Una minoridad sospechosa.

Femenino, epistolar 

Julio Schvartzman

Sea: cartas y mujeres. O, para enunciarlo en segundo grado, y a la vez con matiz de academia, condición femenina y epistolaridad. Dos problemáticas que se subrayan y se buscan, desde la relativamente reciente preocupación (central, claro) por los márgenes y las minoridades. 

La literatura parece corroborarlo, porque muy tempranamente se apropia de la forma carta y percibe su rédito femenino. Ahí está la señora de Sévigné y, en las cartas nada espontáneas a su hija, la historia -en mujer, en detalle- del tiempo de Luis XIV. 
Si en el siglo dieciocho la novela metaboliza las propiedades narrativas de la carta haciéndose epistolar es porque desde el vamos la forma carta establece la relación intersubjetiva en términos altamente ficcionales. 

No por azar las novelas epístolares clásicas se titulan Clarisa, Pamela, La nueva Heloísa. Samuel Richardson, autor de las dos primeras, fue a la vez un eficiente ordenador de manuales epistolares para uso del público. Poco después, Laclos, que lleva el género a su punto más alto -y al mayor grado de reflexión sobre sí mismo- comprende que no se trata meramente de insularidad femenina, sino de relaciones peligrosas. En el interior de su novela, la marquesa de Merteuil formula, en clave autobiográfica, un sutil manifiesto feminista, al reivindicar la doble mirada (precursora de la mirada bizca de Sigrid Weigel), el gesto diversionista y la estrategia de la simulación en la guerra de sexos. 

«El deseo es rápido -propone Susan Sontag en La escena de la carta-; el correo, lento.» Deseo, correo. En esa relación está casi todo: desde la tensión irreductible a la institución reductora. La carta remite a los «derechos del ciudadano» y a la mediación estatal. La correspondencia -se sabe- es inviolable. ¿Si? ¿De veras? En cuanto al cuerpo de las mujeres, basta leer la crónica policial. 

Pretendido vehículo de esa construcción social llamada subjetividad, la carta no puede no exhibir -así sea en hueco- la trama múltiple que la posibilita. Género «menor» y, por consiguiente, periferia de los «mayores», contiene en sí mismo sus propias periferias. Hacia arriba, la disolución del destinatario individual a través del ademán amplificador de la carta abierta. Hacia abajo, el borramiento del remitente en la obscenidad o la delegación del anónimo. 

Curiosamente, la carta dice poco, más allá de su marco: la data, el destinatario, el remitente. Pero justamente empieza a decir más cuando la socava, bajo la forma de anónimo o de carta abierta. 

En unas recientes jornadas realizadas en Buenos Aires sobre las «marcas del género» (masculino, barra, femenino), fui testigo casual de un pequeño gran acontecimiento. Una de las expositoras recibió, al final de su comunicación, un anónimo. La pieza era monstruosa y, en su monstruosidad, el síntoma de algo, de una mutación, de una época. 

Me explicó: no había allí la temida injuria ni la previsible amenaza. Ni obscenidad, ni delación. Simplemente, polémica, polémica que no había asomado hasta entonces en curso de la reunión (no se culpe a nadie: por las jornadas o congresos discurre otra sociabilidad). 

Pero, ay, el breve texto no evidenciaba la dignificación del anónimo sino más bien la degradación del ámbito intelectual, que al excluir en nombre de las buenas maneras el filo de la guerra verbal, no hace más que convalidar los resultados devastadores de otra guerra. 

Que ese síntoma (mutante, monstruoso) de la trama múltiple mayor se haya revelado en una carta, y en el marco de un encuentro sobre el género (masculino, barra, femenino, pero sobre todo femenino), habla de la centralidad real de los dos géneros »menores».

Publicado en Primer plano , suplemento de cultura del diario Página/12 , el 8 de noviembre de 1992