Manuel Puig a través de sus cartas 

Angelo Morino

Para este encuentro dedicado a Manuel Puig, resolví dar forma a una intención que en los últimos años fui siempre postergando: reunir todas las cartas que Manuel Puig me envió a lo largo de nuestra amistad y de nuestra colaboración de autor a traductor, y que yacían -entremezcladas con otros papeles- en varios cajones de mi mesa de trabajo. Después de cumplir con esta tarea, las ordené cronológicamente y, puesto que mi segunda intención era la de utilizarlas para esbozar un retrato del amigo desaparecido, las volví a leer desde la primera hasta la última. Se trata de sesenta y cinco cartas, pero no dejo de pensar que estas no son todas las que recibí: leyéndolas me di cuenta que faltan muchas, definitivamente extraviadas o momentáneamente perdidas entre otros papeles todavía no seleccionados. El lapso de tiempo en el cual se sitúan estas sesenta y cinco cartas -por la mayoría escritas en español, mas también en italiano- abarca dieciseis años.La primera es fechada “México, 12 de diciembre de 1974” y la última “Cuernavaca, 6 de julio de 1990”, dos semanas antes de la muerte de quien la escribió. Una lista aparece al final de este retrato, con la indicación de la ciudad y del día en que cada carta fue redactada. Ahora me limitaré a señalar que treinta y cuatro cartas me llegaron de Río de Janeiro, veinte y cuatro de Nueva York, tres de Cuernavaca, dos de México, una de Cartagena y una de Marrakesh…

Las cartas de un personaje conocido pueden resultar útiles sobre todo para sus biógrafos, cuando tengan que aclarar determinados aspectos de su vida: las amistades o enamistades, las idas y vueltas de un lugar a otro, los encuentros y desencuentros etcétera. Sin embargo, en este caso mi actitud no será la del biógrafo. Ya antes de la lectura de las sesenta y cinco cartas, me proponía utilizarlas para sacar datos sobre las relaciones de Manuel Puig con la literatura. Es decir, ya desde el primer momento, lo que me interesaba era individuar nombres de escritores y juicios acerca de ellos. O sea – para que se entienda todavía mejor mi intención – aclarar cuáles escritores le gustaban a Manuel Puig y cuáles no le gustaban. Según este enfoque, la lectura de las sesenta y cinco cartas fue decepcionante. Los nombres de escritores que aparecen en ellas son tan escasos que no me llevará mucho tiempo señalarlos todos, anticipando que ni uno va acompañado por un juicio literario explícito. Siguiendo el orden cronológico, el primer nombre que aparece es el de José Bianco: «Llegué el 1° a N. Y. pero me encontré con la visita de un querido amigo, José Bianco el novelista, que desgraciadamente 2 días después se enfermó y debió ser operado de vesícula biliar. Una pesadilla. Perdí mucho tiempo. El ahora está bien» (Nueva York, 17 de octubre de 1976). En otra carta, con referencia a una mía en la cual debí hablarle de una gripe que no me había permitido contestarle con la celeridad acostumbrada, así como de novelas de Osvaldo Soriano y Manuel Scorza que entonces yo estaba traduciendo, Manuel Puig me escribía: «Querido Angelo: Por fin tu carta. Ojalá ya estés repuesto de la enfermedad. Y de las traducciones de Soriano y Scorza ¡qué duo!» (Nueva York, 14 de marzo de 1979). Luego, con respecto a Italo Calvino -consejero de la Editorial Einaudi, que por esa fecha había publicado El beso de la mujer araña y Pubis angelical-, Manuel Puig así me interrogaba sobre su actitud frente a Maldición eterna a quien lea estas páginas: «¿Qué dijo la bruja Calvino?» (Rio de Janeiro, 23 marzo 1981). Un nombre que aparece con bastante frecuencia en las cartas enviadas de Nueva York es el de Alberto Arbasino, con el cual Manuel Puig entretenía desde años relaciones amistosas. Por ejemplo, a propósito de una larga reseña que Arbasino dedicó a El beso de la mujer araña, Manuel Puig me escribía: «»Hace 2 días regresé a N. York y aquí me encontré con carta de Inge [Feltrinelli] felicitándome por la crítica de Arbasino, y me la adjuntó ¡qué buena!» (Nueva York, 3 de noviembre de 1978). Y en otra carta, esta vez a propósito de las gestiones para la publicación de los cuentos que se titularían Estertores de una década. Nueva York ’78: «Aquí estuvo Arbasino y sugirió [la revista] Nuovi Argomenti, según él están interesandos, pero no estoy de acuerdo, el material es demasiado liviano para esa revista» (New York, 10 gennaio 1979). Otros dos escritores italianos son citados en las sesenta y cinco cartas: Alberto Moravia y Dacia Maraini. En cuanto a Moravia, su nombre aparece a raiz de un juicio positivo que el escritor italiano expresó sobre El beso de la mujer araña: «Un amigo me mandó otra mención, muy elogiosa, de Moravia, en una de sus críticas en L’Espresso» (Nueva York, 3 de noviembre de 1978). Y, en cuanto a Dacia Maraini, se trata de saludos que Manuel Puig me encargaba transmitirle, ya que en esa temporada yo estaba preparando un libro en colaboración con ella: «Felices ‘vacaciones’ con Dacia. Dale mis saludos» (Río de Janeiro, 13 luglio 1980)…

Las conclusiones que se pueden sacar de estas citas -tan escuetas y tan sintéticas- no brillan por su originalidad. En primer lugar, una actitud distante de Manuel Puig frente a ciertos escritores latinoamericanos que en esos años tenían éxito en Europa. Y, en segundo lugar, sus relaciones amistosas con los escritores italianos del grupo de Roma. Les pido que ahora me permitan abrir una breve paréntesis, en la cual me apoyaré en mi memoria. No acuerdo haber nunca oído Manuel Puig expresar palabras de aprecio sobre los escritores latinoamericanos más o menos protagonistas de ese fenómeno que se llamó el «boom» y de sus filiaciones. En este sentido, se entiende cómo a Manuel Puig los nombres de Osvaldo Soriano y Manuel Scorza no le inspiraran -en la carta citada- ningún entusiasmo y cómo, en cambio, mostrara aprecio -en la otra carta citada- frente a José Bianco, escritor apartado, ajeno a toda ostentación. En lo que concierne a los escritores del grupo de Roma -del cual no formaba parte Italo Calvino, «la bruja Calvino», turinés de adopción-, mis recuerdos coinciden con lo que se puede deducir de las sesenta y cinco cartas. Cuando iba a Roma, Manuel Puig se encontraba con ellos y, si el tiempo no se lo permitía, los llamaba por teléfono. Además, siempre habló de ellos en términos amistosos, con la única excepción de Pier Paolo Pasolini que calificaba de escritor farragoso y de pésimo director de cine. Sin embargo -como ya dije al empezar y como demuestra lo expuesto hasta ahora-, una pesquisa a través de las cartas al fin de individuar nombres de escritores que hayan ejercido una influencia sobre Manuel Puig o que hayan tenido alguna afinidad con él, es una tarea decepcionante. Pero esto no tiene que sorprender mucho, ya que la obra de Manuel Puig, en su nivel intertextual, apareció siempre poco relacionada con la literatura. En este sentido, no es casual que el único juicio explícitamente positivo caiga sobre un hombre de cine y no sobre un hombre de letras. Así, el 12 de agosto de 1978, Manuel Puig me escribía de Cuernavaca: «Yo estuve aquí todo este tiempo, haciendo guiones para un productor legendario, Barbachano Ponce, que en los ’50 hizo cosas importantes (Nazarín de Buñuel, etc.) y ahora vuelve al cine»…

Siendo estas las conclusiones por lo que atañe a los escritores mencionados en las sesenta y cinco cartas, se podría pensar que a Manuel Puig la literatura no le interesaba mucho. Pero es más justo decir que lo que a Manuel Puig no le interesaba mucho no era la literatura en general, sino la de los otros escritores. En cuanto a la literatura -o sea a su personal contribución a lo que es la literatura-, en sus cartas no hablaba de otra cosa. Ya en la primera carta, al recordar la salida de Argentina después de la publicación de The Buenos Aires Affair, la vida misma de Manuel Puig aparece condicionada por su actividad de escritor: «Hace más de un año que salí de Argentina porque a los fascistas que subieron al gobierno no les gustó The Buenos Aires Affair. Está prohibido en Bs. As. y semiprohibido en provincias, un juez se negó a llevar adelante el proceso por obscenidad, pero tampoco logró absolverme. Por eso no puedo volver a Argentina, además el clima en general está irrespirable» (México, 12 de diciembre de 1974). Pasando de una carta a otra, la impresión que se define es la de un hombre que vivía sobre todo para escribir, sin desdeñar de sacar dinero de su habilidad en el empleo de las palabras: «No escribí antes porque Pubis angelical me dio mucho trabajo y después me cayó encima otra película (una adaptación) que hice como favor para un amigo de México sin firmar pero sí cobrando» (Nueva York, 27 de abril de 1978). En efecto Manuel Puig fue un trabajador incansable, que no pasaba fácilmente de un proyecto a otro y que organizaba su tiempo con absoluto rigor: «Yo desgraciadamente estoy metido en un final de la nueva novela [Sangre de amor correspondido] que me exige mucha atención, concentración, etc., y lo de los artículos [Estertores de una década. Nueva York ’78] es un problema que se resuelve con mucha reflexión y sin prisa. Yo nunca fui partidario de publicarlos, tú insististe, así que ahora yo te pido que me esperes un poco, a ver si se me ocurren soluciones» (Río de Janeiro, 9 de setiembre de 1981). Pero tanto trabajo no se resolvía en una actividad agobiante, en una especie de condena, sino todo lo contrario. Manuel Puig ansiaba únicamente refugiarse en la literatura y evitar los contratiempos que se le podían presentar: «No he sabido más nada de las obras de teatro, no contestó nada ese amigo de Paolo Terni interesado en Stelle del firmamento [Bajo un manto de estrellas], tampoco Mattolini ni el Stabile de Genova, ni la Occhini que yo sepa. NADA. Bueno, lo único prometedor de todo esto es que sigo escribiendo la nueva novela [Cae la noche tropical], me viene terror de paralizarme un día, como sucedió con la anterior. Esta vez estoy conforme con el tono del narrador, lo que no sé si ese narrador podrá continuar toda la novela. Tal vez me haga falta otra voz más. Veremos» (Río de Janeiro, 29 de diciembre de 1986)…

Manuel Puig no fue sólo un escritor que trabajó incansablemente, conciente que una obra requiere aplicación y severidad consigo mismo, y que -por eso, sobre todo cuando algún proyecto se había apoderado de él- organizaba su tiempo según horarios estrictos. Se despedía de cualquiera reunión antes de las 11 de la noche, y cuidaba descansar para que el día después fuese de lo más productivo. Manuel Puig fue también un escritor que supo muy bien planear la difusión de su obra en otros idiomas, así logrando rápidamente una fama a nivel internacional. Esta difusión tan amplia -del inglés al italiano, del francés al griego, del alemán al turco, del portugués al japonés y al polonés etc.- fue ella misma fruto de un trabajo incansable y, por supuesto, de una voluntad que no se concedía tregua. Además, cuando se trataba de la traducción de una obra suya a un idioma que él conocía, Manuel Puig era muy exigente y quería controlar la traducción paso a paso, desde el comienzo hasta el final. Yo soy responsable de la traducción de siete de sus ocho novelas al italiano -me falta La traición de Rita Hayworth, pero me propusieron hacer una nueva versión-, cinco obras teatrales -tres de estas no publicadas en lengua original hasta ahora-, dos guiones de cine y de los textos breves reunidos en Estertores de una década. Nueva York ’78. Con esto quiero decir que mi relación de traductor con Manuel Puig fue muy estrecha, y puedo asegurarles que trabajar con él no era nada fácil ni idilíaco. Es cierto que en las sesenta y cinco cartas recurren expresiones de aprecio más que halagüeño por mi trabajo, como: «Estoy contentísimo con la traducción [de El beso de la mujer araña], creo que tienes un gran sentido del diálogo, esperemos que los críticos te lo reconozcan y logres un prestigio istantáneo» (Nueva York, 20 de febrero de 1977), o también, acerca de la traducción de Maldición eterna a quien lea estas páginas: «Me gusta mucho tu trabajo, como siempre has acertado el tono exacto. Un poquito más mélo el último capítulo (el de la mujer desconocida por la calle). […] Bueno, espero para pronto el resto de los capítulos. Te mando un fuerte abrazo, mil gracias por existir» (Río de Janeiro, 4 de agosto de 1981). Y así sucesivamente hasta la última novela, Cae la noche tropical: «Querido Angelo: gracias por tu arte de siempre ¿ganaré más premios? pobre, ya te llegará el turno. Recomendaciones: 1. la SONATINA y 2. quitar un poco de ridículo a los informes policiales» (Río de Janeiro, 7 de julio de 1988). No será difícil notar cómo los elogios de Manuel Puig solían ser acompañados por pedidos de trabajar un poco más sobre algún detalle…

Estas citas sí pueden sugerir que fue siempre un idilio entre Manuel Puig e yo, pero -como dije antes- no fue siempre así. En las cartas que me envió no faltan momentos de desagrado y también de enojo a causa de mi trabajo, cuando yo no lograba expresar cabalmente lo que él quería que fuera expresado. Es lo que pasó, por ejemplo, en el caso de la traducción del guión Recuerdo de Tijuana, donde yo me encontré por primera vez con una variante del español que entonces no conocía: la mexicana. Después de recibir la primera versión del texto traducido, Manuel Puig me escribió una carta en la cual se declaraba muy insatisfecho de mi trabajo y añadía toda una serie de post datam en español y en italiano que permiten darse cuenta de la importancia que él atribuía a las traducciones de sus obras: 1. «Chau, por favor reflexiona, este trabajo no está a tu altura», 2. «Angelo: ho riletto Ricordo [Recuerdo de Tijuana], è impossibile sistemarlo alla distanza», 3. «Se vuoi un prodotto decente si deve riscrivere più d’una battuta. Aspettami e lavoreremo insieme in dicembre» y 4. «Ultimo momento! Angelo: dopo rileggere Ricordo mi sono INCAZZATO, non è possibile lavorare così. Non ti invio le pagine marcate perché è inutile, bisogna lavorare insieme e con tranquillità. Sono assolutamente contro la pubblicazione a Natale. Telefonami per favore, anche se è notte a N. Y. Scusami ma questo non va. Riflette, baci» (Nueva York, 22 de octubre de 1979). Y, claro, lo que pasó fue que esperé hasta diciembre, cuando pudimos trabajar unos días juntos en Turín, mientras la pobre señora María Elena -la madre de Manuel Puig, que en aquella ocasión lo acompañaba- se veía obligada a hacer una excursión bajo la nieve que caía ferozmente sobre Courmayeur para distraerse y, sobre todo, para dejarnos solos y completamente libres de trabajar. A Manuel Puig le hacía falta un control total de su obra en vías de traducción, sin que ni siquiera una página quedara excluida. A no ser así, el ansia se apoderaba de él, como se puede entender de lo que me escribió al darse cuenta que faltaba una hoja de la traducción mecanografiada de Maldición eterna a quien lea estas páginas: «Aquí van las correcciones de las páginas 103 a 156. Por desgracia no está completo porque no me mandaste la página 124 y por lo tanto tuve que dejar sin ver la 125 que es correlativa. […] Por favor mándame la página 124!!!» (Río de Janeiro, 5 de octubre de 1981)…

La verdad es que a Manuel Puig lo detalles lo atormentaban, poniendo a prueba la paciencia del traductor, porque había siempre que buscar la palabra capaz de reproducir el exacto matiz de la original. Vale la pena recordar un apunte ejemplar que aparece al final de una lista larguísima de retoques que Manuel Puig me pedía para la versión italiana de El beso de la mujer araña: «Bueno, termino aquí. Te ruego que pongas mucho cuidado en esta última revisión. ¡Ah! Falta la ‘capelina’ de Leni. La portano le signore al Derby (corse), e alle nozze. Por favor escríbeme pronto, dime en que puntos no estás de acuerdo» (Nueva York, 20 de febrero de 1977, con dibujo de la ‘capelina’, que en italiano es ‘cappellina’, o sea que no representaba ningún problema). Pero ahora intentaré explicar cómo era organizada la activividad que, durante muchos años, me vinculó a Manuel Puig en la calidad de su traductor al italiano. Primero yo le enviaba el texto mecanografiado de la traducción, por partes, ya que a él no le gustaba recibir el texto completo. Luego él leía la traducción y apuntaba todo lo que le dejaba insatisfecho o dudoso, y también cambios introducidos a la última hora. Trece de las sesenta y cinco cartas hasta ahora reunidas son acompañadas cada una por una decena de «velinas» en las cuales Manuel Puig apuntaba sus dudas, sus explicaciones y sus correcciones. Y ahora intentaré también reproducir cómo estas velinas son gráficamente organizadas, utilizando las que conciernen parte de la traducción de El beso de la mujer araña y que van juntas con la carta fechada «Nueva York, 8 de enero de 1977». La indicación de la página y línea se refiere a mi texto mecanografiado. La abreviatura «c. d. a.» corresponde a «contando desde abajo». Y las tachaduras -aquí substituidas por subrayados- suprimen palabras o frases que tenían que ser cambiadas y que, en su nueva forma, aparecen a continuación, muchas veces con observaciones entre paréntesis:
p. 147, l. 9: rattristarsi buttarsi giù
p. 147, l. 14: ritmo tempo
p. 147, l. 15: mancando marcando
p. 147, l. 23: al lussuoso hotel albergo (perché «hotel»?)
p. 147, l. 25: stella star/diva
p. 147, l. 27: hotel albergo
p. 147, l. 27: che lo vede il lei s’incontra col magnate
p. 147, l. 28: spettacoli attrazioni (non è più corrente in roba di night?)
p. 147, l. 11 c. d. a.: che la notte è rinchiude pericoli
p. 147, l. última: alle parole detta la propria angoscia ogni parola dettata dalla propria (non è più chiaro così?)…

Como se puede ver, ni una palabra le escapaba a Manuel Puig, así que el resultado del trabajo de traducción -por lo menos en lo que concierne las traducciones de sus obras al italiano- lindaba con la perfección. Además, es preciso recordar que, durante nuestros encuentros en Roma, en Turín y en Río de Janeiro, eran muchas las horas dedicadas a revisar páginas que no le habían dejado completamente satisfecho. Claro, Manuel Puig conocía muy bien el italiano, hasta el punto que dejó obras escritas directamente en este idioma: Gli occhi di Greta Garbo, partes de Gardel, uma lembrança y el guión Vivaldi. Pero, en su caso, yo diría que, más que su conocimiento del italiano, eran importantes su intuición y su ansia de perfeccionismo. Al revisar sus trece cartas acompañadas por velinas con correciones, me di cuenta que no pocas veces Manuel Puig me proponía soluciones inaceptables, que eran una verdadera violencia sobre el idioma italiano y que no podían ser aceptadas ni siquiera a nivel experimental. Por ejemplo, en las velinas ya citadas que conciernen parte de la traducción de El beso de la mujer araña, Manuel Puig me indicaba palabras y expresiones que en italiano no existen, como «nevicati», «a tutto lusso» e «si scontava». Con esto quiero decir que no todas sus sugerencias dependían de un buen conocimiento del italiano y daban lugar a variaciones del texto: muchas veces había que ignorarlas. Y, a este próposito, abro un breve paréntesis para confesar todas mis perplejidades sobre la posibilidad de publicar su guión escrito en italiano, Vivaldi, sin el control al cual fueron sometidos los textos de Gli occhi di Greta Garbo, porque la obra se presenta plagada de expresiones sumarias, que la empobrecen muchísimo. Para publicarla, habría que volver a escribir de nuevo una cantidad notable de frases o, por lo menos, perfeccionarlas, puesto que, así como son, lindan no sólo con lo aproximativo, sino también con lo ridículo. Lo que no había que ignorar -en las sugerencias de Manuel Puig- era el empuje implícito a trabajar cuidadosamente, a buscar equivalencias lo más exactas posible, a considerar el lenguaje como un mecanismo de posibilidades nunca casuales…

Para concluir este retrato, hay otro elemento que noté al revisar las velinas y que me parece importante señalar. Es verdad que son llenas de recomendaciones muy minuciosas, como las que ya indiqué y como esta otra -emblemática en lo que se refiere a la minuciosidad- en la cual Manuel Puig me ruega poner cuidado también en las tachaduras del texto mecanografiado: «por favor, Angelo, cuando taches una palabra como por ejemplo nuvola, trata de cubrir bien la palabra, así el lector no lee ambas versiones, gracias. Es una cosa que distrae de la lectura, no conviene (Nueva York, 20 de febrero de 1977). Sin embargo, las velinas no son llenas sólo de recomendaciones que a veces – hay que decirlo – adquieren un tono maniático. Son también llenas de chistes que entretienen un diálogo con su destinatario -yo en este caso- y, leyéndolas en estos últimos días, me divertí mucho como debió de sucederme la primera vez. Por ejemplo, al darse cuenta que yo había traducido «satén» con la burda «battista» en lugar que con el suave «raso», Manuel Puig me corregía anotando: «Questa è una superproduzione della Tobis, mica un filmetto neorrelista, o peggio ancora, un filmettino in Ferraniacolor con Cosetta Greco» (Nueva York, 17 de noviembre de 1976). Y en el mismo grupo de velinas, al darse cuenta que yo había traducido exactamente lo contrario de lo que él había escrito, Manuel Puig apuntaba: «Mein gelibte! a cosa pensavi? a quello? proprio a quello? vergogna!», y un poco más adelante, entre lo maniático y lo glamoroso: «FARE ATTENZIONE AL LAVORO INVECE DI PENSARE AL TUO FLIRT DI TURNO, QUESTE PAROLE VENGONO NEL RIGO SEGUENTE». Y también, en otro grupo de velinas, pero siempre a propósito de El beso de la mujer araña: «(Pintarrajeada es un adjetivo peyorativo, significa demasiado pintado y con mal gusto)… (por favor te ruego que busques una solución, ya te lo indiqué, en la revisión anterior y tú no reaccionaste, muy Mangano, distante» (Nueva York, 24 de febrero de 1977). Son anotaciones -estas últimas- que contribuyen a esbozar un retrato más completo de Manuel Puig, porque el hombre trabajador, severo consigo mismo y muy exigente frente a su obra era también una persona con mucha ironía, mucha gentileza y, sobre todo, mucha curiosidad…

En una de sus primeras cartas, cuando todavía nos conocíamos poco, Manuel Puig me escribía: «Te ruego que me hables un poco de tu vida sentimental, que me aclares tantas incógnitas, porque me empiezas a contar cosas y a medio camino ¡paf! el misterio se yergue otra vez» (Nueva York, 31 de diciembre de 1976). Y ni siquiera dos meses después, indagando sobre una alusión mía a algún romance que debí de tener durante un viaje a España: «ARDO de curiosidad por saber lo de Barcelona (amores), tengo tantos conocidos allí que no sé a quien te refieres» (Nueva York, 15 de febrero de 1977). Y en la carta sucesiva, insistiendo, ya que no le había aclarado la alusión: «Cuéntame de los amores!!!!» (Nueva York, 24 de febrero de 1977). La actitud de Manuel Puig frente al mundo era dominada por la curiosidad, por el deseo de saber más de lo que se podía captar superficialmente, de ir más allá de la apariencia. Y esto pasaba sobre todo cuando una superficie o una apariencia dejaba entrever la posibilidad de algún inconformismo, de alguna rebeldía, de algún anhelo. Creo que, en esos momentos, la curiosidad de Manuel Puig coincidía con la sensación de encontrarse delante del material para una posible novela. Es sabido que, a la base de novelas como Maldición eterna a quien lea estas páginas o Sangre de amor correspondido, se situó el encuentro con un personaje real que le había solicitado a Manuel Puig una curiosidad muy fuerte. Se podría pensar que semejante actitud se traducía en una manera de vampirizar amigos y conocidos, de someterlos a interrogatorios extenuantes, de utilizarlos para finalidades personales. Aunque no se pueda ignorar que el objetivo más o menos conciente era el de aprovechar de vivencias ajenas para convertirlas en literatura, yo creo que -según este enfoque- a Manuel Puig hay que reconocerle un mérito muy importante: era una persona que sabía escuchar. Así es que satisfacer su curiosidad era también una experiencia que se revelaba enriquecedora. Un poco como cuando uno se encuentra delante de un analista que está allí para escuchar y, escuchando y limitándose a unas pocas preguntas, sugerir un sentido insospechado en palabras y frases. Y no es casual el paralelo entre Manuel Puig y un analista -lacaniano, yo diría- que se me ocurrió, porque la curiosidad del autor de El beso de la mujer araña daba lugar a una manera de escuchar en silencio gracias a la cual una voz se sorprendía entregada a una instancia ordenadora. Me parece que esta curiosidad o manera de escuchar en silencio tenía mucho que ver con el método según el cual Manuel Puig eligía voces del mundo para transformarlas en las voces de su literatura. Pero no quiero ir más adelante en esta dirección, puesto que mi intento es, como dije al empezar, el de esbozar un retrato de la persona y no el de proponer una teoría sobre la génesis de las obras del escritor. Prefiero concluir con el recuerdo de la curiosidad de Manuel Puig y -permítameselo- con una confidencia personal. Todavía hoy, siete años después de su muerte, sucede que, cuando estoy viviendo alguna historia en la cual necesito poner orden, me imagino que estoy contándosela a ese amigo que sabía escuchar tan bien…

Cartas de Manuel Puig dirigidas a Angelo Morino

1. México, 12 de diciembre de 1974
2. México, 30 de noviembre de 1975
3. Nueva York, 9 de abril de 1976
4. Nueva York, 23 de mayo de 1976
5. Nueva York, 16 de junio de 1976
6. Nueva York, 17 de junio de 1976
7. Nueva York, 10 de julio de 1976
8. Nueva York, 17 de octubre de 1976
9. Nueva York, 17 de noviembre de 1976
10. Nueva York, 3 de diciembre de 1976
11. Nueva York, 15 de diciembre de 1976
12. Nueva York, 31 de diciembre de 1976
13. Nueva York, 8 de enero de 1977
14. Nueva York, 13 de enero de 1977
15. Nueva York, 15 de febrero de 1977
16. Nueva York, 20 de febrero 1977
17. Nueva York, 24 de febrero de 1977
18. Nueva York, 16 de marzo de 1977
19. Nueva York, 27 de marzo de 1977
20. Nueva York, 17 de noviembre de 1977
21. Nueva York, 27 de abril de 1978
22. Cuernavaca, 12 de agosto de 1978
23. Nueva York, 3 de noviembre de 1978
24. Nueva York, 10 de enero de 1979
25. Nueva York, 14 de marzo de 1979
26. Nueva York, 18 de mayo de 1979
27. Cartagena, 26 de agosto de 1979
28. Nueva York, 22 de octubre de 1979
29. Marrakesh, 9 de enero de 1980
30. Río de Janeiro, 21 de enero de 1980
31. Río de Janeiro, 15 de marzo de 1980
32. Río de Janeiro, 22 de junio de 1980
33. Río de Janeiro, 13 de julio de 1980
34. Río de Janeiro, 18 de enero de 1981
35. Río de Janeiro, 23 de mayo de 1981
36. Río de Janeiro, 18 de junio de 1981
37. Río de Janeiro, 4 de agosto de 1981
38. Río de Janeiro, 9 de setiembre de 1981
39. Río de Janeiro, 5 de octubre de 1981
40. Río de Janeiro, 18 de noviembre de 1981
41. Río de Janeiro, 6 de enero de 1982
42. Río de Janeiro, 26 de abril de 1982
43. Río de Janeiro, 7 de julio de 1982
44. Río de Janeiro, 30 de agosto de 1982
45. Río de Janeiro, 3 de diciembre de 1982
46. Río de Janeiro, 8 de enero de 1983
47. Río de Janeiro, 5 de febrero de 1983
48. Río de Janeiro, 19 de mayo de 1983
49. Río de Janeiro, 11 de julio de 1983
50. Río de Janeiro, 3 de agosto de 1984
51. Río de Janeiro, 3 de octubre de 1984
52. Río de Janeiro, 25 de octubre de 1984
53. Río de Janeiro, 8 de mayo de 1986
54. Río de Janeiro, 13 de junio de 1986
55. Río de Janeiro, 12 de julio de 1986
56. Río de Janeiro, 21 de octubre de 1986
57. Río de Janeiro, 29 de diciembre de 1986
58. Río de Janeiro, 29 de marzo de 1987
59. Río de Janeiro, 7 de junio de 1988
60. Río de Janeiro, 7 de julio de 1988
61. Río de Janeiro, 15 de julio de 1988
62. Río de Janeiro, 24 de febrero de 1989
63. Río de Janeiro, 29 de marzo de 1989
64. Cuernavaca, 20 de noviembre de 1989
65. Cuernavaca, 6 de julio de 1990

Ponencia presentada en el “Encuentro Internacional Manuel Puig”, que se celebró en la Universidad Nacional de La Plata, en los días 13, 14 y 15 de agosto de 1997.

Publicada en Artifara, n. 3, (luglio – dicembre 2003), sezione Addenda.
http://www.artifara.com/rivista3/testi/cartas_puig.asp