Sobre el procedimiento epistolar 

Juan José Saer

El epistolar no es un género. Es más bien un procedimiento. Novela de género epistolar está mal dicho: hay una novela narrada en forma de correspondencia para lograr de ese modo una organización peculiar de los acontecimientos. La filosofía también se ha valido del procedimiento epistolar: Séneca, Pascal, Schiller, entre otros, han filosofado sobre moral, religión, estética, en forma de cartas. El procedimiento de la carta es un pretexto literario para encubrir formalmente un monólogo.
En Schiller, por ejemplo, la forma epistolar ni siquiera se observa, y el encadenamiento entre una y otra carta (me estoy refiriendo a La educación estética del hombre) no se diferencia mucho del que puede existir entre dos capítulos o parágrafos de cualquier tratado filosófico. La obra empieza así: “¡Me concedéis el honor de exponeros, en una serie de cartas, los resultados de mis investigaciones sobre lo bello y el arte!”. A no ser por el título de cada parte (Carta I, Carta II, etc.), y por la aclaración en esta serie de cartas, hasta tal punto se pone en evidencia la tendencia que motiva el procedimiento –monologar- que, luego de enviar veintisiete cartas a su corresponsal, Schiller lo tiene tan poco en cuenta que ni siquiera se despide de él.

Como trabaja con lo más general, los procedimientos formales de la filosofía son siempre simples. La novela, en cambio, debe, para aprehender lo concreto, valerse de formas más complejas. Por eso en el campo narrativo la utilización de la cartas es múltiple. Existe sin embargo un denominador común: la primera persona del singular y la valoración o percepción subjetiva de los acontecimientos, en distintos niveles de la conciencia. La forma coloquial contribuye a marcar la subjetividad: “A mi modo de ver”, “El resultado de mis investigaciones”, “Je ne suis detrompé que d’hier”. En la novela, el procedimiento epistolar se vuelve bastante flexible como para abarcar todos los niveles de la conciencia, desde las construcciones lógicas más coherentes hasta el monólogo interior. Si bien, por ejemplo, Mis Lonely-hearts, de Nathanael West, no es propiamente una novela epistolar, las cartas incluidas en ella tienen enorme importancia y, como corresponde a todo texto escrito sin mediación racional considerable, el resultado es una redacción que se parece mucho al fluir de la conciencia. La validez del procedimiento estriba en que los corresponsales han escrito en un estado de opresión anímica demasiado grande como para controlar la fluidez de sus imágenes y de sus emociones. Entre estos extremos pueden detectarse todos los matices.

Caben también otras distinciones. Una de ellas es la siguiente: las cartas que pertenecen a la literatura pueden tener dos tipos de valor, uno puramente biográfico y otro literario. Cuando no han sido escritas con intención netamente literaria, hay muchas razones para creer que van cobrando mayor interés para la literatura cuando mayor conciencia de su condición de escritor tiene quien las redacta. Curiosamente, estas cartas suelen parecerse más a los epistolarios filosóficos que a los literarios. Su autor se propone profundidad; de este modo, trabaja con las ideas más generales y para eso se vale de las formas más simples. Sin embargo, si queremos conocer verdaderamente las ideas de un escritor (no las que escribe conscientemente para ganarse la consideración del lector), más vale atenernos a su correspondencia ocasional. Nos dicen más sobre la moral de Quevedo la carta XII, en la que informa al duque de Osuna que la ostentación de una letra de treinta mil reales ha puesto prácticamente a la corte a sus pies –texto lleno de desprecio y de una suerte de evocación sádica-, o la carta LX-VIII, al conde-duque Olivares, en la que aconseja quemar discretamente y sin ceremonias a los herejes para impedirles la apoteosis y las ventajas políticas del martirio público, que sus epístolas finales, en las que, viejo y encarcelado, alaba al Pórtico y a su “filosofía varonil”. A menudo la moral explícita de un autor no pasa de proyecto, y cumple en el conjunto de su obra más bien estética. Y a veces, también, para el observador desinteresado, muestra algunas fisuras por las que sale a la luz la moralidad real que se oculta detrás del proyecto.

Hay también poesía en forma de cartas. Exactamente igual que en la novela, en poesía el procedimiento tiene un uso variado; se supone la existencia de un corresponsal. Se emplean la narración, la reflexión, y a veces también la forma exhortativa. No obstante el uso continuo de la primera persona, la poesía epistolar difiere de la lírica. En la poesía lírica la experiencia, por llamarla así, va viviéndose a medida que el poema crece; hay una suerte de identidad ontológica entre la experiencia y el poema: son la misma cosa. En la poesía epistolar se quiere que la experiencia ya haya pasado o bien que haya una distancia entre la experiencia y la palabra, distancia que se pone en evidencia por el uso de la narración o de la descripción. Esa distancia disminuye en el decurso del poema, en algunos casos, pero la fusión no llega a ser verdaderamente lírica. Dos ejemplo: “The river-merchants wife: a letter”, de Ezra Pound, y la “Lettera alla madre”, de Salvatore Quasimodo. En el primero, la carta sirve como pretexto para que el personaje, la mujer del comerciante, recuerde paso a paso su vida. En ciertos versos, hacia el final, el recuerdo se mezcla a deseos y sensaciones que dan la atmósfera de un monólogo interior:

The leaves fall early this autumn, in wind.
The paired butterflies are already yellow with August
over the grass in the West Garden;
They hurt me. I grow older.

En el último verso, la experiencia es contemporánea de la expresión pero, a diferencia de la poesía lírica, la palabra quiere ser un equivalente de la experiencia y no constituye con ella una unidad que parte más bien de la palabra y no al inversa. En el poema de Quasimodo, la mezcla de descripción, coloquio y narración sufre hacia el final una interferencia brusca de la emoción:

Ah, gentile morte
non tocare l’orologio in cucina che batte sopra il muro

El asalto emocional disminuye luego en los versos ulteriores para retomar, por último, en la despedida, el tono rigurosamente epistolar.
Prueba de la variedad del procedimiento –variedad, es necesario repetirlo, que tiende a incorporar la expresión en primera persona de los distintos niveles de la conciencia- es otro poema de Quasimodo, “Lettera”. El poema, dirigido a una mujer, no es más que el pretexto para incorporar una reflexión central:

La vita
non é in quiesto tremendo, cupo, battere
del cuore, non é pietá, non é piú
che un gioco del sangue dove la morte
é in fiore.

El procedimiento epistolar tiene, por lo tanto, estructuras precisas y un margen de oscilación perfectamente limitado. Su elección no puede ser arbitraria. Quienes lo conciben como un género, pretenderán que sus posibilidades de utilización son infinitas. No es así. En cierto modo, también la poesía y la novela son procedimientos. Pero eso queda para otra vez.

(1969)

Publicado en El concepto de ficción, Buenos Aires, Ariel, 1997