Buenos Aires, Ediciones SM, 2004.

Por Lorenzo Corbetto

Inés buscaba un vestido para el baile del sábado. Se le ocurrió, entonces, ir por uno antiguo, uno de esos que se usaban en la década de los sesenta. Y fue justamente ese vestido el que desencadena la trama, ya que ahí mismo ella encuentra La Carta. Fechada el 22 de octubre de 1958, estaba dirigida a “querida Malú”. Elena (la que firma la carta) cuenta que tiene miedo: ha escuchado que su padre está siendo envenenado y, encima, dice, «sé muy bien que si papá muere, la siguiente seré yo». 
Inés, decidida a investigar sobre estas personas, descubre que Elena murió enigmáticamente poco después de la muerte de su padre, hombre adinerado cuya fortuna era anhelada por muchos, entre ellos, por su reciente esposa. El problema con el que se encuentra es, entre otros: ¿cómo investigar sobre algo que pasó hace tanto tiempo? Y en caso de dar a luz la verdad, ¿para qué le serviría?, ¿qué conseguiría ella misma, una chica adolescente de otra época?
La motivación y el punto de partida para resolver estos crímenes proviene de la carta. «Desde el principio sentí que Elena me había escrito a mí», dice Inés, porque al no llegar la carta a su punto de llegada (la carta había quedado en el vestido), es ella, aunque póstumamente, quien debe responder a ese pedido de auxilio.
A lo largo de la novela, la investigación de Inés la lleva a conocer a varios personajes que estuvieron involucrados en su momento, pero que ahora llevan una vida totalmente distinta. Es la carta, una vez más, la que cruza el tiempo como si nunca hubiese pasado. 

Salí corriendo de mi habitación con la carta y se la mostré a mamá y también a Juanjo, mi hermano mayor, que acababa de salir de la facultad. Los dos se interesaron inmediatamente y durante diez o quince minutos se pusieron a barajar hipótesis de lo más absurdas, hasta llegar a la conclusión de que la carta la había escrito la dueña de la casa donde compré el vestido, con el malsano propósito de crear una atmosfera de misterio, muy beneficiosa para su negocio. Por supuesto que no estuve de acuerdo, pero después llegó Javier, mi hermano menor, y con la única finalidad de llevarme la contra apoyó la hipótesis de mamá y Juanjo.
Finalmente, para completar el cuadro familiar, llegó papá y, tal como me imaginaba, estuvo de acuerdo con lo que sostenía la mayoría, o sea, la parte lógica y sensata de la familia. Así que ahí quedé yo como una “loca de telenovela”, según palabras de Juanjo; “muy dada a la sensiblería”, como dijo papá; “demasiado fantasiosa”, según mamá y “siempre pensando en pelotudeces”, textuales palabras del mismísimo Javier. En fin, guardé bien guardada la carta en el cajón de mi escritorio y me juré iniciar una pequeña investigación que me permitiera demostrar que tanto mi padre y mi madre como mis dos hermanos estaban absolutamente equivocados.

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