Quito, Libresa, 2005


La carta, en un mundo de comunicaciones instant áneas, le da un rasgo anacrónico, un guiño raro, un subrayado cómplice a esas líneas. La novela de Karina Echevarría fue finalista del Concurso Internacional de Literatura Infantil «Julio C. Coba»; pero teniendo en cuenta su trama, uno sabe que involucra también a un lector adulto, competente en la tradición erudita de la enciclopedia quijotesca.

Rodrigo es un niño de once años que vive un tiempo con su madre, un tiempo con su padre. A medianoche de un fin de semana, entre sueños, escucha la voz de un hombre flacucho que se dice llamar Don Quijote. Abre los ojos y lo ve en carne, hueso y armadura, se espanta, se extraña, se encariña -¿quién no? Don Quijote le cuenta que se perdió en medio del episodio de la Cueva de Montesinos y que quiere volver pero solo no puede. Él decide ayudarlo a buscar la senda, que no es otra que el libro que está en la biblioteca de su barrio, ahí en San Isidro, provincia de Buenos Aires. Es en medio de esa perplejidad y ese desafío que recibe una carta, en papel, escrita de puño y letra por su abuelo. Ese modo de comunicación artesanal y diferida parece aliarse con el género fantástico, en donde prima la rareza nunca develada, la tensión de lo inexplicable.

Pensé que hoy vendrías con tu padre, pero al no verte supe que debía escribir esta carta. Algo muy extraño ha sucedido. Tuve un sueño. Cosme me hablaba y me pedía ayuda para rescatar a Don Quijote.

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