Sueño querido

Las cartas europeas de Manuel Puig (1956-1962)


Alberto Giordano 

Entre agosto y diciembre de 1967, Bioy Casares realizó un prolongado y solitario viaje por Europa del que dejó un testimonio exhaustivo en las cartas que escribió a su mujer y su hija casi a diario para mantenerlas al tanto de cada desplazamiento y para contarles algo de las vivencias y los encuentros que le iban deparando las sucesivas jornadas. En 1996, seguramente por razones económicas, Bioy aceptó publicar este epistolario estrictamente familiar y dejó la edición del libro al cuidado de Daniel Martino. En viaje (1967) se abre con una “Nota del Editor” en la que Martino nos recuerda que el género de los diarios de viajes epistolares no es nuevo, que cuenta con algunos ancestros ilustres, como El viaje a Suiza de Goethe, publicado en 1779, y que “el riesgo inevitable de estas compilaciones es que dependen de la mayor o menor protección que la fortuna haya otorgado a los envíos”.1 Aunque Martino no lo menciona, hay otros riesgos que suelen correr esta clase de libros, que afectan las posibilidades, no de su edición, sino de que se los pueda leer con interés, y que tienen que ver con la naturaleza del vínculo que liga al remitente con sus destinatarios. ¿Por qué, si en todo momento nos informan que el viaje está resultando entretenido y placentero, las cartas de Bioy nos dejan más o menos indiferentes, casi al borde del aburrimiento? Porque en el ritual de contarles cada día dónde está, que comió, cómo marcha su salud y poco más –o no tan poco, pero con poco entusiasmo-, la esposa y la hija quedan fijadas al lugar de una madre obsesiva a la que hay que tranquilizar, y ese, hay que reconocerlo, no es precisamente un espectáculo apasionante. No podíamos esperar que Bioy contase en estas cartas cómo se las arregló para dar curso a su proverbial donjuanismo mientras duró el viaje, ni siquiera cuánto de huida de la vida familiar, y no sólo de las empresas familiares, había en su alejamiento, pero a falta de esas confidencias impropias para una esposa y una hija, nos hubiésemos contentado con el relato o la reflexión sobre algunas cosas divertidas o curiosas –que acaso hubiesen podido ser las mismas cosas sobre las que escribe, pero referidas con otro tono- que nos dejasen entrever la búsqueda de afecto y complicidad, la consabida dialéctica entre proximidad y lejanía, entre presencia y ausencia, que caracteriza a los epistolarios amorosos. La indiferencia que gana al lector apenas concluida la lectura de estas cartas de Bioy Casares es tal vez directamente proporcional a la falta de intimidad entre su escritura, los deseos del remitente y las expectativas del destinatario.
Con las cartas familiares de Manuel  Puig, las que escribió mientras vivía y viajaba por Europa entre 1956 y 1959, primero, y entre 1961 y 1962, después, ocurre lo contrario: precisamente porque tienen a la madre como interlocutor privilegiado, capturan al lector desde la primera entrega y no lo sueltan hasta la última, más de trescientas páginas después.2 La intensidad del vínculo amoroso que ligaba y mantenía en tensión a Coco –así están firmadas estas cartas- con su madre anima un estilo de interlocución de una riqueza y un encanto extraordinarios, que recuerda continuamente algunos hallazgos del incomparable arte de narrar conversaciones con el que identificamos la escritura literaria de Puig. Desde Roma o París, desde Londres o Estocolmo, o desde el barco en el que comienza a alejarse de Buenos Aires, Coco le escribe a su madre –y a través de ella al padre y al hermano menor- no sólo para mantenerla al tanto de lo que le va pasando, sino también para entretenerla, para conmoverla, incluso para seducirla. Cada carta es el recomienzo de un diálogo infinito y la puesta en escena de un espectáculo, que a veces se conforma con ser divertido, pero que siempre aspira a producir los efectos de exaltación y felicidad que provoca la realización de una fantasía largamente acariciada. Esto “es maravilloso”; “sigo viviendo un sueño”. Con las pasiones y los recursos que ella le transmitió en la infancia, la locura del cine y el genio de la conversación, Coco le escribe a la madre para hacerla feliz, pero también para persuadirla de su propia felicidad y así mantener la distancia. La intensidad del vínculo amoroso es, como se sabe, relativa a la afirmación de su ambigüedad. Por eso no parece demasiado aventurado situar el centro de este epistolario, la escena familiar alrededor de la que giran todas las otras, en uno de los momentos en los que Coco responde, un poco irritado, a los reclamos maternos para que interrumpa su estadía en el extranjero y no demore más el regreso: “Mamá: yo no comprendo por qué  ponés la vuelta a la Argentina como si fuera para mí el comienzo de todas las bendiciones. (…) Yo no encuentro ninguna base a tu entusiasmo, que no sea la del cariño y las ganas de vernos. Yo sueño con estar juntos y con estar tranquilo en casa, pero sé que eso no puede durar si no hay alguna perspectiva de trabajo. Aquí aparentemente no he concluido mucho pero yo por dentro estoy satisfecho porque se me han aclarado muchas cosas y se me ha ido totalmente el miedo al futuro” (211). Como sabe de los lamentos familiares por la falta de progresos en tus tentativas de convertirse en director o en guionista cinematográfico –los escucha murmurar que está perdiendo el tiempo, que parece extraviado-, Coco imposta una voz de orden y apela a la razón; pero como también sabe que de las discusiones con una madre no se sale razonando, improvisa esta versión incontestable del viaje -que quiere prolongar, que va a prolongar- como un camino espiritual de autoconocimiento y autorrealización. La carta semanal que busca mantenerlos próximos aún en la distancia recuerda la distancia insalvable que los separa aún cuando están juntos. Por eso, antes de despedirse, tiene que restablecer la complicidad, y hablarle a la madre del mundo fascinante que siempre los reunió con los tonos familiares de las charlas entusiasmadas a la salida del cine: “Empezó aquí la temporada del Teatro de Naciones. Vi “Arianna” de R. Strauss por la Ópera de Berlín, hermosa y un bodrio tremebundo: “Figli d’arte” dirigida por Visconti (muy bien) pero la obra un asco. Era la compañía Morelli-Stoppa. En cine “La loi” un mamarrachazo de Bassin con la Gina un caballo. Bueno chau besos” (212).
Las cartas dicen lo que dicen, pero antes de decir cualquier cosa, por su sola presencia, testimonian la voluntad de comunicarse y el deseo de respuesta de quien las escribió. “Es, pues, la propia relación lo que se pone en juego en la correspondencia; es éste el verdadero ‘objeto-valor’, el verdadero contenido del intercambio epistolar, más allá e independientemente de lo que se diga.”3 ¿Se acuerdan de Toto Casals, el alumno de primer año del internado “George Washington”, que le escribía todos los días una carta a la madre? Ahora sabemos que este es otro de los motivos autobiográficos de La traición de Rita Hayworth y que la madre del alumno Coco Puig correspondía diariamente a la compulsión epistolar de su hijo. “De Viena me mandaron la carta así que la semana pasada tuve dos, me acordaba de cuando recibía una por día en el Ward, hace trece años…” (221). Como dos enamorados cautivos de la imagen de una relación constante, vencedora de todas las distancias, o, más cerca de la verdad, como una madre y un hijo inquietos, ansiosos, por el presentimiento de la ruptura de ese idilio imaginario, Toto y Mita, Coco y Male se escribían todos los días para recordarse el vínculo singular que los mantenía unidos. No importaba tanto qué se decían como el pacto de decirlo a diario. Resulta difícil no suponer que tanta inquietud y tanta ansiedad habrán tenido que ver, entre otras razones, con el deseo de viajar lejos que en algún momento ganó al hijo y, luego, con el de prolongar la estancia en el extranjero tanto como fuese posible. Lo curioso es que Coco pudo alejarse de su madre, y vivir en otras ciudades y otras leguas vidas que ella ignoraba (vidas de las que las cartas familiares no cuentan nada y poco dejan entrever), pero conservó el viejo pacto epistolar más o menos inalterado. Las cartas ya no fueron diarias, sino semanales, y casi siempre hubo novedades que comunicar, pero algo de aquella ansiedad continuó vivo gracias a la prosecución del pacto. “Hoy por fin tuve el gran alivio de recibir carta después de tres semanas. (…) Pasé días inmundos, paralizado de miedo. Era la primera vez en casi dos años que sucedía algo semejante (…) y me atacaban los miedos más bárbaros. Cuando pasó el sábado último sin que llegara nada empecé a alarmarme pero cuando pasaron lunes y martes y compañía ya no podía pensar más que en eso” (153). Sabemos por este mismo epistolario de lo renuente que era Puig a permitirse el lujo de una llamada telefónica o un telegrama internacional, pero sospechamos que si soportó tantos días de miedo y angustia fue para no privarse de seguir sin noticias hasta que llegase el momento maravilloso de recibir otra carta. Desde lejos, como seguramente lo prefería, la madre seguía estando para él, y él, para la madre. 
Al amplio espectro de referencias y motivos que abarca la complicidad entre Coco y Male, no sólo por su variedad, sino también por la calidad sentimental y chismosa de lo que se pone en juego, le debemos una parte importante de la atracción que ejercen estas cartas sobre nuestra sensibilidad. Otra parte se la debemos a la eficacia retórica, y a veces estética, del estilo epistolar de Puig: la sintaxis que remeda, siempre con felicidad, los ritmos de la conversación y la economía de recursos –la elección de los detalles más significativos o más conmovedores- para alcanzar los deseables efectos de interés y gracia. “Agárrense: vi a Ingrid en “Té y simpatía”, tercera fila de platea (no me pregunten el precio), una gracia bárbara pero molesta el esfuerzo que hace con el idioma. En francés le sale una voz de corneta, distinta a la que se le conoce, también qué ocurrencia mandarse una obra en francés. Pero por otro lado es tan simpática y expresiva y HERMOSA, un cuerpo escultural. El colmo de la cancha es cuando saluda, la gente se derrite. El cuello impecable pero los ojos muy ‘atacados’. Ya hablaremos largo y tendido” (96). Un primer nivel de complicidad entre Coco y Male es de orden lingüístico: el dialecto en el que están escritas estas cartas es el de las muchachas cultas –ni intelectuales, ni pretenciosas- de la clase media de entonces (otras cartas de la misma época, como las que le escribió a su amigo Mario Fenelli, servirían para probar que Puig era políglota incluso en su propia lengua4). El segundo nivel es de orden retórico y concierne a las formas y los tonos de la conversación: para que el otro siga escuchando, hay que encantarlo, con intrigas que siempre dejan algo en suspenso, con anécdotas sorprendentes, con chismes de una malicia irresistible (si son sobre alguna star, Ingrid o Sophia, mucho mejor). Sobre estos dos niveles se asienta el más amplio y difuso de los gustos, las creencias y los silencios compartidos: los tópicos de la charla epistolar van de las películas y los espectáculos vistos en la última semana, la arquitectura de las ciudades y las comidas autóctonas de cada país, a los progresos en el estudio (si lo viese Cobito, Toto en el Centro sperimentale todavía quiere ser “el primero en todo”), pasando por improbables romances, que concluyen rápidamente, con muchachas extranjeras idénticas a actrices de cine.
Como luego en su literatura, en estas cartas de Puig se da un cruce perfecto de estereotipo y singularidad. El lector de Radiolandia (hay que ver con qué insistencia reclama el envío de ejemplares) es también un crítico inteligente del más experimental cine de vanguardia, que puede disfrutar con sus aciertos sin caer en las trampas intelectuales de lo pretencioso o lo artificial: “También vi una mierda nouvelle vague: ‘La mort saison des amours’. Qué horror este tipo de cine que quiere analizar cuestiones tan profundas de las relaciones humanas y en ningún momento llega a infundirle vida a los personajes. Y todo queda así en un artificio que mata. Es un poco el caso de Antonioni, en ‘Las amigas’ yo sentía que los personajes estaban vivos y todo ese trasfondo de angustias antonianas me llegaba, pero en ‘L’avventura’ y ‘La Notte’ y sobre todo en ‘L’eclisse’ eso se acabó, es todo muy frío, muy calculado” (354)5. La notable confianza en sí mismo que transmiten sus convicciones y sus juicios inapelables en materia estética, coexiste sin tensiones con la adhesión disciplinada a la banalidad de algunas convenciones sociales: “Me alegro de que Carlitos se divierta, aflójenle plata para la ropa, estar bien vestido da tanta tranquilidad” (183). ¿Cómo no oír en la enunciación de esta máxima la voz impersonal del estereotipo que modela todo lo que se dice en Coronel Vallejos? 
Más que contradictorio, Puig es ambiguo (“alguien que lleva una existencia doble no puede ser sino ambiguo”, se confiesa Pasolini en una carta6)  y de su ambigüedad dependen la intensidad y el atractivo de las autofiguraciones que va proponiendo el epistolario. Acaso la ambigüedad mayor, la que condensa todas las otras, sea la de los vínculos con el universo familiar: la fuerza que ejerce para desprenderse de él es sólo un poco mayor a la que ejerce para mantener la firmeza de los lazos. Por eso el viaje que lo aleja de lo conocido, por más razones de las que se podía conversar en familia, a veces es una gozosa ocasión de reconocimiento: “…atravesando Asturias (que como paisaje es lo mejor del norte) llegué a Santander. La ciudad no es muy interesante porque la parte antigua se quemó pero lo que me interesaba a mí era observar la gente. De golpe (…) empieza una raza mucho más oscura y misteriosa, exactamente del tipo de papá, María y la Negra. Los ojos iguales. Por la calle me encontré una mujer que era idéntica a la Negra y en el hotel donde paré la dueña tenía los mismos ojos de María. Como genio también me parece que hay parecido ¡qué plato!” (137). La literatura de Puig le debe mucho a esta ambigüedad indisoluble, para comenzar, su existencia. Lejos de la familia, Coco transforma las voces familiares en personajes de novela, sin pedir permiso y sin avisar hasta que la serie de metamorfosis no esté prácticamente concluida. Absorbidas por la experiencia de la ficción, las voces de Male y Baldomero, lo mismo que las de las tías, los primos y la del propio Coco, se volvieron todavía más próximas y más íntimas (próximas en su alejamiento, íntimamente desconocidas) por la distancia que la narración, fascinada por el misterio de lo trivial, abrió entre cada una y ella misma. 
Coco tenía un sueño: ingresar al mundo del cine. Quería incorporarse de alguna forma, como director o como guionista, al mundo de los fabricantes de imágenes cinematográficas. Para eso viajó a Roma, a estudiar en el Centro Sperimentale di Cinematografía. Aunque contaba con buenos recursos y una envidiable confianza en sí mismo, consiguió muy poco: ni se convirtió en director, ni encontró quién produjese alguno de los guiones (“bodrios” los llamaba él) que escribió en esos años. Tal vez sus fracasos se hayan debido a que, en el fondo, su sueño era otro: más que volverse hacedor, quería vivir en un mundo imaginario, vivir en imágenes, a fuerza de irrealidad, una vida más intensa que cualquier vida posible. Como en un sueño, por aquello que tantas veces hemos citado de la distancia irreductible entre quien sueña y el que es el sujeto de la intriga soñadora7, un día, sin proponérselo, se descubrió escritor. “Jamás había pensado escribir novela, fue una cosa que salió sola” (351). Escuchando hasta en sus inflexiones más sutiles las voces familiares que lo sedujeron y lo atormentaron en la infancia, escribió una de las mejores y más conmovedoras novelas de la literatura argentina. Una novela con personajes dolorosos y tristes, a los que imaginó con un amor tan fuerte y tan ambiguo como el de una madre, que sí pudieron vivir, en nuestras lecturas, esa deslumbrante existencia imaginaria con la que siempre soñamos los que crecimos viendo películas.

1 Adolfo Bioy Casares: En viaje (1967), Buenos Aires, Editorial Norma, 1996; pág. 7.

2 Manuel Puig: Querida familia. Tomo 1. Cartas europeas (1956-1962), Compilación, prólogo y notas: Graciela Goldchluk; Asesoramiento cinematográfico: Ítalo Manzi; Buenos Aires, Editorial Entropía, 2005. Los números entre paréntesis al final de cada cita remiten a las páginas de esta edición.

3 Patrizia Violi: “La intimidad de la ausencia: formas de la estructura epistolar”, en Revista de Occidente 68, enero de 1987, pág. 91.

4 Algunos fragmentos de estas cartas son reproducidos por Suzane  Jill-Levine en Manuel Puig y la mujer araña. Su vida y sus ficciones, Buenos Aires, Editorial Seix Barral, 2002.

5 Son también muy interesantes sus juicios (como buen crítico del gusto, Puig comenta enjuiciando) sobre “À bout de soufflé” de Godard (265), “L’anné dernière a Marienbad” de  Resnais (295-6) y “L’eclisse” de Antonioni (324)

6 En Pasiones heréticas. Correspondencia 1940-1975, Selección, traducción y notas de Diego Bentivegna, Prólogo de Daniel Link, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2005, pág. 137.

7 Ver Maurice Blanchot: “Soñar, escribir”, en La risa de los dioses, Madrid, Editorial Taurus, 1976; pág. 128.

Universidad Nacional de Rosario – CONICET 
Publicado en Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas, Rosario, Beatriz Viterbo editora, 2006.