Buenos Aires, editorial Salim, 2012


Por Daniela Rodríguez

“Mi nombre es Juan”, así empieza el relato. Con esta certeza se presenta el narrador y protagonista de esta novela. Y lo que cuenta a lo largo de la novela tiene que ver con los muy extraños sucesos que le ocurren a partir de la repentina mudanza a un pequeño pueblo, después de que su mamá perdiera el empleo. La primera sorpresa perturbadora para Juan fue darse cuenta de que la casa que iban a habitar quedaba pegada a un cementerio y que desde su jardín asomaba una vista poco amigable: nichos, cruces, estatuas de mármol y coronas de flores. Pero esto no era nada comparado con la presencia de seres fantasmagóricos. Esos que la curiosidad de Juan descubrió pulular de día y de noche por el cementerio.

En su camino por revelar los misterios que se le presentan, tuvo la suerte de toparse con una aliada, su vecina, una chica con mucha información importante y una curiosidad tan grande como la de él. Mientras tanto, y como si todo lo del cementerio fuera poco, su mamá empezó a comportarse de manera cada vez más incomprensible: desde “amigos” que Juan no conoce, hasta enojos desmedidos, llamadas misteriosas y llantos inexplicables.

Durante todo el relato, subyace la sensación que se siente cuando un gran secreto está por develarse. Y el soporte de esa verdad, también se supone, es una carta ostensiblemente escondida.

Esta novela de Alicia Barberis propone un uso ceremonioso de la carta, en donde la relevancia, como en el famoso cuento de Poe, no está en su contenido sino en el hecho de que se hallaba escondida y se la encuentra al buscar los túneles secretos. En ese compás de espera que se genera hasta que se abre por fin la carta está el asunto que necesitan las buenas historias, como en los cuentos de piratas cuando están por abrir el cofre y el enigma está en si se encuentra aserrín vano o el tesoro más maravilloso del mundo.


El sol, redondo como una naranja gigante, bajaba frente a mi ventana.
Era el primer atardecer que veía el cementerio como telón de fondo y me di cuenta de que ya me había acostumbrado a ese paisaje.
Hasta llegué a pensar que me resultaría aburrido vivir en otro sitio.
Busqué la llave en mi escritorio y abrí el cajón.
El papel amarillento seguía allí, doblado en cuatro, esperando que lo abriera.
Lo tomé en mis manos, pero no quise leerlo.
Normalmente soy muy curioso, pero esta vez era distindo. Sabía que ese papel era importante y que podría cambiar mi vida apenas lo leyera.
Y me asustaba.

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