Dic. 8 – 1957
Apreciada Elba:
Emprender una polémica o una charla en torno al tema «destino» es como hablar o discutir acerca de política o de Dios. Estos temas son venenosos, tienen doble fondo, como las valijas de los contrabandistas, y no llevan nunca al esclarecimiento cabal de la duda ni se obtiene jamás un razonamiento del todo aceptable. Uno debe poner un buen capital de fe para creer que se nace con un camino trazado, o para creer en las bondades del cielo o en las promesas de Frondizi, pongamos por caso.
Sobre estas cuestiones solo discuto cuando quiero hacer enojar a mi interlocutor o bien en absoluto tren de broma. Por lo tanto, y como no quiero que tú te enojes, ¿qué tal si dejamos las cosas así planteadas, sin ahondar más, puesto que podríamos perdernos en algún laberinto?
Concuerdo contigo y me alegro que coincidamos plenamente respecto de la opinión que te merecen los pruritos sociales. Lo cierto es que en Tandil no podrás apreciarlos en la dimensión y frecuencia con que se manifiestan aquí. Asquean verdaderamente las fórmulas que se emplean, el despliegue de recursos «snobistas», el afán por ganar la notoriedad.
Yo no sé si soy muy ermitaño o si me conservo en estado demasiado salvaje, pero a veces creo que de pronto la gente se va a quitar las máscaras y que las verdades van a brotar espontáneamente de sus bocas, porque todos van a estar arrepentidos y tendrán necesidad de redimirse.
Se me ocurre que sobrevendrá una epidemia de sinceridad; que la humanidad va a reventar de ganas de ser lo que naturalmente debió ser.
Imagínate! Es una utopía. Fríamente creo que eso no sucederá. Pero es un magnífico sueño y no puedo reprimirlo.
La corbata, según tengo entendido, es un invento francés; cuentan que hace dos o tres siglos, no sé en qué guerra, los franceses debieron ir a pelear con soldados muy jóvenes. Tenían cara de nenes. Entonces apretaron en torno de sus cuellos un lazo para otorgarles al trato una sensación de fiereza. ¡Cuánto ha pasado desde aquéllos días a éstos en que los norteamericanos usan corbatas cubistas decoradas por Picasso! (Acaso sea para darle fiereza al rostro de quien las mira)
El afán de pelear ciertas cosas -de que hablábamos en cartas anteriores- y el mantener una línea de idealismo, acarrea compromisos y dificultades que son difíciles de eludir.
Por esta manera de comportarse me he ganado en la oficina una aureola un poco rara.
Vez pasada se me aparece un grupito de compañeros que dicen traer el deseo de todos los empleados y que es el de postularme como candidato a delegado gremial.
Me negué rotundamente porque nunca he actuado dentro de ninguna organización de esta índole.
Pero hace 15 días esta gente me votó, aún contra mi voluntad, y salí electo. De inmediato renuncié. ¡Qué alboroto! Tuve que hablar (al principio no me salía ningún sonido entendible), convencer a todo el mundo, decir que no me sentía capacitado para cumplir tal mandato. (En medio de todo este lío, ¿me crees, no?, yo pensaba en tí). Los dirigentes aceptaron mi renuncia pero comprometiéndome -en vista de que había obtenido amplia mayoría- a aceptar la candidatura a una nueva elección.
Desde entonces me transformé en el principal propagandista de algunos de mis rivales, de aquéllos que consideraba más capaces.
Sirvió de poco. El viernes se votó otra vez y volví a ganar. En casa, demás está decir, ya me ven en una mazmorra, medio comido por las ratas, torturado y acusado de comunista.
No estoy nada entusiasmado. Esta cuestión de ser delegado me obliga ahora a tomarme en serio muchas cosas de las cuales me reía antes, pues las consideraba informales y poco importantes. Pero no puedo negarme eternamente, ¿no te parece? Sé que la indiferencia no debe primar en mi cuando de por medio está la voluntad de la mayoría de mis compañeros.
He ido al cine a ver nuevamente «Dos centavos de esperanza», italiana, a la que considero entre las dos o tres mejores películas que he visto en mi vida.
Anteriormente he visto «El hombre equivocado» y «Doce hombres en pugna», las dos con Henry Fonda, y «La gran aventura», sueca, documental, sobre la vida en los bosques.
Empiezo a leer «El Enano», de Pär Lagerkvist. Ya terminé una antología de cuentistas norteamericanos y ahora me compré «El diario de Ana Frank.»
Estoy escribiendo mucho (tres o cuatro horas diarias). Ya estoy terminando «Tiempo de puñales», policial y un cuento social al que todavía no puse título.
De «El horizonte es curvo», que presenté a un concurso, no tengo noticias. Iré en estos días a ver «qué pasó.»
Me hablas de la incapacidad de ciertos profesores. Te voy a contar una pequeña anécdota, que tiene como protagonista a una profesora de contabilidad que tuve en 5° año.
Cierta vez dispuso revisar las carpetas de los alumnos. De pronto se la pide a un tal Rodriguez, que era el mejor alumno de contabilidad de la división.
Esta profesora revisó hoja por hoja, firmó la última, felicitó al muchacho y le puso 10 puntos. Después me llamó a mí, que era el «peorcito» de la clase. Miró mi carpeta y empezó a encontrarle defectos; aquí falta ésto, aquéllo está mal, etc., etc. Total, 4 ó 5 puntos.
Y aquí viene lo lindo: la carpeta de Rodriguez y la mía, eran la misma. Tan solo le había reemplazado la última hoja, que era donde ella firmaba.
Entre todas las cosas que hago en la semana, el recibir carta tuya o el escribirte constituyen una ocupación y una esperanza tan agradables que no admiten ninguna justa comparación con las otras cosas de que me ocupo.
Tú has hablado de asiduidad y constancias, pero esas palabras entrañan la idea de una obligatoriedad forzada, cuando la realidad ha sido un alegre imperativo natural el que me impulsó a sostener contigo esta plática a prueba de carteros.
Me jacto de hacer muy pocas cosas que no me placen, de manera que si te escribo es porque entiendo que entre nosotros hay una afinidad de conceptos y sentimientos que yo no podría desconocer con mi silencio. Por otra parte, ¿crees tú que álguien se traicionaría tan impúnemente a sí mismo?
Cordialmente
Norberto