Por Karina Echevarría

Esta novela está escrita casi en su totalidad a través de cartas.
Miguel, el único varón de tres hermanos, parte subrepticiamente de Roma a Londres. Su madre le escribe la carta que inicia la novela y deja entrever reclamos, preferencias y prejuicios de la historia familiar. Miguel escribe poco y nada, pero sabemos de él por las miradas de su madre, de sus hermanas, de su mejor amigo y de una muchacha con la que tal vez comparta un hijo. Las cartas se cruzan y van armando una especie de caleidoscopio en donde las miradas son tan subjetivas como las voces.
¿Por qué se fue Miguel? ¿Por qué no regresa ni siquiera para el último adiós a su padre? ¿Por qué todos lo ayudan, lo esperan, lo añoran?
Con naturalidad y maestría, Natalia Ginzburg nos describe la complejidad del entramado familiar. Lo doméstico (la casa, las mantas, la vajilla, el horario de la cena) es eje y es excusa para vislumbrar las relaciones familiares. A través de las voces íntimas desplegadas en las cartas entramos a un universo que creemos conocer y que también a nosotros se nos hace intensamente familiar.

«Querido Miguel: Ayer por la tarde vino Osvaldo y me dijo que te has ido a Londres. Me quedé de piedra y muy trastornada. Osvaldo me dijo que te habías asomado un momento por casa de tu padre para decirle adiós, pero que estaba dormido. Asomarte, ¿qué significa eso de asomarte? ¿Es que no te das cuenta de lo malo que está tu padre? El Povo ese o Covo, como se llame, ha dicho que lo tenemos que ingresar en la clínica hoy mismo. Te hubiera hecho falta llevarte camisas y ropa de abrigo. Osvaldo dice que piensas quedarte en Londres todo el invierno. Qué te costaba haberme telefoneado. Me podías haber llamado a la central del pueblo, como has hecho otras veces. Desde luego, si no me ponen pronto el teléfono, me voy a volver loca. Habría ido al aeropuerto y te habría llevado ropa. Osvaldo dice que ibas con los pantalones de dril y el jersey rojo y que no llevabas nada o casi nada para cambiarte. Todas las mudas, las sucias y las limpias, te las has dejado en el sótano, me dijo. No se acordaba de si llevabas o no el abrigo loden. Luego, de repente se acordó de que sí. Eso me ha aliviado un poco.»

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