Buenos Aires, Emecé, 1971


Esta novela policial tiene como protagonistas a tres sujetos que se hallan por casualidad: una pareja, Chuck y Meg -un hombre que se gana la vida como puede y una mujer de buena familia que escapa de sus padres que miran televisión y la protegen- encuentran en una casa abandonada donde intentan cobijarse a Poke Toholo, un indio. Éste les propone un negocio por el que ganarían dos mil dólares, una fortuna. El indio dice tener una buena idea. Ésta se irá conociendo, para el lector y también para sus cómplices, a medida que la novela transcurre. Consistirá, básicamente, en la extorsión a los blancos de la ciudad que lo vio crecer. Para que cualquier extorsión se consume, hace falta, por supuesto, el mensaje. Para que el mensaje intimidatorio sea valedero, es necesario consolidar cierto verosímil externo en donde permita tal posibilidad. Para el caso, Poke asesinará a dos o tres ricachones de Paradise City firmando cada hecho con la literal rúbrica: el verdugo.
La extorsión, entonces, verterá su efecto a través del sucesivo procedimiento: una carta firmada en donde indica las coordenadas en donde deberán poner su dinero para ellos salvarse. El miedo, dice Poke Toholo, es la llave que abre todas billeteras.
James Hadley Chase nació en Londres en 1906, según dice la Noticia sobre el autor, tradicional pastilla que abre cada una de las ediciones del Séptimo círculo. Esa misma colección le ha publicado más de una decena de novelas. Uno de los recursos de construcción del relato más destacados del autor es el de narrar pequeñas escenas que ponen foco en cada uno de los personajes y que están montadas una sobre otra de la manera AB-BC-CD, lo que marca un paso sin prisa y sin pausa.

La muchacha puso la mitad de una hoja de papel ordinario ante él.
—Esto estaba entre la correspondencia.
McCuen tomó sus bifocales, se los puso y miró el pedazo de papel. Escrito en letras de imprenta destacadas había un mensaje:
RIP.
9.03
EL VERDUGO
—¿Qué demonios es esto? —preguntó McCuen con voz áspera.
Toko, parado detrás de la silla de McCuen, hizo un gesto. Por e1 tono de voz comprendió que la mañana iba a comenzar mal.
—No lo sé —repuso Martha—. Pensé que usted debía verlo.
—¿Por qué? —McCuen la miró colérico—. ¿Acaso no advierte que se trata de un lunático? ¿No sabe que no debe molestarme con este tipo de cosas? ¡Esto está deliberadamente pensado para estropear mi desayuno!
—Arrugó el papel y lo arrojó al piso.
—Lo siento, señor McCuen.
McCuen se volvió en su silla para mirar colérico a Toko.
—Esta tostada está fría. ¿Qué les pasa a todos ustedes esta mañana? ¡Déme otra!
A las 9.03, terminado el dictado, su mal humor todavía latente, salió al sol donde su Rolis estaba esperando.
Brant, su chófer de mediana edad, que lo aguantaba desde hacía mucho tiempo, estaba esperando con la gorra bajo el brazo, al lado de la portezuela del coche. Martha Delvine llegó a la parte de la imponente escalinata, para ver marcharse a McCuen.
—Volveré a las seis. Vendrá Halliday. Dijo que alrededor de las seis y media, pero usted ya lo conoce. Nunca es puntual.
Esas fueron las últimas palabras que pronunció Dean K. McCuen. Martha llevó el horrible recuerdo de los siguientes segundos hasta la tumba. Estaba de pie cerca de McCuen, mirándolo, cuando vio que su frente alta se convertía en una masa esponjosa de sangre y sesos. Un pequeño pedazo de los sesos le golpeó en la cara y comenzó a bajarle por la mejilla. La sangre salpicó su falda blanca. McCuen cayó pesadamente, el portafolios se abrió cuando dio contra los escalones de mármol.
Paralizada de horror, miró el cuerpo corpulento de McCuen rodando por los peldaños; sintiendo esa cosa horrorosa en su propia cara, comenzó a gritar.

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