscencia del otro texto y un trabajo de transformación diseminado en todo el relato. La novia robada alude directamente a Juntacadáveres (2) y a Lanza, que allí narra la historia del falansterio, la prehistoria de La novia : Marcos joven era novio de «la chica de Insurralde, casi compatriota mía. Tengo para mí que el verdadero apellido debe ser lnsaurralde ‘ (3). Las palabras de Lanza son citadas textualmente en La novia a propósito de la descripción de Moncha: «una mirada desafiante, una boca sensual y desdeñosa, la fuerza de la mandíbula».(4) Pero el centro del robo de Juntacadáveres consiste en un personaje, Julita Malabia, que padece la misma demencia que Moncha, la novia robada y, como ella, se suicida. (5) Julita pierde a su marido y enloquece, Moncha a su novio; Julita era hermana de Marcos, el novio muerto de La novia robada : Marcos aparece en La novia con la misma función de Federico Malabia, su cuñado, en Juntacadáveres (los dos son el muerto), así como Moncha aparece con la misma función que Julita (su cuñada si se hubiera casado). La novia robada Juntacadáveres son relatos hermanos y complementarios: en La noviala muerte de Moncha ya ha ocurrido desde el principio, en Juntacadáveres se produce al final del relato; en La novia se trata de un novio muerto (y lo que le falta a la novia, eso de lo cual ha sido robada, es la boda, el rito), en Juntacadáveres de un marido muerto (y lo que falta Julita, lo que alucina, es el hijo). Pero en Juntacadáveres el muerto tiene un sustituto: su hermano Jorge Malabia, que sostiene en el relato la función de la escritura (6) (es el poeta, el artista adolescente que se encierra a escribir), como si esa función fuera, precisamente, la suplencia de lo que falta. Sustitutos del muerto, de los muertos, puesto que son dos en La novia , parecen ser (como en Juntacadáveres) los dos «escritores» del texto: el «yo» de ‘J. C. O.» y el médico Díaz Grey. Pero esos muertos de La novia «reaparecen» en la relación productiva que establece el cuento con Juntácadáveres : el «robo» a Juntacadáveres implica moverse con un texto paterno (anterior, mayor, que narra una prehistoria) respecto de La novia , y al mismo tiempo con un texto hermano, propio, del mismo autor: La novia Juntacadáveres son dos Onetti , como los muertos que faltan, dos Bergner tío y sobrino . Esa relación de producción entre los dos textos reproduce, en otro registro, la misma relación que une a los ausentes de La novia .

La isla de la «efe de la garganta» alude a Faulkner (y a Yoknapacawpha), pero La novia no menciona su nombre ni el título de ningún relato de Faulkner; sin embargo, lo cita en una cita que, cuarenta años después, tendría Moncha con Marcos: «. . . alguien, alguno puede jurar que vio, cuarenta años después de escrita esta historia, a Moncha Insaurralde en la esquina de Plaza [. . .] Mucho más pequeña, con el vestido de novia teñido de luto, con un sombrero, un canotier con cintas opacas […] apoyada casi en un delgado bastón de ébano, con el forzoso mango de plata» (pp. 1419.1420); ese anacronismo reitera la descripción de Emily en Faulkner: pequeña, de negro, con el bastón de mango de oro. (7) La «cita» (y aquí Onetti introduce su operación favorita, la asociación por homonimia) preside la relación de producción con el otro texto. Los datos de Una rosa para Emily , que se transforman en ejes de La novia , siguen dos reglas fundamentales: la inversión y el desplazamiento.

Inversiones . Faulkner supone siempre el negro; Emily se viste de negro y es acompañada y servida por un negro. En La novia el blanco -lo blanco- aparece amplificado y disperso a lo largo de todo el relato, dominándolo: se dice constantemente de algo blanco que se tiñe de amarillo por suciedad o vejez, de un blanco puro y de la caducidad de lo blanco (en Faulkner el color signo de la caducidad es el pelo gris hierro de Emily). Pero el eje de lo blanco en La novia es el vestido de novia, ensuciado, envejecido, arrastrado. Y ese eje se enlaza con el texto de Faulkner en una segunda inversión: Emily compró un ajuar de hombre para Homer Barron, su novio; en Onetti sólo se alude al ajuar -al traje de novia- de la mujer, de Moncha. El dato de color aparece, pues, invertido (y la inversión es polar, una vuelta en su contrario), así como aparece invertido en su contrario el «género» del ajuar, masculino/ femenino.

La otra inversión central atañe al asesinato del novio en Faulkner, por envenenamiento, que es suicidio de la novia en Onetti. Emily pretende comprar arsénico en la botica, el veneno más rápido y fuerte; Moncha se «envenena» lentamente, tomando «algunos -pero no bastantes- seconales» (p.1421); Barthé, a cuya farmacia va Moncha todas las noches a jugar tarot, se queja de que Moncha no haya robado veneno («por qué no robó veneno, que de ninguna manera hubiera sido robar, y terminó más rápido y con menor desdicha», p. 1416). Matar al novio/matarse la novia, envenenar/no tomar veneno, son otros modos de la inversión en la relación intertextual.

Desplazamientos . El novio imposible de Emily tenía inclinaciones homosexuales; en La novia la homosexualidad se desplaza hacia la botica, hacia Barthé y el mancebo/manceba, y a un relato de la misma Moncha sobre una noche en Barcelona. (8) El desplazamiento de la homosexualidad, que deja impoluto al novio muerto, a Marcos (digno de ella: como ella, de una de las familias principales de Santa María, y no como el novio de Emily, indigno, yanqui), está enlazado por una cadena fonética: el novio de Emily se llama Homer Bar ron, el boticario homosexual de La novia se llama Bar thé, y la noche de los bailarines transcurre en Barcelona; la repetición del significante liga el sentido y su viaje.

Emily es asesina, loca y perversa: consuma su boda con ese a quien mata; se acuesta y duerme a su lado, durante cuarenta años , con el cadáver putrefacto. La habitación nupcial, con el ajuar que ella misma compró al novio, está intacta cuando entran los hombres -Emily ya ha sido sepultada- forzando la puerta; esa habitación fuera del tiempo fue para Homer Barron ataúd y sepulcro, para Emily cámara matrimonial (ella había negado la muerte de su padre; lo mismo hizo con la de su novio; lo mató para negar su muerte). En Onetti esa habitación nupcial, dormitorio, ataúd, sepulcro y clausura, se transforma en vestido de novia de Moncha: una coraza, un disfraz que resulta «vestido, salto de cama, camisón y mortaja» (p. 1421): los dos continentes conservan la misma función; los dos sirven para, dentro de ellos, casarse, dormir, yacer, morir: sólo ocurre el desplazamiento de la cobertura, que encierra a sus personajes interponiendo el velo de la ficción. (9)

«La carta planeada en una isla que no se llama Santa María, que tiene un nombre que se pronuncia con una efe en la garganta, aunque tal vez sólo se llame Bisinidem.» Quizá Bis-in-idem, dos veces en lo mismo, sea la palabra clave de La novia robada : reunir otros dos textos en el mismo relato; lo mismo propio y lo mismo otro; la novia robada a Faulkner y la loca sustraída a Onetti; la carta robada al «yo» y escrita por «él», el otro. Y en el interior de ese juego de reiteraciones, otro: a Juntacadáveres , el texto propio, se lo repite y cita textualmente, y de Julita se hace otro personaje, una hermana, su reedición: «Otra loca, otra dulce y trágica loquita, otra Julita Malabia» (p. 1409), el subrayado es nuestro). Al contrario, de la Emily de Faulkner se hace otra Moncha : «Me dijeron, Moncha, que esta historia ya había sido escrita y también, lo que importa menos, vivida por otra Moncha , en el sur que liberaron y deshicieron los yanquis» (p. 1403, el subrayado es nuestro). Del mismo modo ocurre con «la visión» de la novia cuarenta años después: una Moncha envejecida, enlutada, deformada y desplazada, otra Moncha pero nunca Emily, a pesar de su descripción (p. 1419). En este juego de reediciones y robos se desposee el relato propio, actual ( La novia robada ) en favor de otro texto hermano, anterior (pero otro Onetti), y se desposee el relato del otro, de Faulkner, en favor del texto actual: como si Emily debiera escribirse después, cuarenta años después, cuando Moncha envejezca y pueda reeditarse en otra Moncha. Y si Juntacadáveres es citado y reiterado, Una rosa para Emily es transformado, invertido, desplazado: la novia debe disfrazarse con el traje de novia porque es una novia robada. Como en todo robo, en la relación intertextual se fragmentan, diseminan y perturban los rasgos del objeto sustraído, se disfraza a la nov, se la maquilla como una máscara para hacerla irreconocible porque es otra, de otro; reducir el otro a mí (a mío) es negarlo como otro… matarlo. La deformación de un texto como un crimen.

La repetición y la cita «literal» sólo puede ser propia (sólo puede corresponder a un uso «propio» de la palabra «cita») y ejercerse en el campo Onetti, el robo abre, en camino, el uso «figurado» de la «cita» y, a partir de allí, el vértigo de la transformación-desfiguración; abre, en realidad, un discurso segundo, paródico, donde se simula el disimulo del objeto robado, donde se da a creer que la Moncha robada es madre de la Emily del otro, ese padre. El choque y la dialéctica entre texto propio (y su cita y repetición) y texto ajeno (y su robo y transformación) determina en La novia robada , texto desposeído, carta, una oscilación básica: las locas se dividen en dos (Moncha y Julita Malabia), las novias se funden en una (sólo Moncha). La novia robada parodia al mismo tiempo la forma epistolar la relación de apropiación intertextual y el rito del matrimonio, donde entre dos sujetos, hombres, circula esa forma híbrida, disfrazada, codificada, que es una carta, un relato, una novia. (10)

II. La lógica del delirio


La novia robada 
corta varias veces el relato e introduce sintagmas, frases, párrafos extraños; esos corto circuitos del hilo y la lógica narrativa acarrean un asomo de delirio: es fácil leerlos como arbitrarios, encuentros con el sin sentido, momentos incoherentes. Pero La novia sigue rigurosamente otra lógica, la de la escritura y la ficción, la llamada lógica poética: la ley que indiferencia verdadero/falso, que incluye al tercero excluido, que piensa contradictoriamente la contradicción, que obliga a coexistir lo concreto con la universalidad, que repite sin querer decir lo mismo, que identifica realidad y ficción: que afirma la existencia de una no existencia. Esa ley anómala niega constantemente una lógica -la del discurso, la de la lógica- en la cual, sin embargo, se inscribe, y se basa en operaciones significantes (del significante) multívocas, en un sistema que rechaza toda arbitrariedad y todo gesto decorativo. Los «delirios» de La novia robada son legibles no desde sus significados sino en su engendramiento, su producción. Es posible aislar en el relato una cadena vertical que lo recorre y enlaza, en su articulación, algunos de esos saltos insensatos dejando leer los puntos donde se constituyen; esa cadena (una de las teóricamente indefinidas que recorren el texto) dice una vez más que la significación puede producirse y leerse más allá de toda fortaleza subjetiva; que las conexiones están culturalizadas, aunque la escritura parezca instituirlas; que la imaginación no podría inventar (ni reconocer) metáforas si la lengua y la cultura no le brindaran una red subyacente de contigüidades estipuladas: es allí donde lo imaginario de un escritor, el mito de su imaginario (y el narcisismo que le es correlativo: la gracia de la imaginación de un yo divinizado que se permite la extravagancia espiritual) se anula para transformarse en una pura función productiva (y por tanto social) aplicada a las funciones del lenguaje.

A partir del siguiente enunciado se puede leer la producción y el sentido de dos momentos «delirantes» del relato (11): «[. . .] tan suave como el Kleenex que llevan y esconden las mujeres en sus carteras, tan suave como el papel, los papeles de seda, sedosos, arrastrándose entre nalgas» (p. 1403).

Papeles (por lo general blancos) que limpian y se ensucian tomando el color del otoño, la estación del relato: amarillento, amarronado, de hojas caducas. Los pañuelos son usados por las mujeres en el velorio de Moncha: «sólo dejaban de hablar para mirarte, Moncha, para ir al baño o sorberse los mocos detrás de un pañuelo» (p. 1404). Esta variante del pañuelo o del «ir al baño» introduce una escisión, fundamental en el texto: las mujeres hablan miran; acentúa, además, la nariz: el olor es un motivo en el relato. En realidad: las mujeres hablan o miran, hablan o usan pañuelos/papeles higiénicos. El narrador «yo» huele en el velorio los pies amarillos de la muerta, «curiosamente sucios y sin olor» (p. 1404) y, al final, el médico: «No quiso abrir las ventanas, aceptó respirar el mismo olor a mugre rancia, a final» (p. 1422). El olor y la suciedad abren y cierran el relato, acompañando la escritura; el narrador-que-escribe es el que, ante la muerta, tema de su relato, mira-huele-usa papeles: el que no habla.

Pero el centro de la productividad se encuentra en las nalgas, en el «papel [. . .] arrastrándose entre nalgas». Las nalgas son «la cola» en la expresión y uso familiar; la palabra «cola» (la contigüidad por identidad de significados, por sinonimia) no se escribe en el texto en este sentido; «cola» es el término elidido, el término familiar, popular, obsceno, que se debe borrar en la escritura de Onetti para que actúe operando la metonimia que permite el salto a la metáfora (en Onetti lo familiar -en todos sus posibles sentidos, incluido el de «la familia»-, junto con lo obsceno popular, que le son contiguos, constituyen el puente, indispensable pero que debe volarse, para posibilitar la inmersión en el otro mundo de la literatura). La equivalencia familiar nalgas = «cola» y el papel de seda que se arrastra ensuciándose llevan directamente a la cola del vestido de novia (sedas, encajes) que se arrastra y ensucia a lo largo del relato.

Y la cola del vestido de novia arrastrándose (Moncha muestra «la cola», no la esconde, y quizás allí resida su demencia) conduce a dos metáforas explícitas como tales en el texto: la del insecto y la de la sirena «puesta sin compasión fuera del agua» pp. 1415-1416). El insecto, aéreo (como el aire viciado que se huele), con su «caparazón de blancura caduca», aparece «arrastrando sin prisas y torpe la cola larga». Y la sirena (sin pies para besar ni oler sino solamente con cola), que produce las dos secuencias donde parecía reinar lo arbitrario y el sin sentido en la primera lectura:

Alrededor del novio muerto se teje una fábula, una mentira que acepta el pueblo: «Siempre estaba Marcos Bergner volviendo con su yate de costas fabulosas, siempre atado al palo mayor en las tormentas ineludibles y cada vez vencidas, cada día o noche» (p. 1410). Aquí Marcos se liga con Ulises y el episodio de las sirenas ( Odisea , canto 12, versos 154-200): para no entregarse al canto-encanto de las sirenas, que prometen la sabiduría y devoran a los que caen en sus redes, Ulises se ata al mástil de la nave y pone, por consejo de Circe, cera en los oídos de sus compañeros (que ven y no oyen). (12) Pero Marcos = Ulises, el esperado, no sólo contrapone aquí otra vez, mediante esa reminiscencia clásica (que lleva a Joyce), el ver y el escuchar (que equivale a hablar), sino que remite nuevamente a Una rosa para Emily , donde el novio se llama Homer Barron. No debe prestarse oídos al canto de las sirenas, a su «hablar» (como en Homero); en cambio, puede mirarse su cola.

La otra secuencia «arbitraria» engendrada por la sirena es una irrupción: «Santa María tiene un río, tiene barcos [.] los barcos usan bocinas, sirenas (p. 1417) donde, por homonimia, la sirena es la bocina del barco; aquí las sirenas llaman y este párrafo es, de hecho, un llamado al lector (susceptible de ser encantado): «Con su sombrilla, su bata, su traje de baño, canasta de alimentos, esposa y niños, usted, en un instante en seguida olvidado de imaginación o debilidad, puede, pudo, podría pensar en el tierno -y bronco gemido del ballenato llamando a su madre, en el bronco, temeroso llamado de la ballena madre» (pp. 1417-1418, el subrayado es nuestro). Pero esto sucede «cuando la niebla apaga el río», es decir, cuando se enceguece, no se ve (todo se esconde, como los Kleenex «que llevan y esconden las mujeres en sus carteras»); allí emerge el sonido, la audición, cuyo fondo es el velo , el «tul de ilusión» del velo de la novia que esconde su rostro a las miradas. Esta secuencia invierte la relación ver/oír-hablar que aparecía, tácita y como reminiscencia, en la fábula de Marcos: allí se trataba de no escuchar el encanto de las sirenas y, sin embargo, de la posibilidad de verlas (ver su cola); aquí se trata de oír las sirenas de los barcos (los dos motivos se enlazan, además, por lo acuático y el tema de la navegación), pero sobre un fondo ciego, de oscurecimiento de la visión; antes se apelaba a las fabulosas sirenas, a la «literatura» y a la mentira; aquí se trata de la familia («esposa y niños») y de lo familiar; antes el esperado, el que faltaba era el novio (lo que le falta a Moncha es el padre-cura y el novio), aquí es la madre (ballena) y el hijo que se buscan y llaman: no se ven las colas.

El llamado al lector aparece, pues, en una situación de no lectura (la niebla); aparece, entonces, lo oído (y lo hablado) y la familia (del lector y de la ballena); es decir: sobre el fondo de la antiliteratura, de «la realidad» (y del limpio traje de baño que oculta la cola) se pretende irónicamente encantar a un antilector que no tiene nada de fabuloso; el narrador, por antítesis, se encuentra del lado del olor, la suciedad y la visión, en la posición del que ve la cola y usa los papeles higiénicos de hojas caducas (que se tiran) para escribir su carta. El texto se dice, de este modo, un texto anal, ligado con todos los atributos de ese reino: «la cola», la suciedad, el color, el olor, la visión de eso, el robo y el don.

El «delirio», la «imaginación», opera, pues, con: 1) los sentidos idénticos o semejantes que el significante puede cubrir (sus homónimos: cola, sirena); 2) los sentidos idénticos o semejantes al significado de ese significante (sus sinónimos: nalgas = cola; niebla, velo, esconder, no leer), y 3) la remisión a otros textos o corpus (aquí literarios: Homero y Faulkner). (13)

III. Un loco deseo.

Sustraerse al principio de realidad: en esa estrategia de la locura se sostiene la posición del discurso literario (14) erigido (en una aparente paradoja) como defensa contra la locura que lo sitia y alimenta; en otra carta (de Kafka a Max Brod) se lee: «Un escritor que no escribe es una provocación a la locura.» Y los elementos del sistema defensivo que construye la práctica literaria deben buscarse en el campo mismo de eso contra lo cual se defiende: no por azar la rima hermana escritura-locura; el que escribe La novia robada es hermano de Moncha, la loca por su palabra . Si la locura de Moncha consiste en negar dos muertes -la de su novio Marcos y la del cura que debía casarlos- es porque debe cumplir con Io que prometió por carta ; Moncha debe casarse necesariamente porque su palabra es palabra de vasco: allí, en esa palabra (la materia del relato), se encuentra tal vez el nudo productor más importante del texto: «la validez indudable, inconstable de la palabra o promesa de un Insaurralde, palabra vasca o de vasco» (p. 1410) (15). La boda es inexcusable, más allá de la muerte y de la realidad, porque lo único cierto es la promesa de la prometida: la otra carta -el relato- llevará a «realidad» esa palabra; La novia robada casa y no casa a Moncha a la vez: en el modo de escribir la contradicción centellea el núcleo de verdad de la escritura de Onetti.

Moncha es la loca de (por) la palabra dicha por carta; el relato enloquece respondiendo con otra carta escrita por dos sujetos: un yo y un él; el texto disocia el intercambio separando a los participantes; responde aquel a quien la carta de Moncha no fue dirigida; se escribe a la que no responderá (y cómo Moncha, que escribió a un muerto, se escribe a Moncha muerta) se hace concluir por uno el gesto comenzado por otro; en esta cadena abierta donde el mosaico de la enunciación se rompe perpetuamente se realiza la ritual repetición de lo que no ha tenido lugar; el texto dice, en cada momento, la ceremonia de la boda; cumple el deseo y la promesa de Moncha reproduciendo el mismo sistema abierto de la enunciación; se separan los participantes del rito, se diseminan sus funciones, se intercambian los sujetos, se fragmenta, desplaza, disfraza, condensa y combina el sueño, la promesa y el deseo llevados a la satisfacción mediante dos procedimientos: la realización del rito nupcial en los momentos en que aparece Moncha, y la equivalencia de casarse, dormir, morir.

Los cuatro momentos 
Moncha vuelve de Europa, se encierra y el relato narra la «leyenda tan remota y blanca’: una ceremonia fantástica donde la mujer baja «del coche de cuatro caballos»,
avanza por el jardín exótico 
«colgada siempre y sin peso del brazo del padrino»; 
éste «murmura palabras rituales, insinceras y antiguas 
para entregarla, sin violencia», 
«al novio»; sigue 
«cada noche clara, la ceremonia de la mano» 
«a la espera del anillo»; 
en el otro parque, el «real» de Moncha, «solitario y helado, 
ella, de rodillas», 
«escuchando las ingastables palabras en latín» 
«Amar y obedecer» 
«hasta que la muerte nos separe» (pp. 1407-1408).

Este es el sueño que el texto erige en modelo de la boda, mientras Moncha se pasea cada noche por el jardín. A partir de ese momento del relato, los movimientos de Moncha y de los otros personajes realizarán el rito en cuatro etapas sucesivas: la visita al médico, el relato de su paso por Venecia, los encierros en la botica y la cena en el restaurante.

La visita al médico . Es «casi en seguida de su regreso de Europa», antes del vestido y de la «clausura entre los muros» (p. 1408). Moncha fue al médico no por enfermedad sino porque: «Mi padre fue amigo suyo». Díaz Grey es, pues, un sustituto del padre, pero no solamente del padre de Moncha sino del «padre» Bergner, el cura muerto. El médico puede ser padrino y cura a la vez; el médico piensa: «Loca, sin cura, sin posibilidad de preguntas» (p. 1409). Pero Moncha paga para que «me recete, me cure, repita conmigo: me voy a casar, me voy a morir»; el médico recita sólo la primera parte: «Usted se va a casar -recita dócil.» Díaz Grey receta/recita y «cura»; en esas palabras rituales el sacerdote es Moncha, que las emite, mientras el padrino las recita y repite. Pero la novia está distribuida entre los dos sujetos: Díaz Grey es el que tiene «la túnica, tan blanca, tan almidonada», y Moncha el velo: una máscara de maquillaje que le oculta el rostro; el médico piensa: «Si pudiera lavarte la cara y auscultarla, nada más que eso, tu cara invisible». Puede decirse, entonces, que el médico no vio la cara de Moncha.

Y en coche se dirigen, la novia con el padrino, al hotel; allí «Díaz Grey fue y vio como un padre» mientras le roza los codos, acaricia distraído la nuca de Moncha y tropieza con un pecho: ese padrino equívoco (como un novio) ve las telas («el secreto») sin cortar y acepta la verdad de Moncha, la bendice. «Moncha se puso de rodillas para besar los encajes.»

En esta escena se encuentran momentos, elementos, funciones, significantes del rito: una túnica blanca, palabras repetidas, telas y encajes, el coche en el que se trasladan, el contacto de los brazos, la novia arrodillada. El médico no receta sino recita; no cura pero es como un padre; no vio y le roza un pecho; Moncha escucha las palabras repetidas por Díaz Grey, lleva un velo de maquillaje y cae de rodillas.

Después (en el hilo sucesivo del relato) Moncha va a la Capital y Mme. Caron corta las telas del vestido; cuando regresa cuenta algunos episodios de su viaje a Europa.

La llegada a Venecia . Moncha narra que llegó al alba a Venecia: baja del tren, camina por las calles casi vacías y se encuentra con «el San Marcos»; como una sonámbula, llora y: «era como si la soledad, verlo tan perfecto como esperaba, lo convirtiese en parte mía para siempre » (p. 1412, el subrayado es nuestro). Allí, en esa visita, Moncha se apropia (posee mediante la visión) de Marcos, su novio muerto, en un «sueño despierto»; por eso debe decir el San Marcos y no la basílica o la Plaza San Marcos. En esta escena onírica, de viaje de bodas y de fusión de cuerpos, de posesión y de éxtasis, un lugar, un santo, una plaza, una iglesia son al mismo tiempo, por el nombre, un novio y un esposo. El blanco reaparece en la forma del alba, de lo albo; los encajes del vestido de novia eran venecianos: «y el amarillo se insinuó en los bordes de los encajes venecianos» (p. 1403).

Los juegos de cartas y la ceremonia en la farmacia . Se trata de un rito secreto, en encierro; de una práctica mágica que implica la creencia en la omnipotencia del pensamiento, realizada «cada noche» como el sueño de la boda, donde los participantes son tres: el boticario Barthé, ya viejo, el mancebo/a semidesnudo y Moncha con su traje de novia. Allí juegan tarot; en el Club los notables juegan a los naipes. Esas dos escenas en contrapunto, ligadas por las cartas, juegan -otra vez- con la palabra y la visión: Moncha se encierra en la farmacia y es imposible ver qué hacen, a qué juegos se entregan; los notables no pueden ver sino sólo decir: «Veo», «No veo. Me voy», «Veo y diez más» (p. 1413) y pensar «sin voz: los tres; dos, y uno mira, dos y mira el que dijo estoy servido, me voy, no veo pero siempre mirando» (p. 1414). En la farmacia hay, como en la boda, dos hombres y una mujer; el rito del traspaso de la propiedad se desplaza a la propiedad de la farmacia: allí se narra cómo el mancebo exigió la firma del contrato y cómo Barth había pensado que esa sociedad sería un «tardío regalo de bodas» impuesto por el amor y no por la extorsión. Ese robo legal, sin violencia (como el padrino que entrega «sin violencia» la novia) escribe, una vez más, el rito de la boda: el joven toma posesión de la botica, antes propiedad del viejo. En esa escena, en medio de esa escena (puesto que no importa que la firma del contrato haya ocurrido antes, del mismo modo que no importa que el relato de la llegada a Venecia haya ocurrido antes, si en el texto se los narra y lee después) (16), Moncha se pasea por la farmacia vestida de novia; no sólo se encuentran allí un hombre mayor y un joven, sino además etiquetasblancas de los frascos de la farmacia, escritas con palabras «todas o casi incomprensibles» (en el mismo latín, quizá, de las palabras de la iglesia). Y el relato afirma que Moncha es la única viva y actuante, puesto que los otros dos hombres están muertos: «habían dejado de pertenecer a la novela, a la verdad indiscutible»; muertos como los dos Bergner, el cura y el novio. Moncha, encerrada en la farmacia con dos muertos, escucha «las promesas susurradas por el tarot», del mismo modo que los cuatro notables que juegan repiten «con indiferencia voces arrastradas, monótonas y aburridas» (p. 1414): las voces del rito, las palabras ceremoniales y el tarot que legisla los destinos.

La homosexualidad de Barthé lo enlaza con el padre Bergner que se despide eternamente en el Vaticano: «siempre diciendo adiós a cardenales, obispos, sotanas de seda, una teoría infinita de efebos con ropas de monaguillos» (p. 1410, el subrayado es nuestro), y el timbre violeta de la farmacia («las luces violetas que anunciaban el servicio nocturno»), junto con el blanco y el amarillo, reiterados en el relato, dibujan lo papal, la curia.

En estos juegos las cartas están sobre la mesa: un robo legal, sin violencia (y la novia es allí la farmacia), un padrino ligado con el sacerdote por los efebos y mancebos que lo acompañan; Moncha y su traje de novia, las etiquetas escritas en un idioma incomprensible, las promesas; pero el velo cubre a los tres participantes que se encierran cada noche y es posible decir, otra vez, que quien narra no vio .

La cena en el restaurante . Allí todos la ven; el invisible es el novio, Marcos; ahora el velo de la locura hace ver a Moncha lo que no está. Ella llega al hotel del Plaza en el coche, avanza arrastrando su traje hasta la mesa de dos cubiertos; habla a la nada; el maître trae el papel blanco, la cuenta, y la deja entre ella y el invisible: el maître «Parecía bendecir y consagrar, parecía habituado. El smoking de verano otoño también pudo ser entendido como una sobrepelliz convincente» (p. 1419). El maître oficia la boda; la consagra de etiqueta. (Y aquí se elide «carta» por menú o carta de vinos; la «carta» está presente en la visita al médico -Moncha cuenta que arregló su boda por carta-, y en los juegos de póker y tarot.) El «novio» gira alrededor del «vino» (novio que vino), el vino favorito de Marcos: «vino que ya no existía, que ya no nos llegaba, vino que había sido vendido en botellas alargadas que ofrecían etiquetas confusas» (p. 1419, el subrayado es nuestro).

Después de la consagración de la boda y de la cena nupcial sólo queda dormir, soñar, morir. pero el relato insiste en la realización imaginaria de la promesa instaurando una cadena de equivalencias: casarse, dormir, morir (parece resonar, por debajo, el juego shakespeariano con to lie : mentir, yacer, habitar, morir, tener relaciones sexuales). Casi los identifica, y en varios niveles los hace intercambiables.

Casarse, morirse: los únicos momentos del relato en que aparece otro código, el uso de una palabra convencional, la apelación a la fórmula y la parodia que la acompaña, son la crónica social que describe el traje de novia el día de la boda (p. 1411) -boda reiterada cuatro veces con la repetición, en medio de las variantes del vestido y la iglesia, de velo de «tul de ilusión»- y el acta de defunción que cierra el relato. Casarse, morirse, aparecen como en otro registro, puestos en otra palabra, en la escritura de otro… Pero «me voy a casar, me voy a morir» (p. 1409) dice la misma Moncha ante el médico; éste sólo repite la primera parte de la fórmula. La segunda la escribe al final, en el acta de defunción (y allí es médico, así como antes fue padre y sacerdote; es médico, testigo y juez). 

Casarse, morirse, dormirse: el vestido de novia es «vestido, salto de cama, camisón y mortaja» (p. 1421); el texto dice, además, «Y se echó a morir» (p. 1421), utilizando el familiar «echarse a dormir» para operar una sustitución que anuda los dos verbos. En otra parte los compara: «Sabíamos, se supo que dormía como muerta» (p. 1407).

Morir durmiendo, soñando, yaciendo ( lying ); así ocurrió a los dos muertos del texto, el cura y el novio: «El cura había muerto en sueños dos años antes; Marcos había muerto seis meses atrás, después de comida y alcohol, encima de una mujer» (p. 1410). Moncha los condensa; muere en sueños, entregada a se sueño, el de su boda, dormida («con algunos -pero no bastantes- seconales» (p. 1421), envuelta, debajo de su vestido (que fue de ensueño), debajo de la casa, casada, en el sótano, después de la cena, con alcohol, en el restaurante.

El relato, con esta última equivalencia que llega a los bordes de la identificación, construye una coexistencia contradictoria, una serie de alternativas no excluyentes (17), del mismo modo que son no excluyentes sino concomitantes la realización reiterada de la boda y la no existencia de boda a lo largo del texto; el relato piensa así, simultáneamente, el deseo, llevado por el sueño de palabras a la imaginaria satisfacción, y lo real y su imposibilidad radical; piensa el rito y su potencia simbólica, los mecanismos de la ilusión y la creencia: el creo, pero; el veo, sin embargo; el texto piensa con un sistema que trasciende toda lógica lineal y escribe dos relatos a la vez, superpuestos, donde «lo que ocurrió realmente» y «lo que ella deseaba que ocurriera porque lo escribió» se funden en el murmullo del discurso.

Es allí donde el loco y el escritor se alejan y diferencian; contra una ideología que intenta libertariamente fundirlos en la misma empresa transgresiva, es necesario levantar este texto de Onetti, ejemplar, donde el trabajo textual parte de la psicosis y se hunde en ella alucinando lo imposible, pero al mismo tiempo, en tanto trabajo, práctica, poiesis , no se identifica con ella sino que se sitúa y narra lo que tuvo lugar «realmente» en el mundo de la ficción; narra y transforma los signos, signa y deja su marca -robo y don- en nuestra lengua.

¿Es necesario escribir que lo que falta es el anillo, «la ceremonia de la mano»? Y predicar que el texto tiene una forma anular, cerrada (muerte de Moncha al principio/al final; alusión a la carta al principio/al final); que el uso reiterado de una letra, la «o», es garantía suficiente de su presencia; que la ceremonia de la mano es lo que se arrastra a todo lo largo del relato, la mano en su escritura; que se trata, otra vez y finalmente, de un texto anal, pero que toda sublimación es anal?(18)


Notas

(1) Juan Carlos Onetti, La novia robada , en Obras completas , México, Aguilar, 1970, p. 1405. Las Citas de Juntacadáveresremiten a esta misma edición.

(2) «Para entonces, después del indudable suplicio de meses que se llamaron, llamamos los notables para olvidar, Juntacadáveres » (p. 1413). La primera edición de Juntacadáveres es de 1964; la de La novia , de 1968.

(3) Juntacadáveres , p. 882. Moncha escapó de la circulación corporal del falansterio en un «caballo robado», pasó por Santa María y se fue a Europa, según cuenta Lanza a Jorge Malabia en el capítulo XVI de Juntacadáveres , p. 882 y ss. En Juntacadáveres se encuentran los personajes de La novia (Barthé, el mancebo de la farmacia, el médico Díaz Grey, Marcos y el padre Bergner) y los mismos tipos de narradores: el yo (de Jorge Malabia), el nosotros (de la comunidad) y un yo tácito que cuenta la historia del prostíbulo, Larsen y las prostitutas.

(4) La novia robada , p. 1405, y Juntacadáveres , p. 884: en La novia se reemplaza «una mirada desafiante, una boca sensual» por «la mirada desafiante, la boca sensual», citando y corrigiendo al mismo tiempo. La novia cuenta, además, otro episodio de Juntacadáveres , el desfile de las jóvenes con el cartel que reza «Queremos novios y maridos sanos» en la campaña contra el prostíbulo.

(5) Dice La novia (p. 1409): «Otra loca, otra dulce y trágica loquita, otra Julita Malabia».

(6) La función de la escritura en Onetti es siempre la construcción de la prótesis de lo que falta. Jorge Malabía, de Juntacadáveres , del escritor, es absolutamente análogo (en su estructura y en el interior del relato) al Brausen de La vida breve , que debe escribir para fabricar el pecho que falta en Gertrudis.

(7) William Faulkner, Una rosa para Emily , en Estos trece , Buenos Aires, Losada, 1956, p. 128 «una mujer baja, gorda, de negro, con una fina cadena de oro que le bajaba hasta el talle y se perdía en la cintura, apoyada en un bastón de ébano con puño de oro opaco» (la variante oro/plata del puño del bastón es, en Onetti, una figura de inversión).

El cuento de Faulkner narra que Emily Grierson negó la muerte de su padre; no quiso pagar impuestos en una ciudad que el paso del tiempo había transformado en otra (y para ello apeló a otro muerto, el coronel Sartoris); se encerró, siempre vestida de negro, con un negro sirviente; tuvo un novio yanqui con inclinaciones homosexuales; compró el ajuar para el novio -que un día desapareció del pueblo-; compró veneno; ‘la casa sucia de Emily despedía un olor insoportable y fue necesaria una excursión nocturna de algunos hombres para arrojar cal; Emily fue vista, desde entonces, en contadas ocasiones hasta su muerte. Había llegado a ser obesa y su pelo color gris hierro; una vez sepultada, el pueblo descubre (un pueblo que la juzgó loca, como a una antepasada suya, pero que se apiadó de ella y hasta estaba dispuesto a aceptarle el nefasto novio) que en la habitación del piso superior de la casa, clausurado, se encontraban los restos del novio, a quien Emily había envenenado, en el lecho nupcial; en la almohada junto a él había un pelo gris hierro.

En Faulkner el relato se abre y cierra con la muerte de Emily; las mujeres de la ciudad acuden al entierro para ver el interior de la casa; La novia está, del mismo modo, enmarcado con la muerte de Moncha; las mujeres concurren, pero no curiosas por la casa sino por la desnudez de Moncha.

Tanto en Faulkner como en Onetti narra un nosotros; en Faulkner esa persona no parece diferenciarse del conjunto del pueblo, ni los muy jóvenes ni demasiado viejos; en Onetti son los notables, los que juegan al póker en el Club, los viejos que conocen los antecedentes y la historia del pueblo.

Tanto Emily como Moncha pertenecen a familias tradicionales; en los dos relatos hay un progreso de la ciudad, que se opone a las anacrónicas historias de las mujeres. Las dos niegan el transcurso del tiempo y se encierran en su casa: a Emily sólo la acompaña un negro; Moncha aparece siempre sola, aunque se alude a un chofer, ama de llaves, jardinero, peones y «peonas». Moncha muere en el sótano y Emily en el piso bajo de la casa.

Emily niega la muerte de su padre y del coronel Sartoris; con su novio realiza otro tipo de negación: consuma su boda después de matarlo. Moncha niega la muerte del «padre» (cura) Bergner y de su novio Marcos Bergner.

El olor del cadáver de Homer Barron, en Faulkner, invade e pueblo, que ignora que se trata de un cadáver y lo atribuye a falta de limpieza; en Onetti se alude a tos pies amarillos de Moncha, ya muerta, sucios y sin olor, y a «la primera, tímida, casi grata avanzada de tu podredumbre» (pp. 1404-5).

Emily no cumple con el pueblo, no paga impuestos; Moncha cumple estrictamente con fechas y aniversarios, aun con los que requerían ser olvidados.

En Faulkner los hombres fuerzan la puerta del dormitorio del piso alto, clausurado, cuando muere la mujer; en Onetti el médico, que escribe la carta, se niega a abrir las ventanas ante el cadáver. Es evidente la relación entre los dos relatos: varios datos comunes y muchos otros que aparecen invertidos.

(8) «Y después, o fue antes, una noche en Barcelona; el muchacho que bailó, vestido de torero [.] los dos muchachos bailando juntos. muy apretados [.] y el dueño que me ofrecía una pareja y el Susto que tenía, no sabiendo si me ofrecía un hombre o una mujer» (pp. 1412-1413).

(9) La diferencia consiste en que no se sospechó que Emily yaciera allí (la habitación se clausuró y no fue vista por nadie durante cuarenta años); Moncha, en cambio, se desplaza con su vestido ante Los ojos del pueblo

(10) Pero Bisinidem alude, además, al sistema de repeticiones que saturan el texto: reiteraciones lexicales, sintácticas, juegos etimológicos, paralelismos, variantes verbales y pronominales, anáforas. El juego de la repetición (característico de los textos de Onetti producidos a partir de la figura de la muerte) sigue la misma ley que el del ínter- texto: se reitera haciendo de «lo mismo» algo «otro» y viceversa: «me dijeron», «dije», «te lo digo» (p. 1403); «papeles de seda, sedosos» (p. 1403); «nada […] tiene importancia», «nada importa» (p. 1404); «Volvió, como volvieron, vuelven todos» (p. 1405); «la primera, tímida, casi grata», «el primer, tímido, casi inocente» (p. 1405); «Sabíamos, se supo» (p. 1407); «cada noche clara», «cada. inexorable noche blanca» (p. 1408); «que se llamaron, llamamos los notables» (p. 1415); ‘Sin embargo, alguien, alguno» (p. 1419). En la «crónica social» de la boda se reitera cuatro veces la descripción del vestido, variando los datos (p. 1411); en el acta de defunción se repite «Santa María» tres veces (p. 1422).

(11) Es nuestro punto de partida porque es el primero que se lee (se encuentra en el segundo párrafo del relato), pero no es necesariamente el punto de partida productivo: se podría llegar a este mismo enunciado desde otro. Es decir, este segmento no es causa ni origen de la cadena -y no se puede decir cuál surgió primero-; se trata de un sistema de producciones mutuas y múltiples, de una relación dialéctica. Por lo general lo primero que se lee fue escrito después, y Onetti lo sabe muy bien cuando trabaja con histerologías.

(12) Toda esta reminiscencia opera, precisamente, elidida; no se escribe en el texto. Pero la palabra «cera» no falta, y se liga con «velas»: «Si hay nardos y jazmines, si hay cera o velas» (p. 1420).

(13) Las cadenas pueden seguirse indefinidamente: con Marcos regresando siempre se anuda la historia de los que vuelven a Santa María después de la inevitable estadía en Europa y «hoy vagan, vegetan […] tan lejos y alejados de Europa, que se nombra París, tan lejos del sueño, el gran sueño» (pp. 1405-140); ese sueño se liga con el sueño de Moncha, la boda, el morir en sueños, etcétera. Por otra parte, la escisión ver/oír (o hablar), rige en el juego de póker de los notables, que pueden decir «veo» pero no hablar (y que no ven a Moncha encerrada -escondida- en la farmacia), en la referencia del primer narrador a su carta dirigida a Moncha: «Muchos serán llamados a leerlas, pero sólo tú, y ahora, elegida pata escucharlas» (p. 1403), etcétera.

Pero los papeles blancos que se arrastran a lo largo del relato y se ensucian en tanto escritos, impresos o firmados, aparecen en cada una de las secuencias narrativas:

– la carta, las cartas = naipes (póker, tarot); la carta mediante la cual Moncha convino su boda con Marcos;

– la receta que Moncha pide al médico cuando lo visita;

– las etiquetas de los frascos de la farmacia;

– el contrato que firman Barthé y el mancebo por el cual éste se apropia de parte de la botica;

– la cuenta que el maître lleva a Moncha en el restaurante; el canelón del desfile de las jóvenes en su campaña contra el prostíbulo;

– las notas sociales de los periódicos;

– el certificado o acta de defunción que escribe finalmente el médico.

(14) Lo cual no quiere decir que lo real no retorne y anide constantemente en él.

(15) No solamente el lugar común, «familiar» (como en l mayoría de los relatos de Oneui), de la palabra de un vasco , mueve el sistema productivo del texto, sino que éste imita muchas veces, en arranques «delirantes», la concordancia vizcaína; la práctica de la brujería con el tarot añade otro elemento al tema de lo vasco

(16) Lo que cuenta en este caso es el relato como sucesión; una cadena donde los antes y los después no tienen en cuenta los tiempos ni modos verbales; se borran también, para esta lectura, los «como» («como un padre») y los «parecía» («parecía bendecir»), se borran en la identidad del ser; en esa intemporalidad y amodalidad ( como si sólo se tratara de nombres : infinitivos y sustantivos) hay una sucesión ritual: el relato y la ceremonia de la boda, el relato de la ceremonia

(17) Todo el relato juega, mediante el uso reiterado de la disyuntiva «o», con la coexistencia de posibilidades excluyentes (es decir, con la disyunción no exclusiva): palabra vasca o de vasco, Insaurralde o Insurralde, carta de amor o cariño o respeto o lealtad; este juego está ya escrito en el segundo párrafo del relato: «Sin consonantes, aquel otoño que padecí en Santa María » (p. 1403): «otoño» sin consonantes es o-o-o.

(18) El tema del encierro en el interior del vestido, en el sótano para morir, del encierro de Moncha «con llave» en su casa de muros altos, del encierro en la botica, de la fantástica cita con Marcos que se prolongaba hasta que todo quedaba cerrado; la utilización permanente de términos como: llave, clave, clausura, secreto sellado, hermético, guardián, relacionan el vestido de novia y la ceremonia de La boda con la virginidad, una virginidad que no llegó a romperse. Pero el relato aludió antes a una Moncha diferente: «recuerdo y sé que regimientos te vieron y usaron desnuda. Que te abriste sin otra violencia que la tuya» (p. 1404): se trata del conocido juego onettiano cuyo eje es la palabra «loca»: demente y prostituta; este tema adelanta el de la otra locura. La ‘virginidad, no tocada en el texto, es otro núcleo ligado con el robo, el ensuciarse, cierto placer perverso con la basura, con los olores: compárese esta temática anal de la virginidad y el robo que la acompaña, que acompaña toda temática anal, con otro magnífico relato: La virginidad de Witold Gombrowicz.