Buenos Aires, Plus Ultra, 1999


La literatura juvenil se explicita como tal en la portada para que ningún distraído se encuentre intentando leer una cosa por otra. Porque desde hace tiempo, además de monstruos, naves espaciales y espadas milagrosas, las novelas de chicos incorporan referentes propios de la novela para adultos.
La primera página de Querida amiguita cuenta el nudo al que va a volver cada vez: una carta que la protagonista recibió de manos misteriosas en su propia casa. Su padre la leyó, y aunque ésta felicitara a su hija por lo buena alumna que había sido en el último año, lo hizo en voz alta como con vergüenza y rencor; y claro, quien la firmaba era el Presidente de la República Argentina de entonces, el General Perón, y él era incorregible antiperonista. El resto del texto va a proseguir con un tono homogéneo de nostalgia, la constancia de ese rumor que rebota de la infancia, la adolescencia y lo demás. Eso, seguramente, será la cosa que aun el distraído seguirá refiriendo como patología de grandes.

Recuerdo que durante muchos años tres frases retumbaron en mis oídos con el tono denso que le había puesto mi padre a la lectura. El encabezamiento ‘Querida amiguita’, la mención a ‘la voluntad de Evita’ y el final de la carta, donde Perón me pedía que ‘coopere a afianzar la grandeza de la Argentina’. Releí infinidad de veces esas líneas que transcribí a mi diario, buscando completar el texto que mi padre me había negado.
Cada vez que recordaba la palabra ‘amiguita’, la imagen lejana y prohibida que tenía del Presidente se cubría de afecto.
La referencia a la voluntad de Evita, me impactó profundamente. El año anterior, había integrado en su funeral la guardia de honor, como abanderada en representación de mi escuela, y aún tenía mi memoria impregnada con su rostro. Hermoso. Casi celestial.

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