Nicolás Silverín vivía en una ciudad con tres millones de personas más. En esa misma ciudad habitaban nueve millones de ratas -a tres por persona, como de costumbre- y siete mil quinientos perros. 
Como era muy incómoda la convivencia con tantos individuos juntos, el alcalde no hacía más que recibir quejas. 
-¡No cabemos todos…! -protestaban los ciudadanos-. ¡A ver qué se le ocurre a usted! 
Como a las personas no se las podía echar al campo -que estaba vacío y habrían cabido todas- y a las ratas era dificilísimo cogerlas, el alcalde dio orden de apresar y matar a todos los perros que no tuvieran dueño. 
A los perros que no tenían dueño se les notaba porque andaban siempre con la cabeza gacha, mirando de reojo a todo el mundo y lo más pegados posibles a las paredes. Además, no llevaban collar al cuello. 
A Nicolás Silverín, que tenía nueve años, le gustaban mucho los perros sin dueño porque eran más simpáticos que los otros. No ladraban ni daban la lata, y procuraban acercarse a las personas con disimulo y respeto, a ver si conseguían aunque sólo fuera un poco de pan. Si se les hacía una caricia, se emocionaban tanto que parecía que se iban a echar a llorar. 
Nicolás vivía en un barrio de gente importante, con señoras que tenían perros a los que llevar al doctor y a la peluquería. Eran perros que andaban siempre con el hocico fruncido, ladraban sin que viniera a cuento y sólo les gustaba la comida de lata. 
Cuando Nicolás vio a los empleados municipales cazar a lazo a los sin dueño, se quedó desolado. Se dejaban cazar muy fácilmente. Se pensaban que les iban a echar de comer y, para cuando se querían dar cuenta, ya tenían el lazo al cuello. Si alguno se resistía, le daban un garrotazo y apenas tenía tiempo de lanzar su último aullido. 
-No hay derecho -protestó Nicolás durante la clase de ciencias naturales-. Si sobran perros en la ciudad, ¿por qué no quitan los de las señoras, que son unos cursis? 
Al profesor, que era un chico joven, le hizo gracia la salida del niño y le dijo en broma: 
-Tienes razón, Nicolás. ¿Por qué no escribes una carta a los periódicos? 
-Vale -respondió Nicolás, encantado con la idea. 
Y escribió una carta en la que explicaba que los perros con dueño daban mucha más lata, gastaban mucho en comida y, encima, no se comían las ratas. O sea, que era una injusticia matar a los otros. 
Le enseñó la carta al profesor y el hombre se emocionó. La leyó en voz alta, en clase, y a todos los niños les pareció muy lógico lo que decía Nicolás. 
-Pues si estáis de acuerdo, firmad la carta -los animó el profesor. 
Así lo hicieron y luego la firmaron otros chicos y chicas del colegio que también estaban de acuerdo. A la salida se lo contaron a los profesores y a los niños del colegio de enfrente, que se pusieron tristísimos y firmaron casi todos. 
El caso es que en menos de una semana tuvieron la carta firmada por más de mil quinientos niños y la mandaron a un periódico muy importante, que la publicó con grandes titulares. Encima, la televisión dio la noticia y la gente empezó a protestar: 
-¿Por qué quieren matar a los perros sin dueño? 
-Porque transmiten enfermedades -se defendió el alcalde, que veía que perdía las siguientes elecciones. 
-¡Pues que los vacunen! –rugieron muchos. 
Al alcalde no le quedó más remedio que suspender la orden. 
La Sociedad Protectora de Animales estaba tan agradecida a la idea de Nicolás Silverín que le quiso regalar un perro precioso. 
-¿Con collar? -preguntó Nicolás. 
-Sí, claro -le respondieron. 
–No, gracias -dijo el chico-. A mí me gustan de los otros. 
Nicolás Silverín, que tenía nueve años, discurría como si no hubiera hecho otra cosa en su vida.

José Luis Olaizola

Publicado en Un barco cargado de cuentos , Madrid, SM, 2004. La ilustración pertenece a Federico Delicado.


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