Universidad de Buenos Aires
Lo que la obra no dice, lo manifiesta, lo descubre en todas sus
letras; no está hecha de nada más. Ese silencio le da también su
existencia.
Pierre Macherey
(…) lo que obsesiona es lo inaccesible de lo que no podemos
deshacernos, lo que no encontramos y por eso no podemos evitar.
Lo inasible es aquello de lo que no se escapa.
Maurice Blanchot
Introducción
La tragedia de Hamlet comienza con la aparición de una sombra espectral
que solamente romperá su silencio varias escenas más tarde, ante la pertinente
y adecuada interpelación. Desafiando las aprensiones de Horacio, quien teme
pueda ser privado de “la soberanía de la razón”, el príncipe Hamlet sigue al
espectro para interrogarlo. En las revelaciones de la sombra encontraremos no
sólo el motor que desencadena la acción justiciera del drama –es decir, el relato
del crimen cometido por Claudio–, sino también el origen de la actitud
dubitativa que horada la voluntad y posterga las decisiones. El relato posee una
lógica incuestionable, pero será la naturaleza sombría del emisor –el fantasma
del padre– la que le reste credibilidad. Ligada al abismo de incertidumbre que
abre la muerte, la duda carcome como un ácido los postulados racionales, el
sentido común, el escenario mundano de apariencias y costumbres,
proporcionando al protagonista el espesor y la complejidad de un héroe
moderno. La opacidad de la sombra ocupa el lugar de la verdad en la obra, pero
no se trata de una verdad en términos de correspondencia y constatación, para
nada como planteo de perfiles nítidos o certezas irrefutables, sino que
justamente es verdad por ser oscura, por trascender una frontera y cuestionar el
horizonte mismo, por permitir asomarnos a su dimensión de zozobra y
ambigüedad.
La duda de Hamlet se origina entonces, en la procedencia incierta de la narración, ante cuyas siniestras manifestaciones no puede cesar de preguntarse por el sentido y la veracidad de sus sentencias, puesto que esas formulaciones son de un orden distinto, provienen de la oscuridad y de la ausencia. Ausencia (del padre) que nos remite a la propia naturaleza de la lengua en tanto proclama paradójica que configura sus objetos a partir del vacío. Porque el ser de la palabra también es una ausencia, un espectro: ella es la nada que convoca y sustenta toda la creación. Veamos esto; la palabra implica una mirada, viene de una mirada y como tal de una distancia sin la cual no habría diferencia sino con-fusión con la cosa, el lenguaje mismo sería impensable sin esta distancia que proporciona la imprescindible perspectiva. Aunque resulte paradojal para que la palabra aparezca la cosa que ella evoca debe retirarse, más categóricamente Blanchot asevera que la palabra mata a la cosa. (Blanchot, 1993, pp. 43-50). Claro que de ese asesinato figurado brota la vida más intensa: la nominación extendiéndose sobre los objetos como principio de dominio, y el universo de lo abstracto como fundamento esencial de todo proyecto de producción material del mundo humano.
Esta naturaleza paradójica del lenguaje, en tanto vacío que nos permite
apoderarnos de las cosas y crear otras, nos conduce al trillado problema de la
relación con el referente y –de manera oblicua– al tema de la especificidad o
autonomía. Para lograr su autonomía la obra construye su especificidad a partir
de sus propios límites, pero esa diferencia que la hace ser proviene de las
relaciones que establece con lo que ella no es. Esto implica concebir al borde no
como una coraza rígida o hermética, sino más bien como una piel, como una
zona porosa de intercambios y tensiones, puesto que allí se manifiesta la
alteridad: sobre ese fondo oscuro se dibuja el contorno de su cuerpo y de esa
oscuridad toma también profundidad, sentido.
La idea de que el lenguaje humano no puede decirlo ni abarcarlo todo no
es nueva. Para el pensamiento oriental lo inefable es la culminación
iluminadora del acto contemplativo, al que arriba el sabio después de
desprenderse de las limitaciones del lenguaje, sobre todo del concepto ingenuo
y consecutivo del tiempo, inherente a la sintaxis. A manera de ejemplo
remitimos a las célebres compilaciones de aforismos y sentencias atribuidas a
Lao Tsé, conocidas como el Tao Te Ching (siglo VI A. C.) y su forma de
desarticular los encadenamientos silogísticos utilizando la paradoja como
herramienta fundamental para acceder al verdadero sentido de la vida
humana. (2)
Por otra parte, mediante los koan-zen los maestros budistas enseñan
las limitaciones de la lógica causal provocando una ruptura, un desfase entre la
interrogación del discípulo y la naturaleza absurda de la respuesta. (3)
Más
reciente, sin embargo, resulta el intento fundamental de la literatura moderna
de romper las secuencias causales y la temporalidad lineal y sucesiva con el
propio lenguaje, con las palabras y con el silencio. Estudiando la categoría de lo
inexpresable y la desconfianza radical en el lenguaje resumida en aquella frase
de Wittgenstein sobre que “la ética no puede ser expresada”, George Steiner
concluye que el lenguaje sólo puede ocuparse significativamente de un
segmento de la realidad particular y restringido: lo demás es silencio (Steiner,
1976, p. 38).
El carácter de inenarrable del holocausto, la incompatibilidad del orden
fáctico con el orden del discurso es una constante en los testimonios de Primo
Levi, quien nunca se cansaría de repetir que nuestra lengua no tiene palabras que
expresen la destrucción de un hombre. Si el lager era una gigantesca maquinaria
planificada para convertir millones de hombres en alimañas con la finalidad de
simplificar su exterminio, resulta coherente que la articulación del lenguaje
humano sea incapaz de dar cuenta de semejante regresión. Por eso
sostenía que quizás no se pueda comprender todo lo que sucedió, o “no
se deba
comprender”, puesto que comprender casi es justificar. La etimología del
verbo,
en el sentido de “contener”, “ponerse en el lugar, identificarse”,
pareciera darle
la razón (Levi, 1947, pp. 28 y 208). Sin embargo, junto a esta
impotencia
encontramos la más inquebrantable voluntad de dar testimonio con las
palabras, de estampar el horror del nazismo bajo caracteres indelebles
que no
permitan que la memoria se disperse como las cenizas de Auschwitz en el
viento.
Existe un inconciliable antagonismo entre esta necesidad de crear conciencia acerca de la peligrosidad del fascismo –necesidad que suele ahogarse en el límite de lo inefable–, y la manipulación repugnante y obscena que el Tercer Reich imprimió al idioma, distorsionándolo hasta la deformación y el agotamiento. En un ensayo de 1959, George Steiner caracteriza con lucidez implacable la corrupción llevada a cabo por los nazis en la lengua de Rilke y Thomas Mann. Las torturas y experimentos atroces practicados en los prisioneros por la Gestapo eran registrados y clasificados en forma detallada y minuciosa, así como la propaganda de Goebbels y Himmler recurría a eufemismos como “Solución final” para referirse al exterminio de millones de seres humanos en las cámaras de gas. Cuerpo y lenguaje fueron uno en el martirio:
las palabras fueron forzadas a decir lo que ninguna boca humana debiera haber
dicho jamás. El Idioma fue utilizado para incorporar a su sintaxis lo infernal,
usado para destruir lo que de hombre hay en el hombre e instaurar en su
conducta lo propio de las bestias. Poco a poco, las palabras perdían su
significado original y adquirían acepciones de pesadilla. Jude, Pole, Russe
vinieron a significar piojos con dos patas, cucarachas que los maravillosos arios
debían aplastar. (Steiner, 1976, pp. 127 y 128).
Frecuentemente se confunde la
imprescindible autonomía literaria con independencia de lo
social-histórico, lo cual es tan absurdo como pretender
negar el aspecto instrumental del lenguaje. En el tratamiento
crítico de Las cartas
que no llegaron,
(4)
este riesgo parece nulo dado su enorme componente
autobiográfico. Mauricio Rosencof, fundador histórico –junto con Raúl Sendic–
del Movimiento de Liberación Nacional «Tupamaros», fue uno de los rehenes
que la dictadura uruguaya (1973-1985) mantuvo durante doce años en
cautiverio bajo amenaza de muerte como represalia ante cualquier eventual
actividad del Movimiento, sometido a todo tipo de torturas y vejámenes,
simulacros de ejecuciones, encapuchado, obligado a padecer la sed hasta el
extremo de llegar a beberse los propios orines, incomunicado en celdas
minúsculas que eran verdaderas mazmorras medievales.
Lo que suele olvidarse ante textos con semejante carga testimonial es el
límite entre el o los narradores y el autor real. En este caso, ese olvido –en tanto
soslaya una de las operaciones esenciales de su escritura– actúa en desmedro
del alto nivel de formalización que la novela posee. Tramada desde la
incertidumbre y la carencia, con un enorme poder de síntesis que nunca apela a
explicaciones realistas, la configuración del narrador principal contiene
evidentemente datos de la experiencia del autor, pero estos ingresan en el texto
depurados bajo diversas técnicas de selección, fragmentación y montaje,
enhebrados por mecanismos analógicos, metafóricos y simbólicos, es decir,
sometidos a un procedimiento complejo que les confiere status literario
fortaleciendo además su eficacia en tanto testimonio. Afirmo esto a la luz de
que el testimonio en cuanto género posee una funcionalidad circunstancial y un
pragmatismo de lo inmediato que en muchos casos actúa como un lastre
forzoso una vez que se ha modificado la coyuntura histórica. Respecto de la
autobiografía como género, aquí tampoco encontramos una relación pautada
por un orden cronológico ni un desarrollo consecutivo que tienda a reponer en
forma sistemática y rigurosa la historia individual o la personalidad del sujeto.
(5)
Por otra parte, la configuración estética no debe concebirse como un afeite
superfluo ni un adorno prescindible, sino como el producto de un trabajo que
favorece la articulación reflexiva de la vivencia particular con otros registros y
circunstancias, potenciando, en consecuencia, su operatividad testimonial en el
tiempo (Léjeune, 1975, p. 14)
Dividida en tres partes, en “I. Días de barrio y guerra” se recuperan las
vivencias de “Moishe” en Montevideo desde los finales de la guerra civil
española, con la intercalación de cartas apócrifas de los parientes judíos desde
Polonia durante la ocupación nazi; la segunda parte (II. “La carta”) corresponde
a una larga carta imaginaria al padre desde la prisión; y en “III. Días sin
tiempo” se alternan el tono coloquial con el padre y referencias al holocausto en
relación con la dictadura uruguaya (1973-1985).
No se puede
La novela comienza con el reconocimiento de una imposibilidad (“No
puedo precisar con exactitud qué día conocí a mis padres”), e inmediatamente,
el segundo párrafo, instala la dimensión del recuerdo: “Pero recuerdo –eso sí–
que cuando vi a mamá por primera vez, mamá estaba en el patio”. Puesto que
el conocimiento de los progenitores normalmente es gradual, podemos
entender este planteo introductorio impregnado en parte por los recursos
interpretativos de la infancia que se busca recuperar. En estos dos párrafos
iniciales aparecen de manera embrionaria los mecanismos productivos del
texto: a la negatividad inicial que exhibe una falta, se le opone la actividad
volitiva de las imágenes subrayada por el coordinante adversativo. Hay un
vacío, parece adelantarnos el texto, pero también está la determinación de
trabajar con la memoria y la imaginación en torno a lo inenarrable, dibujando
las aristas del cráter, invocando al silencio para que se manifieste, de la misma
manera que en el presidio se leen las cartas censuradas.
Te autorizan una cada quince días, en una carilla, letra de imprenta, donde no se
puede decir nada más que está todo bien: la salud, el tiempo, mamá; y no
nombrar a nadie, como si no tuvieras vecinos, amigos –parientes sé que no–, pero
la gente del barrio está ahí, en las líneas no escritas y tantas veces tachadas. (75)
Consecuente con la estrategia de “entrelíneas” la narración tampoco nombra,
sino que pone en escena la imposibilidad de nombrar; como si el cuerpo del
texto participara, con sus procedimientos elípticos, de la mutilación y la
carencia. La escritura se dispara hacia los baches de la historia familiar
reciclando el recurso original del cautivo que supo refugiarse en los recuerdos
para preservarse del desquicio, reproduciendo una disposición epistolar, un
dialogismo forzosamente imaginario, ya que sus cancerberos no le permitían
ninguna conversación ni escritura.
Vivir en un mundo sin niños
En este primer capítulo pareciera más pertinente hablar de volver al
niño, ya que los recuerdos asumen una actitud mucho más radical que la de
una evocación; no se describen las peripecias infantiles desde la perspectiva del
adulto, sino que el procedimiento se introduce, se focaliza en el niño (Genette,
1972, pp. 244-248). reproduciendo los mecanismos asociativos con la frescura y
las incongruencias propias de la edad, veamos:
Y además de todo eso, yo también tenía un hermano grande, que era el que me
defendía cuando nos atacaba el enemigo. Me defendió toda la vida, hasta que se
murió.
A él lo habían traído de Polonia hace mucho, y ahora tenía como diez años. Se
murió cuando tenía dieciséis, y mi mamá se pegaba en la cabeza. (12, el
subrayado es mío)
Toda retrospección supone un presente desde el cual se evoca, pero aquí
el pasado se presentiza por medio del adverbio “ahora”, cuando lo usual sería
entonces, para luego saltar seis años adelante, hacia un pretérito más cercano –
“Se murió…”– pero que para aquél pasado anterior –el del “ahora”– funcionaría
como un futuro. Este adverbio provoca el anclaje en la infancia revelando el
tiempo verdadero de la emisión. La irregularidad en el manejo de la sintaxis
está en función de la perspectiva infantil, de la misma manera que la
concurrencia en la misma cláusula del dato “cuando tenía dieciséis” con la
imagen de la madre golpeándose la cabeza (conjunción presentada a la manera
del zeugma, figura de uso poético que coordina términos de semas diferentes)
permite al lector captar la índole de la percepción del niño. Veamos otro
ejemplo:
Un día vino mi papá con traje y todo, azul me parece, y muy contento, con algo muy grande, como un cajón, envuelto en diarios y que tenía botones. Lo puso en la mesa de coser y me miró, y lo primero que me dijo fue “eso no se toca”. Entonces la prendió y era una radio. (12)
Al repetirse el orden con que las instancias del acontecimiento se
grabaron en la mente del niño (el bulto misterioso, la opacidad del envoltorio,
las perillas percibidas como “botones”, la admonición paterna) no sólo se recrea
su expectación sino que el suspenso generado a partir de las imprecisiones
descriptivas propias de la modulación infantil, contribuye a que el lector
participe en forma gradual del develamiento como si estuviera dentro del niño.
El cajón se transforma en una radio sólo después que el padre la hace funcionar:
no se relata el descubrimiento azorado, se lo produce. Otros mecanismos que
colaboran con este efecto perceptivo son las oscilaciones lógicas sobre la base de
contradicciones, desplazamientos temporales y saltos cuantitativos, alternando
conjugaciones verbales en presente con pretéritos imperfectos.
Entonces nos íbamos a la vereda a juntar cajas de cigarrillos vacías para sacarles el plomo. Hacíamos una pelota con el papel de plomo y con eso en España hacían balas. Para la guerra. Pero no era para la guerra. Era para la Brigada, que es para la guerra. Acá también hay Brigada. Pero papel de plomo no precisan. (13)
Veamos otro momento en que la memoria narrativa se fija en el presente de la
enunciación para reforzar esta forma de percibir el mundo de los progenitores
con rasgos heroicos, es decir, desde la estatura del niño:
Mi papá escribe. Cuando mi papá escribe es de noche, porque de día cose y da
pedal y le da y le da y la máquina –tiqui tiqui tiqui– cose. Mi papá escribe cartas
por la noche, pero a veces. (28)
El hipérbaton condiciona el advenimiento de la noche a la actividad
paterna, como si su progenitor fuese un dios pagano de cuya voluntad
dependieran los ciclos cósmicos. La focalización en el niño también habilita el
uso de onomatopeyas (el repiqueteo de la máquina de coser), exageraciones y
reducciones, así como errores diversos en la conjugación de verbos irregulares:
el artificio operando contra la gramática que es la ley de la lengua. Todos estos
procedimientos pueden entenderse como destinados a romper el automatismo
perceptivo, provocando el extrañamiento según el cual Víctor Shklovski
caracterizaba al lenguaje poético (Shklovski, 1997, pp. 55-70). Objetos y
situaciones cotidianas aparecen renovados en su intensidad expresiva bajo una
imagen fresca, nueva, donde, por ejemplo, las penurias económicas se
manifiestan desprovistas de todo dramatismo en la locuacidad inocente de
Moishe:
En ese patio, un día, mi mamá encendió un brasero a carbón, donde iba a
cocinar un trozo de hígado que los carniceros regalaban a los que tenían gato.
Nosotros teníamos. Se llamaba Miska y era igualita a un tigre. Mamá cocinaba
para Miska, pero comíamos todos.
Estas distorsiones pueden percibirse también cuando a la Guerra Civil Española el niño la llama “la guerra con España” (13) o en redundancias y acotaciones de refuerzo identitario, por ejemplo cuando –luego de desplegar profusamente su admiración por el hermano mayor– concluye con el tono de una revelación: “La mamá de León es mi mamá” (17).
El grito o la rebeldía del silencio
En contrapunto, a las vivencias infantiles se intercalan las cartas de
Polonia que esperaba su padre y que nunca llegaron. El texto no esconde su
ficcionalidad, por el contrario, la exhibe: en la página 14 y con el recurso
tipográfico de la espacialización, se dice:
“Las cartas que esperaba mi papá no llegaron nunca.”
Y a continuación con “Querido Isaac” se inicia la reproducción de las
cartas apócrifas. Aunque hay un único encabezamiento, este registro sintetiza la
correspondencia como una crónica de inmersión gradual en el horror, a lo largo
de los trece fragmentos en que sus protagonistas pasan por las condiciones del
gueto de Varsovia hasta ser deportados al campo. Las cartas comienzan
narrando la instalación de la Gestapo en Polonia, en que se refuerza lo
repulsivo de la propaganda nazi justamente por el contraste con el relato
crédulo e inocente de la tía. En la ausencia de las cartas se inscribe la pérdida, el
vacío que nos remite al genocidio, pero también al negarse su existencia se
afirma el derecho –casi diría la necesidad– de la ficción a ocuparse del tema.
Acá se entra por un portón de hierro forjado, donde se lee, también forjado: “El
trabajo te hace libre”. Ruth –cuándo no– nos comenta: “Dios me libre del
trabajo”, y casi casi nos reímos, y no se puede… (27)
El humor en los campos encuentra su paralelismo en el de la cárcel dictatorial, y en ambos casos se propone como un recurso de las víctimas para resguardar la propia cordura. Ruth (“la que nos hace reír”) sostiene la moral de sus compañeras no permitiendo que desfallezcan, burlándose de la situación extrema: “Consomé, chicas. Hoy consomé”. La carta no disfraza su ficcionalidad bajo convenciones realistas, y hasta por momentos se libera también del condicionamiento epistolar, reproduciendo diálogos con guiones más propios del relato o la novela:
Los hombres de las SS pululan por el andén, acompañados de perros alsacianos
salvajes. Las familias son separadas, los padres gritan buscando a sus hijos, la
luz, después de tantos días, nos enceguece, las madres reclaman a sus hijos.
– ¡Jaime, Jaime!
– ¡Ruth! ¡Dónde está Ruth! ¡Dónde te llevan, Ruth! (23)
Desde que ingresan a Treblinka se incorpora el registro del tío Samuel
alternándose con el de su esposa, aludiendo así también a la separación entre
hombres y mujeres que regía en las barracas. Un mecanismo interesante de
repetición es el que se pone en práctica para narrar el pasaje de una situación de
exterioridad a la de integración, transformando al yo emisor en el otro. Veamos
como la tercera persona describe a las prisioneras al entrar al campo:
Acá se ven muchachas en harapos, sucias, con los vestidos descuidados,
deshechos y todas rapadas. Están como idas, locas tal vez. Parecen jugar a algo,
como a la ronda o a la rueda-rueda. (27, el destacado es mío)
Y ya en la próxima carta (fragmento 5) la misma narradora –la tía–, describe su
propio estado con idénticas palabras, incluso con el mismo verbo pero ahora
conjugado en primera persona del plural; pasaje enunciativo que al encarnarse
en el otro observado elimina la distancia de la mirada inicial que supone la
narración en tercera. En esa mínima variación léxica que adopta el cambio del
punto de vista, se resume la toma de conciencia y la superación del
individualismo: nadie debe permanecer ajeno o indiferente puesto que “cada
uno de nosotros es cada uno y todos los demás” (42).
Y estamos como idas, locas tal vez, en harapos, sucias, con los vestidos
descuidados, deshechos, y todas rapadas, en esta danza de la que escapo, y me
fugo hacia la placita de nuestra calle, donde tomadas de la mano con Irene y
Sara y todas las chicas reíamos y reíamos sin saber de qué… (30)
Esta intercalación epistolar proyecta una sombra sobre la infancia. Pasajes y
situaciones de paralelismo conectan el terror de los campos con las vivencias de
Moishe, extendiendo una obscuridad premonitoria e incierta que acecha sus
juegos inocentes, marginales respecto de las preocupaciones y el dolor de sus
mayores. Las cercanías en la página de los diferentes registros configuran
impregnaciones, vínculos solidarios de parentesco y relaciones ideológicas
constitutivas para el personaje, lo cual se manifiesta, por ejemplo, en la
percepción siniestra que el niño tiene de los tranvías “porque se llevan a la
gente y no se sabe a dónde” (19), junto a la carta que narra las deportaciones en
los trenes de la muerte, asociación recuperada por el lector que sí conoce el
destino de aquellos trenes (21-23).
Hay veces que el viento envuelve el Campo en una nube gris, negra.
Respiramos cenizas, están en nuestros pulmones, en los poros.
Se abren las fosas de multitudes, se las riega con bencina, arden. Arden y arden.
Entonces tienes más cenizas. Son como las montañas de carbón que asustan a
Moishe.
Pero de ceniza.
Apenas un espacio en blanco separa ambas oscuridades, ambos registros, como
si el de arriba (desde Polonia) estuviera leyendo al de abajo (de Uruguay).
José, el que vende carbón es muy sucio. Su mujer también. Cuando mamá me
manda a buscar carbón, yo no voy y va León, porque él no tiene miedo a nada.
Fito y yo sí. Está muy oscuro. (43)
La contaminación
entre ambos discursos evidencia la forma en que el
holocausto flanquea al niño montevideano tanto como el
terrorismo de estado
al adulto: entre estos dos sistemas represivos se proyecta
una vida, entre ambas
alambradas la narración cava su trinchera. La ficción que
ocupa el vacío
epistolar, esa ausencia donde la muerte despliega su dominio
(anunciada desde el título de la novela), transforma ostensiblemente la
anécdota familiar en una
síntesis de la historia.
Tal vez estas cartas las escriban otros. Que Moishe sepa que también son
nuestras, para que sepa qué fue de sus tíos, de sus primos, de sus abuelos.
Queremos formar parte de su memoria, Isaac.
Cada uno de nosotros es cada uno y todos los demás. También Moishe. Moishe es su gato y sus padres. Es su hermano que va a morir y su amigo Fito. Moishe es también todos nosotros. (42)
Estas últimas frases provienen de una conciencia grupal, como si millones de silenciados, de desaparecidos tomaran la palabra para la posteridad, y en ellas también vuelve a asomarse el narrador contemporáneo, responsable del párrafo de apertura. Cuando dice “Moishe es también todos nosotros” en realidad está afirmando ellos viven en mí, en un salto cualitativo del tono que supera la circunstancia narrada, reivindicando el lazo comunitario, social, constitutivo. Junto al tono de fe y esperanza inicial de las cartas se ha ido gestando otro código subterráneo; bajo la apariencia del acatamiento, fragua una actitud de resistencia que progresa desde ironías o expresiones de humor negro, recurriendo a la negación o la fantasía como recurso para no dejarse embrutecer, (6) hasta desembocar en el grito y la insurrección.
[El grito] es la forma, tal vez la única, que tiene un hombre de dejar una huella,
de decir a los demás cómo vivió y murió. Con sus gritos hace valer su derecho a
la vida, envía un mensaje al mundo exterior pidiendo ayuda y exigiendo
resistencia. Si ya no queda nada, uno debe gritar.
El silencio es el verdadero crimen de lesa humanidad […].
Quiera Dios que nuestros gritos se escondan bajo las almohadas de los que no
saben, de los que saben y callan, de los que no quieren saber. (31, 32)
Reflexión y exhorto se cargan con la experiencia de quien puso el cuerpo,
y se conectan con las exigencias de silencio del discurso monológico de la
dictadura, silencio que aquí cobra la dimensión ideológica de lo no dicho como
lo desplazado y suprimido. Tensión compleja, conformadora, con sus silencios,
puesto que, como plantea Pierre Macherey, la obra sólo puede construir la
diferencia que la hace ser, estableciendo relaciones con lo que ella no es. La obra
es autónoma pero no independiente –ya lo hemos dicho. Goza de la autonomía
que le otorgan sus propios límites, su propia corporalidad, sus problemáticas y
propuestas, pero la obra literaria en tanto producto del lenguaje se relaciona a
través de él con otros textos literarios y con otros usos del lenguaje. En
resumidas cuentas, afirma Macherey, un libro nunca viene solo. (Macherey, 1966,
p. 67). Por otra parte, a este principio de diversidad de lo literario se le suma de
manera complementaria el de inacabamiento, donde se manifiestan los silencios,
los agujeros, la opacidad inagotable siempre abierta a nuevas lecturas.
Hay un párrafo en que el adverbio de negación se repite diez
veces (32);
la negación de someterse al silencio de la censura, silencio
colaboracionista al que la descarga del grito pone en evidencia. Grito
que también significa
abandono de una lógica racionalista –deudora lineal de causas
y consecuencias–
que tuvo al fascismo como su manifestación extrema. (7)
El grito es una
manifestación de lo inexpresable, de la incapacidad del
lenguaje corriente para
explicar lo que significó sobrevivir en Auschwitz. Ahora
bien, el grito, en tanto
denota una ausencia de formulación no difiere del silencio,
también es un
agujero, una falta, aunque estentórea. Pero en todo caso se
trataría de un
silencio que no acata: el grito es un silencio que se rebela
revelando su
condición silenciada, su imposibilidad de decir.
Por eso este segmento, que culmina con la sublevación de los prisioneros
del Campo deja la imagen detenida en el grito, en el instante previo a la caída –
a la manera de un efecto cinematográfico–, en el grado más alto de resistencia:
…gritos que estallan en nuestras gargantas, liberando antes que nada, que…
nadie, el grito prohibido, reprimido, incinerado. El grito puro, el grito sin
consonantes, ancestral, eterno.
Tan eterno como el silencio de los dioses, Isaac, el grito de los hombres. (49)
Disociando lo divino de lo humano en la oposición con el silencio cómplice de los dioses –en tanto crimen de lesa humanidad–, se deriva en una ética del compromiso y la participación. Este poder de síntesis que resume en unos cuantos párrafos los testimonios sobre el holocausto y que además incorpora una rebelión –como las que efectivamente ocurrieron en Sobibor, Birkenau, Treblinka, y sin ninguna posibilidad de triunfo, al igual que la heroica resistencia del gueto de Varsovia–, supone una toma de posición que polemiza con las canallescas acusaciones de autosometimiento y pasividad que agravian al pueblo judío. Todos estos elementos hacen del texto una ficción que opera con la verdad –como propone Foucault–(Foucault, 1996, p. 137) (8) desplegando una eficacia política cuyos recursos narrativos me recuerdan a los utilizados en Morirás lejos por José Emilio Pacheco, según los trabajara en otra parte (Lespada, 2001, 179-218).
La trama desde el pozo
El narrador necesita sobrevivir en el relato, ser rescatado del nicho por la
saga familiar; le urge poder armar con los escasos datos que posee (“con cuatro
cosas”) la historia del padre, dejar constancia de ese humilde heroísmo por
medio de una construcción episódica que postergue, que empuje el final para
adelante lo más posible, pero a la vez asumiendo su ficcionalidad sin pretender
disfrazarla de realidad o, dicho de otra manera, reconociendo la realidad de la ficción. (9)
Esta actitud se manifiesta de diferentes formas en la novela. Afirmar
que en ese pozo de 2 X 1 “el territorio real era la imaginación, la fantasía, la
locura reglamentada en la medida de lo posible” (138), pone en jaque cualquier
intención reduccionista o subalterna respecto del orden del referente, además
de reivindicar a la imaginación –componente esencial de toda ficción– como
actividad humana imprescindible y, justamente, de lo que aquí se trata es de
preservar la condición humana.
Las ficciones son agentes del cambio a la vez que formas de descubrir
cosas, como acertadamente señalara Frank Kermode: necesitamos y
suministramos ficciones de concordancia, relatos que nos brinden el amparo de la
congruencia frente a la intemperie del caos. Pero también, en tanto invenciones
autoconscientes, se oponen a los mitos, entendidos estos últimos como ficciones
reificadas –es decir, naturalizadas con fines ideológicos– de pretensiones
unívocas e inalterables (Kermode,1967, pp. 46-49). Contrariamente al
dinamismo de las ficciones que nos enseñan acerca de la vida y se renuevan
conforme a las necesidades de los hombres, los mitos se consolidan como
agentes conservadores de la dominación. Los deportados a los campos
resisten
con ficciones y todo tipo de refugios de la memoria al mito nazi del
antisemitismo y la ‘raza superior’, de la misma forma que nuestro
personajenarrador resiste la tortura y el aislamiento evocando sus
recuerdos o tocando
un violín imaginario:
[…] a veces me paro en el centro de mis dos metros cuadrados y encajo el violín bajo la pera, lo sostengo, y mientras la mano izquierda ajusta las clavijas y afina, con la diestra –con el arco de cerdas blancas al que le vengo de dar una biaba de parafina, y con el pie izquierdo ligeramente avanzado– marco el compás, Viejo […]. (60)
A la manera de un soliloquio, “II. La carta” abandona el registro infantil de la
primera parte. Pero a pesar de los giros coloquiales que
reponen la figura paterna, no se trata de una simple conversación o
monólogo reproducido desde
una cinta de grabador; bajo su aparente sencillez, el texto despliega diversas
estrategias asociativas de componentes humorísticos, articula cohesivamente la
historia familiar y construye conexiones de múltiples aspectos con una
economía de lenguaje signada por la emergencia de lo imprescindible. El texto
conforma mediante estos procedimientos una verdadera constelación de
imágenes, recuerdos, tópicos que se relacionan familiarmente entre sí,
provocando una concurrencia solidaria entre sus componentes. Luego de
mínimas introducciones descriptivas se tiende a prescindir de explicaciones,
buscando el atajo de la escenificación de lo narrado y que el relato se complete
con los aportes de la enciclopedia y el imaginario del lector.
O en esa otra, ataúd vertical, de sesenta por sesenta, sin posibilidad de una
flexión, sentarse ni te sueñes, y ahí, hasta la agonía del último ruego, agua, tal
vez, poder recostarse, la última voluntad, un trago de agua. (107)
Aunque a nadie puede caberle ninguna duda sobre lo significativo del
aspecto formal, creo pertinente la pregunta sobre cómo procesar la situación
límite, de qué manera dar cuenta de nuestros miedos ancestrales y los
sufrimientos inabarcables: ¿cómo se dice el dolor? Distintas respuestas nos
proveen las ciencias humanísticas, la literatura, el arte en general, pero apelo a
cierto consenso acerca de que el desgarramiento, aquello atravesado por
carencias no puede ser procesado por registros homogéneos ni diáfanas
imágenes de totalidad, como si los oscuros infiernos no admitieran la luz de la
razón. Con acierto, Salvador Elizondo enumera el elemento satírico y la
intención demencial como características sobresalientes en El infierno musical,
también es cierto que el predominio de estos elementos bastaría para constituir
su condición de infernal (Elizondo, 2000, pp. 27 y 28). Pero además, la
formidable pintura del Bosco es el infierno porque no termina, por las imágenes
incompletas que sus marcos laterales y superior seccionan dejándonos la
espantosa certidumbre de que esos tormentos y alienaciones no concluyen,
también es infernal por los suplicios ignorados que quedan fuera del cuadro y
que provocan una inquietante sensación de inacabamiento. De igual forma
procede esta novela dejándonos en el borde de lo soportable, aludiendo de
manera fragmentaria y sesgada la inconmensurabilidad del horror.
A veces una situación que en tiempo real duraría unos segundos se
dilata en varios párrafos, como aquella que narra la llegada de una carta, desde
la llamada del padre “¡ROSA!” en la página 68 hasta que –mise en abyme mediante– se dispone su lectura, en la cocina, lentes puestos y ojos nublados, en la
página 77. Y nuevas digresiones hasta retomar la escena en la página 81, con la
madre preguntando, obsesiva: “para quién es, Dios mío, que quiero saber si
mamá vive, si papá vive, si vive algo…” La morfología responde a la angustia:
en la suspensión del relato se encuentra cifrada la ansiedad girando alrededor
de un eje doblemente vacío, en tanto ausencia de noticias y en tanto narrador
excluido por no comprender el yiddish de sus mayores: “ahí pasaba algo y yo
no estaba y estaba ahí” (82). La imposibilidad nuevamente, la impotencia ante
lo inaccesible hace que al final de este segundo capítulo se vuelva a retomar esa
imagen desgarradora de la madre preguntando “¿para quién es?” (111-113). En
otros momentos sucede algo inverso. Acontecimientos correspondientes a
períodos más extensos resultan condensados en un párrafo, como cuando se
narra la inmigración del padre desde Polonia, su primer empleo en América y
la anécdota del frustrado intento de emborracharlo de sus compañeros de
trabajo (89). El tiempo narrativo no se ata a la homogeneidad acompasada de
las estrías de un engranaje, sino que se dilata o se contrae según las
intensidades de la perspectiva y la memoria.
Aquella percepción idealizada del padre, deviene en relato infantil (para
la hija) en que el abuelo Isaac asume el protagonismo como “el sastrecillo
valiente”, el héroe de los cuentos. Estos dispositivos de cohesión ya aparecían
en la primera parte, retomando temas con algún matiz nuevo (11 y 34), junto a
formas de impregnación o diálogo entre los recuerdos y las cartas (43).
Estableciendo puentes entre historias distantes, los diferentes registros se
comunican, como los presos, a través del muro. En esta
segunda parte se vuelve
sobre muchos tópicos tratados en la primera, como la forma
interrogativa de hablar de la madre, la radio “eso no se toca”, el
edredón de plumas de la “cama
grande” u otro descubrimiento con mecanismos similares al de
la radio:
[…] y llegué al escusado de Juan, que era muy grande, como de película, y él se estaba secando; y ahí vi, contra la pared, un cilindro blanco al que toqué con un dedo y giró media vuelta; y Juan: “Dejá eso quieto”; y yo: “¿Qué es?”; y Juan:“Para limpiarse el culo, idiota”. Así fue como descubrí el papel higiénico […]. (80)
En el primer capítulo, la breve introducción del narrador, antes de adentrarse en la focalización del niño, no nos permitía deducir la temporalidad o las circunstancias de la emisión retrospectiva. En cambio, desde el “acá” inicial de esta segunda parte (53), toda retrospección permanece anclada a la condición del presidio y –aunque se prescinde de toda referencia explícita– al período de la dictadura militar uruguaya. Entonces, los episodios recuperados por la memoria además del lazo identitario constituyen un código, también resultan operativos para eludir el interdicto durante la visita, entablando analogías que dejan entrever la tortura bajo la anécdota familiar de la madre pelando la gallina para el puchero, arrancándole las plumas:
[…] arrancaba y arrancaba, y solo quedaba la cabeza tal cual, que cortaba para Miska, y las patas, también amarillas, de uñas negras; y la gata que no deja títere con cabeza, ni gallina. Y lo que le dolería, pobre, imaginate, Viejo, lo que duele, papá, eso de que te vayan arrancando. (57, el subrayado es mío)
En un primer grado o movimiento retrospectivo se ubica la figura del narrador
escribiéndole una carta imaginaria al padre en el aislamiento de la prisión: “mi
mundo es este, de dos metros por uno, sin luz sin libro sin un rostro sin sol sin
agua sin sin y te escribo” (72). El juego fonético de la preposición reiterada
acentuando la carencia, provoca la asociación irónica con la cárcel neoyorquina
de Sing-Sing, célebre por las películas de Hollywood de la década del 60. El
segundo grado de retrospección estará dirigido a recuperar el universo de la
infancia atravesado de incógnitas y ausencias, resaltando el rol que esta
memoria e imaginación jugaron en la resistencia del personaje-narrador.
Y aquello era la vida, a las doce a la mesa y éramos tres la familia éramos tres
tres tres tres en Polonia no había nadie tres León ya no estaba –Leonel– y se
comía a las doce. Los tres.
La libertad en el
manejo de los signos ortográficos se encuentra –como en
un poema– al servicio de un ritmo percusivo, de una
repetición que debe acumularse aunque nos quite el aliento, o tal vez,
justamente para quitarnos el
aliento. Pareciera que estas licencias estuvieran señalando la gravitación de lo
formal en el asedio a lo ignorado (69) y todo aquello que evoca el genocidio y
que ninguna expresión puede terminar de calificar o definir. La familia ha sido
reducida a ese grupito apretado de tres miembros –“en Polonia no había
nadie”–, y esa cifra se repite cuatro veces seguidas como aludiendo a la cuarta
silla del hermano ausente. Uno de los cuatro tres es la muerte, la presencia del vacío que León –Leonel, y la corrección entre guiones es otra manifestación de la ausencia– ha dejado en ellos, en los tres.
El nombre desaparecido
Buscando rastros de su familia en Europa, el narrador visita Belzitse, el
pueblo natal de sus padres, recorriendo sus calles y recreando con su
imaginación las vivencias de sus familiares. Como su progenitor, que había sido
confundido con un mendigo al volver de la guerra y fuera finalmente
reconocido por sus palabras (26), el prisionero –maltrecho por la tortura–
logrará convencer a su padre de su identidad por medio de un relato, en la
primera visita permitida (63-64). Este poder identitario depositado en las
palabras también aparece en la búsqueda del propio nombre escrito, de la
huella que –como la cicatriz de Ulises– posibilite el reconocimiento, la
constatación de una existencia (96). Y lo que cuenta es que no encuentra, que la
falta de datos es absoluta –su apellido no figura en las guías telefónicas, no hay
registros de nacimiento–, el silencio total de los habitantes de Belzitse (104), la
carencia de signos vitales o mortales –ni siquiera una lápida con su nombre–,
puesto que “no queda ni un judío” en la aldea natal del padre (105).
Frente a la ausencia del nombre en las listas y valijas de Auschwitz,
frente a la desaparición que impone esa repetida nada, la novela nunca cae en la servidumbre de proporcionar explicaciones totalizadoras e innecesarias que
sólo resbalarían por los agujeros de lo indecible, sino que esgrime sus
fragmentos discretos, sus imágenes incompletas transidas de incertidumbre y
de silencios cargados: la impregnación evita la disonancia e incapacidad de
cualquier respuesta racional reteniendo en la oscuridad lo que sólo puede iluminarse
por lo oscuro (Blanchot, 1955, p. 218). Pero a la vez esta configuración literaria
evoca la figura jurídica del crimen de desaparición forzada de personas –tal cual se
la describe en el artículo 43 de la Constitución Argentina– que fuera el más
erverso y cobarde mecanismo de aniquilamiento empleado por las dictaduras
del Cono Sur –y coordinadas en el “Plan Cóndor”–, vinculado a la metodología
de exterminio nazi. No es casual que ese episodio en que se comprueba la
desaparición de toda la familia esté intercalado con los detalles de la visita a
Auschwitz (105-111).
Esta polaridad que hemos venido señalando desde el comienzo de
nuestra exposición y que se manifiesta de diferentes formas (memoria y olvido,
identidad y carencia, grito y silencio), puede pensarse también en referencia a
dos conceptos que provienen de reflexiones sobre el teatro –sin proponer una
relación mecanicista con la condición de dramaturgo del autor, tampoco quiero
descartar la productividad que este aspecto puede tener en el texto literario–. Y
ellos son, por un lado, el concepto de distanciamiento utilizado por Bertolt Brecht
para neutralizar los efectos adormecedores de la catarsis, recurso destinado a
colocar la capacidad reflexiva por encima de las emociones. Este procedimiento
puede reconocerse operando en el texto bajo distintas formas de corte de la
tensión narrativa, la más frecuente es la del humor, que ya viéramos en
diferentes registros. El otro concepto –menos difundido– se ubica en las
antípodas, y tiene que ver con el aprovechamiento de nuestras emociones; se
denomina memoria emotiva o “memoria de las emociones”, y lo debemos a Constantin Stanislavski. Este último mecanismo fue concebido como un método
de asociación de emociones pasadas con acciones de la escena, persiguiendo
como objetivo que los actores no “representen” sino que vivan sus personajes,
que “actúen siendo ellos mismos”, suscitando una mayor empatía y
credibilidad en la recepción (Stanislavski, 1953, pp. 139-162).. Esta idea de
actividad a partir de las emociones también puede ser fácilmente detectada, de
hecho, constituye uno de los núcleos narrativos más vigorosos en la
construcción del presente infantil de la primera parte, además de conmovedores
pasajes a lo largo de toda la obra. Pareciera que, a contrapelo de tanta frivolidad
y cinismo posmoderno, esta novela también se ha propuesto reivindicar la
legitimidad y persistencia de los sentimientos.
Al final de este segundo capítulo la escritura anticipa el encuentro con el
padre por medio de alteraciones verbales que rompen la progresión consecutiva
del relato: tanto se suspende la imagen paterna desde una percepción en
presente (“Y vos ahí, papá, con la cinta métrica al cuello […]” p. 111), como se
introducen elementos y formas que remiten a un futuro (para esa imagen) que
ya ha transcurrido, como en el flash back del cine. Estos saltos temporales
responden a tres instancias narrativas claramente diferenciadas. Un tiempo
presente que coincidiría con el de la escritura de la novela:
Y estas son las cartas, mi Viejo, que te quise escribir desde donde escribir no se
podía, y que te escribo hoy, mi Viejo, desde donde sí puedo, junto a una
ventana que durante tantas eternidades no tuve […]. (94)
El tiempo del cautiverio, cuya evocación también en presente exhibe el despojo
como una herida abierta, irrestañable:
[…] ni a mí, que estoy acá, Viejo, sin poderte escribir, sólo pensar, pensarte,
pensarlos, pensarlo todo, en estos dos metros y medio por uno, sarcófago
horizontal, donde no entra nadie, ni el sol, aire jamás […]. (112)
Y además las numerosas retrospectivas, que pueden aparecer tanto desde diferentes pretéritos como desde el presente de la focalización infantil. Aunque por lo general los recuerdos se reconstruyen desde el presente del calabozo, a veces provienen directamente desde el tiempo de la escritura o desde otra retrospectiva posterior. Hacia el final de este segundo capítulo, la forma que asume el presente de la escritura realiza una abolición del tiempo o la confluencia de todas las temporalidades; donde es factible que se intersecten itinerarios desfasados en el tiempo o separados en el espacio –como ese encuentro de la última parte–, y que el padre pueda leer la carta que el hijo nunca pudo escribirle (112).
La palabra golpeada
Todo el tercer capítulo que comienza con la frase “Lo que no recuerdo es
la palabra” (117), se cierne alrededor de un indecible, acentuándose la
disolución de las fronteras entre realidad e imaginación (138). Se relata el encuentro,
una reunión incorpórea entre el hijo preso y el padre internado en un
asilo de ancianos, en la que sólo el padre puede verlo y
decirle una palabra en idioma extraño (se menciona un posible caldeo o
arameo, lenguas muertas, desaparecidas), palabra cuyo significado es una expresión de bienvenida, una
invitación a compartir el alimento y el calor familiar.
A partir de una referencia a En busca del tiempo perdido se reflexiona sobre
los iconos, los factores simbólicos de una cultura –junto con el lenguaje– como
agentes cohesivos, como argamasa comunitaria. El episodio tomado de Proust
narra el interrogante generado a partir del hallazgo arqueológico de los restos
de un grupo tribal galo, a quienes además de matar se les habría quebrado sus
tallas, destruido sus tótems y sus emblemas. El ensañamiento denotaba, sin
embargo, un conocimiento cabal del rol que cumplían estos distintivos para el
grupo, en tanto depositarios de una memoria e identidad cultural.
Porque no bastaba con matar los cuerpos, los cuerpos seguían viviendo en la
memoria, la memoria estaba en las piedras talladas, había que quebrar las
piedras para quebrar todo recuerdo. (159)
Este ancestral ejemplo de extrema intolerancia que persigue el
aniquilamiento absoluto del adversario, buscando la desaparición de todo
rastro del otro, remite, por analogía, al holocausto perpetrado por los nazis así
como a los proyectos de exterminio y desaparición llevados a cabo por las
dictaduras militares de la década del setenta en América Latina. (Rodríguez Molas,
1985, pp. 149 – 169) (10)
Pero hay claves, sortilegios en las palabras –dice el texto–,
llaves que accionan sobre la memoria (130), hay algo más resistente que las
piedras de los galos, hay los rescoldos que no se apagan (160), hay lo que no
pueden censurar ni trastrocar, palomas que a los halcones se les escapan como
se les escapa el preso durante el encuentro. Encuentro que se da en medio del
mayor despojo, cuando sus padres han sido desalojados, y que también será el
encuentro con La Palabra (141).
Ahora bien: yo sé lo que esa palabra me decía.[…] Del pique lo supe y lo
pronuncié, pronuncié la frase entera, más o menos larga, aquella palabra en
caldeo era un ábrete sésamo en mis neuronas […]. (118) (11)
Pero esta palabra jamás aparece escrita, es como un agujero que presenta
(que prefiero a representar, por las connotaciones subalternas de esta última) en
el texto lo que no puede contarse sino por sus bordes mordidos, por medio de
alusiones incompletas o desvíos. Se la define y trasmite
clandestinamente a través del muro, conocemos su esencia de comunión,
pero nunca se materializa
ante nuestros ojos. He aquí el vacío como figura narrativa. También ella resulta
golpeada –como los presos políticos: “la palabra jamás dicha fue golpeada”
(164)-, en la precaria clave
morse con que estos “incomunicados” derrotaron el aislamiento,
reinventando el lenguaje. Allí, donde “las palabras estaban
herméticamente prohibidas” (162), el arañar compañero en la pared restituye el
mundo escamoteado: golpe a golpe, letra a letra se pasan la palabra solidaria
como un plato de comida caliente. (12)
Lo que quisiera destacar ahora es algo que he venido señalando a lo
largo del análisis, y que tal vez ha llegado el momento de delinear más
claramente. Hemos visto que la novela soslaya las explicaciones, datos, fechas,
evitando cualquier tono de la proclama maximalista; hasta las alusiones al
horror y la tortura provienen de relatos analógicos. El rechazo de la mímesis como relato especular de la realidad, la falta de referencias directas a la
dictadura –cuya palabra ni siquiera aparece– u otros términos que remitan a
discursos más o menos codificados ideológicamente, nos habla de un yo narrativo –en sus diversas manifestaciones– estrechamente vinculado al
lenguaje poético. En este sentido podemos hablar de un texto liberado del
cautiverio racionalista de la lógica del testimonio. Y además, en tanto lenguaje
poético, participa de la paradoja específica de la formación lírica –tal como la
formulara Theodor W. Adorno–, según la cual la subjetividad se trasmuta en
objetividad, y su estado de individuación en contenido social (Adorno, 1962).
El carácter subjetivo de sus enunciados y sus repliegues sobre los
significantes hacen de la lírica un género aparentemente opuesto a lo colectivo,
a la sociedad. Ahora bien, en tanto oposición al mundo la propuesta poética
esboza la construcción de un mundo otro, o sea que en esta confrontación con lo
establecido reside su naturaleza social, y en tanto inmersión en la lengua –que
contiene sedimentos culturales, históricos– también allí se conecta, trabaja con y
es trabajada por lo social. Cuanto menos tematizada,
cuanto menos explícita,
cuanto más involuntaria sea la relación entre el yo y la
sociedad, tanto más
fuerte será, para Adorno, la presencia de este sedimento
social. Así enuncia la
paradoja de la especificidad lírica, demostrando que una
corriente colectiva
subterránea pone fondo a todo enunciado poético individual.
La palabra
poética representa el “ser en sí” del lenguaje contra la
servidumbre del reino de
los fines, cifrándose en ella la idea de una comunidad libre.
La elección estética,
por lo tanto, también es política, puesto que garantiza una
mayor profundidad
y perdurabilidad de lo social, ya lo hemos dicho. Un registro
explícito con el énfasis puesto en la transferencia comunicativa de
datos o acontecimientos
quedaría entrampado en la coyuntura, en la relación
mecanicista, especular y
subalterna, además del riesgo de caer en la vulgaridad del
panfleto que de
alguna forma implica el triunfo y la persistencia de la
represión. Porque, como
dice Adorno, en lo vulgar reaparece lo reprimido y con las huellas de la represión. El
arte claudica cuando se vulgariza, cuando por oportunismo o torpeza recurre a
la conciencia deformada y estimula esa deformación (Adorno, 1984, pp. 311-315).
El horror ha trastrocado las correspondencias lógicas del lenguaje a tal
punto que la representación ya no es posible. Buscando caminos analógicos, recurriendo al oxímoron y la paradoja como otras formas de articulación, el
discurso literario participa del desgarramiento hundiéndose en el límite
sombrío entre lo decible y lo indecible. Así, a la paradoja que postula a la
imaginación como “territorio real” (138), se le superpone otra que también
alude a la proliferación imaginaria provocada por el encierro: “este otro
territorio, este enorme infinito desierto de dos metros cuadrados” […] (144).
Esta idea de infinito concentrado nos remite a la configuración atómica y,
obviamente, al aleph borgeano: ahí, en el pozo de castigo, detrás de la puerta
sin pestillo, bajo siete cerrojos también hay un aleph. Un aleph que condensa los
libros, las visiones de una vida, las demandas de muchedumbres
expandiéndose dentro de la cabeza de un hombre encerrado. Confluencia de
todos los tiempos y los espacios: “allí ahora el telón de la capucha se vuelve a
levantar para los diez minutos de visita […] en el instante simultáneo donde el
tiempo corre por su cuenta y sin reloj” (166). Porque así como la inabarcable
vastedad por no tener salida, es la cárcel; de igual forma –siguiendo a Blanchot–
todo lugar sin salida se hace infinito(Blanchot, 195, pp.109-112). Se ramifica y
dispersa en incontrolable proliferación de recuerdos e itinerarios imaginados. El
límite de este infinito producido por la más radical de las carencias es,
paradójicamente, la unidad: una sola falta, una:
Hay una cosa que acá no hay, papá. Niños. No hay niños. No se puede vivir en
un mundo sin niños. Y mi mundo, Viejo, no tiene niños. Así que cuando me
llevan al escusado trato de traerme alguno. (124-125: el subrayado es mío)
Y luego cuenta que recorta, cuando encuentra, fotografías de niño de los
papeles de diario que hay para limpiarse. A la manera de ciertos artefactos
sanitarios, la estructura del relato semeja un sistema de vasos comunicantes. La falta de papel higiénico le sirve para neutralizar otra falta –la de niños– con los
recortes del periódico El País que guarda en sus
zapatos, además de conectarse
con otro episodio familiar: la batalla por el papel higiénico
(79-81). El hecho de manifestar, desde ese estado de absoluto despojo,
el reclamo por los niños –en
cuyo paradigma se despliegan cuidados y desvelos paternales, desarrollo y
esperanza proyectados en el mañana– constituye una declaración de principios
a la vez que una condensación del gesto narrativo: el porvenir como destino
ineluctable (aunque deba rescatarse del escusado, salvarlo de la mierda)
resguardado en los zapatos (necesarios para el camino) pero sin olvidar el
legado de la memoria (en una caja de zapatos, p. 25 y p. 77), desde donde
provienen esas fotografías reproducidas al final del libro. Entre ambos
desplazamientos represivos –el holocausto y la dictadura–, la imaginación
(pisoteada, golpeada) se revela como un mecanismo de resistencia y
producción, aun a partir de los residuos, de los restos, de la nada.
La palabra no está dicha porque surge en condiciones irreproducibles y
evidencia de esa forma informe –sin nombrarse, nombrando– lo indecible, la
intransferible magnitud del dolor y del crimen, de la misma manera que se
alude a la tortura sin nombrarla: la desaparición de las personas suscita la
desaparición de la palabra. Dicha, correría el riesgo de quedar apresada en una
entelequia, tapando el agujero con una cáscara. Porque además, esa palabra producto del encuentro con el padre expresa el triunfo de lo inasible y de la
transgresión del interdicto, la pérdida puesta del revés, la derrota invertida por
todo lo humano que ningún presidio es capaz de retener. Cuando todo parece
perdido queda el refugio, el umbral de la palabra:
Y acciona el cerrojo de la 45 contra mi sien, y queda amartillada con bala en la recámara, y a la mierda abanico que se fue el verano, el alférez este está en cowboy, y en cualquier momento se le escapa un chumbo; y fue entonces que me murmuré, como un saludo final, cordial, la retirada, el chau no va más, por si las moscas: la palabra. (131)
Aunque aquí se trate de otra palabra, lo que quiero destacar es el trabajo
de valoración del lenguaje; hay un detenimiento en su corporalidad, en su
materialidad, que lleva a considerarlo como tangible reserva de integridad y
lucidez. Entre refranes y alusiones tangueras se produce la “remisión al acto
memorable”. La palabra nunca pronunciada es un icono tribal, un tótem
operando de manera silenciosa. Pero aquí estamos frente a un silencio activo –
parafraseando a Susan Sontag–, como expresión de rechazo de ciertos
mecanismos racionalistas y como propuesta germinal de otras formas de
pensamiento, un silencio que mantiene las causas abiertas y fuera del tiempo
convencional (Sontag, 1969, p. 36).
Silencios y carencias que se relacionan, estableciendo algo así como una
genealogía o un linaje de episodios y relatos. Mediante la producción de isotopías narrativas que aportan historias complementarias se refuerza el sentido
de la desaparición, de la falta, de lo inconmensurable del vacío. (13)
Las diferentes
anécdotas señalan un parentesco, una tonalidad familiar destinada a conformar
una identidad capaz de reponer la trama de la memoria. Como ejemplo,
remitimos a las conexiones y paralelismos con la historia del padre que también
fue un desaparecido, en aquella “guerra reglamentaria” de principios de siglo, o
la del microrelato de la araña aplicándole el pentotal a la mosca atrapada en la
tela, o que la hoguera de la memoria convoque al grupo a su alrededor (157) y
caliente los pies como los niños de papel (156) o el vínculo que ya señaláramos
entre los tranvías de Moishe y los trenes de Auschwitz. La anécdota del
rasqueteo en la puerta cancel con que se anuncia el perro extraviado que
regresaba al hogar con su pata quebrada (149-150), será posteriormente
retomada por el narrador que se identifica con su mascota:
No sé cuántas veces te anduve rasguñando la cancel, Viejo. (…) De noche, en el
dormitorio calentado a primus y maceta, de noche, cuando mamá calentaba los
pies con el porrón, que era mucho mejor que la bolsa, de noche, papá, no muy
tarde, a las nueve, silencio. En ese silencio, papá, cuántas veces me oíste
rasguñar la puerta. (151)
Esta familiaridad de
referencias episódicas e imaginarios terminan
conformando un colectivo en su concurrencia solidaria, un
núcleo opuesto a los
desplazamientos de la dominación y el autoritarismo (de la
dictadura, de los nazis), en otra expresión de la polaridad en la
novela. Emmanuel Levinas ha
destacado las diferencias esenciales entre las ideas y la fuerza en torno a su
finalidad y propagación: en tanto que las ideas al difundirse
pierden la pertenencia pasando a ser patrimonio de la comunidad en un
nítido proceso de
igualación, puesto que persuadir es crearse pares, en el polo opuesto, en la
sujección de la fuerza se manifiesta su finalidad que no es otra que la de
escindir al mundo en castas de señores y de lacayos. Contrariamente al carácter
democrático de las ideas, la fuerza siempre implica desigualdades y jerarquías
(Levinas, 2002, p. 20).
El silencio –como hemos visto– es trabajado por lo menos
desde dos perspectivas en la novela. Una, sinónimo de sometimiento y
complicidad, es un
silencio habitado de muerte, frente al cual se rebelan los prisioneros del campo
en Polonia, a la vez que constituye un tiro por elevación sobre los mecanismos
de atemorizar con que los nazis transformaron en cómplice al pueblo alemán y
mediante los cuales los militares latinoamericanos buscaban inducir la
indiferencia en la población civil, aquél no enterarse como programa de vida. (14)
La
otra manifiesta, por medio de lo inefable, un quiebre en la homogeneidad del
discurso, instalando un silencio que se puebla de presencias y de voces, que
instala un límite ante lo inaccesible a la vez que un desafío, ya que es a partir
del reconocimiento de esa carencia (de recuerdos, de comunicación con el padre,
de recursos) que el relato emerge con su borbotear de lo indecible, con su signo
libertario atrapado en el lenguaje de los hombres, como una contenida promesa
de redención de todo lo que ha sido avasallado y vencido (Rella, 1981, pp. 174-
175).
Cuando Orfeo mira a Eurídice antes de llegar a la luz del sol
desobedeciendo la condición del Hades, provoca que su amada se desvanezca
definitivamente en las sombras. Blanchot lee en el mito clásico la paradoja
nodal de la literatura: la promesa de colocar la obra bajo una forma
aprehensible (clara, comunicable) pero sin poder evitar la transgresión de la ley
que vierte en su interior la sombra sellada de lo inasible (Blanchot, 1955, pp.161-
162). Siempre habrá algo de Eurídice en la literatura; deseo que deviene núcleo
oscuro y anfibológico, que nunca será reductible a un secreto –de ahí la
inconsistencia de toda hermenéutica–, ya que no puede ser descifrado ni
traducido. Debe permanecer oscuro y decir con esa oscuridad otra manera de
decir. Punto ciego del lenguaje, de la palabra mallarmeana, que es manifestación
de una ausencia, expresión de un vacío y un reclamo. Esta insistente
manifestación de lo no dicho pareciera presentarnos la falta como una montaña
volcánica levanta su cráter al cielo: una manera de esgrimir lo inefable que
termina por fundirse en su contrario, tornándose imborrable.
Por eso “la palabra caldea, aramea, babilónica, hebrea” se manifestó
atravesando los diferentes espacios para volver a unir lo que fue
arbitrariamente separado. Lo inefable –además del sentido
místico-religioso y su conexión con lo sublime– puede ser leído como la
actitud de resistencia del
lenguaje literario a participar de la atrocidad haciéndola inenarrable:
en la
subversión del instrumento lingüístico la palabra encontraría su trascendencia.
Con el acento puesto en la comunicación, el lenguaje ordinario simula
colocarnos frente a la inmediatez del mundo. La abstracción persigue al objeto
como una invocación esotérica, pero como ya vimos, el nombre mismo es una
articulación vacía, es una ausencia. En la lengua corriente solemos confundir las
cosas con su nombre, sin percatarnos de que el nombre es socavado por la
muerte. Por el contrario, la lengua poética evidencia esta falacia; justamente,
poniendo de manifiesto este vacío encuentra el espesor de la palabra, sus ecos,
sus conexiones secretas. Por eso La Palabra con mayúsculas, la indecible, la que
nunca aparece escrita es la que señala el punto de reunión con el padre y
consigo mismo. Puesto que, al hacer de la palabra una desaparecida del texto se
desquicia esta paradoja de la lengua, pero además se apuesta a la restitución de
una presencia que es colocada, ahora sí, fuera del alcance de la muerte –en tanto
ausencia de una ausencia– y en tanto palabra literaria.
Notas
(1) Premio Juan Rulfo (categoría ensayo literario) de Radio Francia Internacional – Colección Archivos de la UNESCO, con fallo unánime del jurado, París, diciembre 15 de 2003.
(2)
Véase el capítulo XXII del Tao Te Ching, en que leemos: “Si te doblas te conservarás íntegro. Si
eres flexible te mantendrás recto. Si estás vacío permanecerás lleno. Consúmete y serás
renovado.” En el LXXVIII: “Nada hay en el mundo tan débil y blando como el agua. Pero nada
hay más poderoso que el agua para erosionar lo fuerte y lo duro. (…) Lo débil vence a lo fuerte y
lo blando a lo duro.” Y en el capítulo LXXXI: “Quien más entrega, más posee.”
(3)
Respecto de estos ejercicios de indagación conocidos como koan Zen, si bien se los puede
clasificar según su enunciación, diremos muy básicamente que si “definir” implica poner
límites, estas breves formulaciones tienden a poner de manifiesto las limitaciones de toda
explicación racional dicotómica mediante una brusca inmersión en lo que llaman vacío flexible.
Por ejemplo, ante la pregunta del discípulo que inquiere por el sentido de que el profeta haya
llegado por el oeste, el maestro le responde con un golpe o le dice que se lo rebelará cuando el
río fluya hacia la cima de la montaña.
(4) Las cartas que no llegaron, Montevideo, Alfaguara, 2000. Todas las citas, consignadas mediante el número de página entre paréntesis, remiten a esta edición.
(6 )“Porque la fantasía, ¿sabes?, es la única cualidad humana que no está sujeta a las miserias de la realidad” (43).
(7)
Adhiero al planteo adorniano de Ricardo Piglia (Respiración artificial, Buenos Aires,
Sudamericana, 1981) en que concibe a la ideología nazi como una consecuencia del racionalismo
cartesiano y el positivismo, contra la hipótesis de Georg Lukács que, en El asalto a la razón,
caracterizaba al nazismo por su irracionalidad (pp. 240-272).
(8)
Foucault postula que el discurso literario se instaura decisivamente como ficción, como
artificio, pero comprometiéndose a producir efectos de verdad. Consagrada a transgredir todo límite
y hacer decir lo inconfesable, la literatura sigue siendo el discurso de la “infamia”, a ella le corresponde
decir lo más indecible, lo peor, lo más secreto, lo más intolerable.
(9) Ya en la novela anterior de (Rosencof, 1999), se afirma explícitamente la realidad de la imaginación, a la que el propio Marx le asignara un rol fundamental en la configuración del proyecto, etapa indisociable del proceso material del trabajo humano (pp. 138-139).
(10)
Rodríguez Molas nos proporciona una crónica y un documentado estudio sobre los crímenes
aberrantes realizados por los militares argentinos (1976-1983) en estrecho parentesco con la
metodología del nazismo.
(11)
En la cita de la página 118 el uruguayismo “del pique” equivale a
“enseguida” o“inmediatamente”. Hay otros, como “chiva” por bicicleta,
“peludear” por pedalear. En tanto
que “primus” es la marca de un calentador a presión de querosén muy
difundido entre la
población de bajos recursos.
(12) Esta operación del texto en torno a la palabra que falta, al peso apremiante de la carencia, me recuerda un pasaje de La tregua de Primo Levi, en que se relata la historia de un niño que había nacido en el campo, paralítico de medio cuerpo, que no sabía hablar, pero sus ojos cargados de preguntas desde las descarnadas cuencas conmovían a todos con la palabra que le faltaba. Una vez, sin embargo, dijo algo que nadie pudo descifrar –cuenta Levi–, una palabra, un nombre, tal vez “comer” o “pan” en una lengua desconocida. Murió en los primeros días de marzo de 1945 con el número de Auschwitz tatuado en su antebrazo.
(13) Tomo isotopía en el sentido que le da (Eco, 1979, pp. 131-144), quien a su vez lo toma de Greimas, como el conjunto de categorías semánticas redundantes que favorecen la coherencia y uniformidad de una historia.
(14) Así se resume esta actitud generalizada en nuestro país durante los años de plomo, en»Argentina: esquizofrenia y sobrevivencia», en Jitrik (1984, p. 254). Foucault (1975, p. 206) señalaba la tendencia a reproducir internamente las coacciones del poder en los sometidos a un régimen de vigilancia. Otra categoría útil para pensar la autocensura introyectada por los sujetos, es la de inxilio (exilio interior), tal como la expone (Perelli, 1986, pp. 90-92).
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Publicado en Confluenze, Vol. 1, No. 1, 2009, pp. 178-200, Dipartimento di Lingue e Letterature Straniere Moderne, Università di Bologna.